
El mensaje a modo de teletipo cifrado de la organización decía: la sencillez multiplica el éxito del objetivo final. Y que el objetivo era concreto, casual, liviano. De tan efímero, su final, es decir, su ejecución, nada suponía. Así la conciencia de los camaradas llamados a eliminarle se limpiaba no de culpa, sino solo de la incomodidad de conocerle. Porque el camarada A. recordaba al padre del objetivo haberse presentado en la tienda de recambios de su propio padre. Supo después, mucho después, que aquel hombre espigado era el padre de quien tendría la orden de descubrir el momento oportuno en su rutina para darle fin. Al camarada A. le gustaba la música heavy y por casualidad solo diez años antes había conocido a su objetivo porque este era amigo y compañero de instituto de un miembro su cuadrilla de entonces. Al camarada A. no le tiembla la conciencia, pero sí el hilo de su vida. No ha estudiado, pero se ve como un cirujano apartando la necrosis física de su malherida patria. Ha dejado escrito en una de sus cartas que le duele hacerlo, convertirse en un afilado bisturí que extirpa tendones y cartílagos, ligamentos y músculos dañados o enfermos. Esos enemigos y sus cómplices, esos cómplices y los enemigos de después, todos contra la patria. Es doloroso también para el que extirpa. Pero el camarada A. realiza la biopsia previa. Cataloga y localiza la gangrena a eliminar de cuajo.
No es el aroma de trementina retórica y huera de los líderes de A., sino un dolor de violación perenne, corporal y eterna, lo que hace del camarada A. un hombre sufriente. Ha pegado a sus padres alguna vez; también les ha dado un beso eterno, inconmensurable como cuando partió, bajo instrucciones de no volver a verlos en un muy largo tiempo.
Sabe que su misión es trascendente, aunque solo los suyos lo comprendan. El pueblo en nombre de quien sustenta A. toda su acción, mantiene desde no se sabe cuánto una distante soñolencia, una in diferencia que el camarada A, a diferencia de A., observa con una mirada iracunda. El objetivo de la revolución es cercenar el proceso equivocado de la Historia que subyuga a su pueblo, a él, a sus camaradas, el de la contaminación por ósmosis degradadora. La esencia mimética de su raza, aunque él la llama socialismo, inocente, primigenia, está parasitada de paganismos foráneos, de tubérculos sanguíneos corrompedores, de esclavos venidos de las podredumbres foráneas a levantar bajo el precio de su vida la riqueza de la que se enorgullece oficialmente su patria. Piensa de todos esos foráneos, como lo es su propio padre, que piensan como extranjeros míseros, y como tal viven, se reproducen y mueren. Y Bien está que así sea, porque solo en sus manos estuvo abrazar la verdad de la patria a la que no pertenecían. Pero reusaron. Y ahí, sin saberlo, cuán cerca está cada día y a cada hora el camarada A. del silogismo bacteriano de los explotadores que denigran desde hace dos siglos a esos inmigrantes convertidos desde entonces en utilitaria carne de obra sacrificable por su condición de inferiores y sin conciencia.
El camarada A no sabe lo que es el hierro de una pistola. Jamás se acercará a empuñarlo. Sin embargo, las restas de su vida no van a dejarle en el desafuero patriótico. Va a suplir esa cuantificable y burguesa comodidad con una entrega igualmente conmensurable. Recaba datos, observa según se le diga. Persigue a quién la organización le indique. Deja su coche o el de su padre según se le aconseje, a otros aventurados camaradas. Observa a los policías que se presentan tras una explosión o un atentado. Observa los telediarios locales buscando en las imágenes un plano de algún periodista que pueda conocer de su pueblo. Apunta. Informa. Desarrolla el ímpetu febril no del converso, puesto que es hijo de razas – cuánto le desafora –, sino del inquisidor ungido en su propia brea alzando la llama exterminadora.
Esta tarde cáustica, de vórtice grisáceo, va a seguir a alguien que es causa de la opresión de su patria. Es un periodista que mal cobra, eso no lo sabe y aún menos le importa porque la precariedad no es atenuante, sino todo lo contrario. Ese periodista es, en esos momentos antes de cruzarse con A., becario y ha empezado a enviar crónicas a una radio de una región foránea.
La organización, con su recesión de montaña rusa, fluctúa el mercado de los cadáveres a granel. Ese es el librecambio más burgués e instrumental que puede dar y dará a su patria: las libras de carne enajenada en una horrenda obra shakesperiana. Se trata de convertir un Estado al que tilda de autoritario en uno autoritario de verdad bajo la correcta batuta patriótica. El camarada A. lee y siente poesía en ese objetivo. Desenrolla la inquina de su significado. Si todo se quema, y en ese todo están en primer lugar los enemigos con su maldad congénita y corrompida, bienvenida sea el derroche de sangre y la sinfonía de llamas y funerales. Y aquí aflora de nuevo el cálculo mercader: también los nuestros, los del camarada A., habrán de dejar su sangre. Pero ese rio, esa inversión a futuro, recompensará con plusvalía la sangre multiplicada de los infieles e impuros, de los díscolos y escépticos, de los apátridas y los letrados enmascarados.
El camarada A. esta viendo a las 18.45 del domingo de febrero de 2001 venir en las escaleras de la estación del pueblo G. al objetivo. Se ha puesto de tal forma en la marquesina que el objetivo le ve de primeras nada más levantar la mirada de las escaleras.
Son las 21.07. a cientocincuenta metros de la marquesina en la que permanece el camarada A. El objetivo sale del bar Txiskiñe con un amigo tras ver el partido de fútbol.
El camarada A. había escrito semanas antes: El objetivo I. sube después de jugar al frontón por las escaleras de la estación a eso de las siete de la tarde para ver cada dos domingos el partido de futbol en el bar Txiskiñe. Corroboro las horas. La hora de salida ronda las nueve de la tarde rumbo la calle S hacia su casa. De esta a su casa hay tres manzanas. Sin vigilancia ni céntricas.
Es inconmensurable el detalle, la exactitud mórbida. Pero al mismo tiempo la distancia inmensa de la que de inmediato se sitúa el camarada A. El futuro y la sangre no son cosa suya. Sabe demasiado de lo que de ahí en adelante no quiere en absoluto saber. Se trata de cazar a alguien convirtiéndolo en una vulgar animal de espectáculo, una obscena corrida de un toro al que lidiará toda la patria, él incluido como rejoneador, como público, como subalterno que recoge y limpia la sangre y traslada al toro al matadero.
Madame patriótica se escandaliza. En sus ojos azul cobalto arden el calor de una inteligencia crepitante. Su tercio pelo, nevoso, algodonado, firma un rostro maduro pero vibrante. Sabe que en esta mañana en que hablo con ella llegando a la avenida S, alguien, un camarada del camarada A. ha matado a un policía. La sangre del muerto permanece algunas horas después, recluida y coagulada en la acequia de la acera. Para Madame, también ella patriótica es un insulto que no se borre la sangre de inmediato. Ese es el crimen. Que no haya olvido inmediato. Lo están haciendo a posta, me dice.
Los cartílagos del cadáver hace tiempo se han endurecido. El camarada A. siente un parsimonioso no sabe qué, que desemboca con los minutos en una temerosa sensación de abismo. Ha acudido raudo a la escena del crimen. Su rostro se petrifica por momentos. Le sorprende la rapidez con la que aparecen los funerarios. En menos de cuarenta minutos se llevan el cadáver. Observa con una intensidad abrumadora, y memoriza, pero sin color rostros tanto desconocidos como no. Entre los primeros identifica a Madame y quien con ella habla.
Lee la prensa, solo la enemiga, en la compungida mañana del día siguiente. En el intersticio de lo que vio el día anterior, los inspectores que se acercaron, el público satisfecho, el desgañoso, el circunstancial y el aterrado, el camarada A. bosqueja nuevos objetivos. Tiene materia prima suficiente sobre la que trabajar. Trabajar es esperar. Seguir, volver a esperar.
El camarada A. lee. Pero en las dos escasas baldas de su habitación hay apenas diez libros. Las ausencias confieren a la blanca habitación un aire violento. Ni Marx, ni ningún poeta en el idioma vernáculo. Antologías sí. De los comunicados de la organización. Conforman una tragedia que no puede purgar. Son libros escritos en su idioma, que es el idioma del opresor. Con la misma rigidez escribe sus informes en el mismo idioma. Es esto lo que el camarada A. odia y por lo que odia a sus padres por ingresarle en una escuela vernácula, pero hablar en familia en el idioma invasor. Y en efecto, la madre y el padre de A. arrastran un luto como de hijo fallecido, mientras que son ellos los que mueren de una culpa que no acaban de comprender pero que asumen.
El camarada A. sigue al objetivo que tras despedirse su amigo enfila la avenida S hacia su domicilio entre la desaventurada oquedad de la noche. Pero ha cometido el tercer error, sin saberlo. Le separan casi doscientos metros y su objetivo enfila una calle que está a cuarenta y cinco grados fuera de su visión. Para cuando el camarada A. consigue enfilar la avenida A y bajar a tientas en busca de su objetivo, este le ha esperado en la lúgubre callejuela sin salida que forma el bar Margot y sale a su encuentro en el momento en que con una expresión frustrante A. se sorprende de la mirada desafiante de su objetivo.
Ha fracasado. Simula no reconocerlo y baja la calle quedándose a la vista de su objetivo. No tiene certezas, y por eso no se arriesga a darse la vuelta. Maldice lo que él cree ha sido lentitud. ¿Está el objetivo a partir de este preciso momento sobre aviso? Hay algo en lo que caerá mucho tiempo después. Si hubiera tenido una pistola en ese momento. Es otro camarada el encargado de esa tarea. Afortunadamente, para A.
Los vientos se arremolinan ofreciendo sus lamentos turquesa, lilas, limón apagándose. El tormento del tiempo hace que las tardes desde entonces parezcan espejos rotos. A. ya no es el camarada A. por orden la organización, que tampoco es, y su objetivo ya no es un objetivo. No se dirigen más que la mirada. Sin mirar atrás, pero pateando el futuro. A A. siempre le ha gustado más el rugby que cualquier otro deporte exquisito. La organización se ha disuelto en el vaso de agua de todos los camaradas A. Parece que no tiene intención de hacer público el debate que la llevó a su disolución, ni las órdenes que recibieron sus expectantes y gregarios militantes. Ahora ocupa su lugar el partido, posibilista y mercader. Las libras de carne, convertidas en olvido, siguen siendo un arma cargada de futuro. No hay patria que se haya levantado sin una pira asombrosa de cadáveres. Ni de ilusiones frustadas.