Annie Ernaux recogió el Premio Nobel de literatura diciendo: “Escribiré para vengar a mi raza”.
“Tenía yo veintidós años. Era estudiante de Literatura Francesa en una facultad de provincias, rodeada de muchachas y muchachos procedentes de la burguesía local. Pensaba orgullosa e ingenuamente que escribir libros, hacerse escritor, al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento. Que una victoria individual borraba siglos de dominación y de pobreza”.
Años más tarde, profesora de un instituto, con pareja y dos hijos, Annie Ernaux aún no veía en el horizonte el punto de fuga, la posibilidad de entregarse a la escritura. “Esta vez, no se trataba de entregarme a aquel ilusorio ‘escribir sobre nada’ de mis veinte años, sino de sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y de sacar a la luz la manera de existir de los míos. Escribir para entender las razones, dentro y fuera de mí, que me habían alejado de mis orígenes”.
Es en los orígenes, y en los márgenes en donde Annie Ernaux cava su escritura lisonjera y clarividente, limpia y diáfana que alberga una tensión estremecedora, donde se presenta esa violencia original vivida. El premio nobel ha abierto las ventanas de la prensa no literaria a la escritora francesa. Y lo ha hecho rescatando toda serie de clichés al uso y aristas descriptivas. Ernaux ha tenido siempre una empatía hacia los desposeídos por la fuerza, y no es extraño sino coherente que se haya pronunciado en repetidas ocasiones contraria a blanquear la política de ocupación israelí en los territorios palestinos rehuyendo asistir a premios o certámenes organizados en territorio ocupado. Para la prensa que notifica que Ernaux acaba de existir, esa actitud se convierte en “polémico compromiso” o “postura radical”. Existirían dos Ernaux a lo Jekyll y Hayde: una dedicada al arte; la otra confundiéndose en la extravagancia de los radicalismos. Y lo que hay en Ernaux es coherencia entre literatura y moral práctica, que es al fin y al cabo uno de los objetivos finales de toda literatura.
Sigamos con los clichés. Esta vez con cierta reacción canceladora desde el otro campo. En ciertos cenáculos de la prensa no literaria en España las últimas palabras del cantante Joaquín Sabina han restallado indignación. En la presentación del documental Sintiéndolo mucho realizado por Fernando León de Aranoa, Sabina se atrevió a que todos escucharan de sus labios: «Ya no soy tan de izquierdas, porque tengo ojos y oídos para ver lo que está pasando». Ese alejamiento con bastón crítico de la antigua adhesión – Sabina ha pedido repetidamente el voto para partidos de la izquierda progresista –, ha traído una pertinaz lluvia de desagravios repentinos. El cantante se habría convertido en un recalcitrante derechón, al igual que otros libertinos, cumpliendo así un contra hegeliano ciclo de la historia – Antonio Escohotado, Fernando Savater, etc. –. Desde las redes y la prensa propensa a la consigna con obsolescencia programada, el recorrido y el corpus artístico de Sabina se examina con otros oídos. ¿Impostura de los tiempos modernos?