Nada era lo que parecía. José María Aznar ni siquiera era un ex presidente a quien ya nadie escribe. En esa sala de comparecencias del Congreso, era la hiena en una calurosa tarde de caza. La hiena quiso ser domador de repente, y por momentos lo consiguió. Lo hizo mordiendo con inusitada jactancia la propia realidad espesa de la sala y, fuera de ella, hasta la tediosa realidad de ese país al sur de los sures en Europa que se llama España. Entre mordiscos, en sus colmillos iban quedando los restos mal triturados de su partido, ahora fuera del poder y vapuleado por sentencias sumarísimas además de por cainitas rivalidades en su seno. La hiena no solo no digería las preguntas de los diputados acerca de la probada financiación corrupta de su partido. Aznar lanzaba la carne cruda de cada pregunta, venido de una esquina del cuadrilátero al mismo centro, para negar las circunstancias, luego los detalles, después los nombres, al mismo tiempo que sus mismísimas amistades. Solo le faltó negar la existencia de España y la suya propia. Aquello era la mismísima Aznaridad, en un revuelo de preguntas formuladas por congresistas edulcoradas la mayoría de lugares comunes y acusaciones al uso. Al albor de la mayor sentencia judicial que ha condena a un partido político español, la que produjo hace escasos meses su caída, condena al Partido popular por corrupción ininterrumpida y organizada a través de varias tramas, de las cuales la Gürtel era la más importante con un montante de 300 millones de euros de negocio total en contrataciones públicas.
Ahí en el mismísimo centro estaba el hombre que lleva catorce años fuera del centro del poder. Defendiendo al partido que él dejó. Rodeado de la España hereje, de la España desgajada, oyendo sus ladridos roncos. Y fue en ese preciso momento cuando Aznar volvió a gobernar España. Solo por minutos, bien es cierto. Y volvió a ser el presidente odiado que siempre fue, y que tanto valor le dio. El arte de gobierno de José María fue alzar la mirada a un horizonte que no existía complacido que por lo menos había una mitad de España que le odiaba. La otra mitad lo apoyó al principio con la reticencia que causa el advenedizo sin mayores talentos ni atributos. Y fue así que Aznar cada vez se pareció más a España, y luego España a él, en esa insustancialidad patria cotidiana que Rajoy elevó a arte. En la sala del Congreso Aznar no conocía a nadie y venía a decir: «mire usté conocí a mucha gente, «hablé con mucha gente». Todo puede resumirse a un puede que sí, puede que no. La relatividad del universo aznariano no conoce fórmula concreta que pueda defenderse o rebatirse, solo un principio inasible: la discrecionalidad de los propios principios y un patriotismo de chequera. Y tuvo Aznar sus momentos, cuando se dirigió a los congresistas de la vieja y temprana izquierda para asir las pocas diferencias de marca entre la tinaja que ellos blanden y la que él representa. Salvo por una diferencia: su tinaja, patria y democrática, es la original y la de la izquierda una copia reformada y patrioticamente inane. Y los ladridos y mordiscos de la hiena acabaron por socavar los del resto. Y después la sala se vació. Y Aznar dejó de ser por un par de horas otra vez el presidente de España.