El Covid-19 ha venido bien para quien no supone ningún trauma lo de “la distancia social”, incluso dos metros me parecen irrisorios. Así que este coronavirus me ha permitido leer más de lo habitual, evitando interferencias humanas en las lecturas, y pasando la vista por los libros , con mayor éxito y hacerme cargo del valor y significación de lo allí escrito.
Ocurrió que en la visita a un amigo en Bermeo, después de que este se retirara al hospital psiquiátrico y ya cumplida la hora de protocolo del encuentro, paseando por la plaza vi unas casetas donde se exponían libros. Allí encontré la última novela de Beñat Arginzoniz La ciudad del fin del mundo. Me pegué a ella como un lamelibranquio a su roca o mi culo al banco, mientras esperaba la salida del bus. Y aquí vuelvo a lo de las lecturas y sus autores como referencias, como esos cienos del fondo donde hay agua estancada largo tiempo y de la que algunos bebemos como agua dulce.
En torno a esta novela hay un tono – llamarlo estilo sería exagerado – de Lautreamont; hay una exacerbación que compone una atmósfera exaltada y violenta en la influencia de una narrativa sepulcral que transporta una maldición de la vida y lo creado. Luego está la decadencia. Declinación y menoscabo en la visión del Bilbao actual, en contraste con su nueva faceta de ciudad amable, bonita y cuantos epítetos se quieran poner a la visión oficial de vivos y llamativos colores.
Alguien llega a su ciudad y ve lo distinta que está. Bilbao había cambiado. Todo era diferente menos él. Vuelve a la casa de sus padres ya desaparecidos. A su puerta llama alguien. ¿Su sobrino? La indeterminación de ambos se prolonga. El autor no les ancla a un pasado de hechos concretos, acaso algunos leves apuntes nos señalan los rasgos de sus personalidades que, a veces, caen en la obviedad de los lugares comunes: la pérdida de un amor, etc..; aunque también con explicaciones convincentes: el pasado también era malo, pero lo era de una manera clara y “no estaba cuajado con tanta confusion y doblez”.
Para los dos protagonistas los epítetos sobre la belleza de la ciudad se transforman en epitafios. Inscripción esta que lleva marcada las normas del sisitema que les aborrega y adoctrina. La reacción es vilipendiosa hacia la humanidad y las instituciones, trabajos y universidades creadas por ella. Aquí le oigo a Bukowski, cuando le preguntaron por el secreto de su éxito, alzó un gato callejero y maltratado y dijo: “este es el secreto de mi éxito.¡Que os den!
“Fue entonces cuando disparé”, es la última y solitaria frase que cierra esta novela corta o relato largo de un autor local que en boca de su personaje hace sus propias reflexiones sobre esto de escribir. Para Arginzoniz la literatura no sirve para el negocio o el consumo. Disposición que corrobora en la práctica de su vida, donde del dicho al hecho no hay ningún trecho. Su novela, con las ilustraciones de Iñigo Zaitegi, narra dos fragmentos de vida de dos personas que bien pudieran ser dos nihilistas, como aquellos que se llamaron Sokolov y Nozhin y que compusieron con su halo trágico la visión más radical del nihilismo ruso del siglo XlX. Pero el XXl está lleno de “últimos mohicanos” que se agazapan a la espera de que los hechos se limpien de la corteza de pasividad que nos envuelve. Lo único es que detrás no hay nada. Sólo la identificación de un impulso latente de agredir y matar a quien se lo merece.
De nuevo me llega otra de esas lecturas pandémicas, “El extranjero”. Camus describe la gente que pasa por la calle, reflexiona a cerca de lo que harán y dónde irán. Meursault, ese extranjero en su tierra, extranjero de si mismo, llega a asesinar, y no hay rebeldía ni esperanza. El sol le molestaba, el calor lo sofocaba, se encuentra con un árabe y dispara.
La ciudad del fin del mundo
Beñat Arginzoniz
Ediciones El gallo de oro.