El esplendoroso azul cobalto del cielo permanece abrazado a un rojo crepuscular que se niega a morir. Parece similarse al azul, tenue, incandescente, de la pipa de opio en el garito de Ten Dhien. La ciudad de Phnom Penh dilata sus voces nocturnas con el mismo diapasón de luz y vibración. Quién puede sospechar, quién no, que de las llanuras lejanas a la ciudad y de la realidad del presente, acecha la tragedia inminente. No es la guerra que vive este pueblo, larga, voraz, agazapada como las anguilas de los campos lima de arroz. Va a venir un sufrimiento jamás conocido. Calculado, industrial, enfermizamente anti ilustrado: una versión diabética y bacteriana del terror revolucionario. ¿Es casualidad que los entonces clandestinos dirigentes del Jemer rojo hubieran estudiado en el París existencialista y libertario? Obtuvieron en la capital de la revolución francesa las más altas condecoraciones académicas. Sus tesis doctorales eran el boceto de lo que aplicarían pocos años después en toda Camboya.
Fue un Liceo. El liceo Tuol Svay Prey. Lo es aún mientras entran a golpes los primeros prisioneros. Un 17 de abril a esa hora, las 7.30 de la mañana. Es de noche. Y lo va a ser durante mucho tiempo. Los que entran aquí son mudas luciérnagas. Sus manos atadas, sus cuerpos zaheridos.
“Nadie puede cumplir con su deber sin ser leal a la revolución” (Pol Pot)
No existe la conciencia. No hay un ser dentro de cada cual. Solo existe la autoridad exterior, ideal. En las paredes del liceo Tuol Svay Prey el horror va a borrar todo vestigio humano, desde el color de sus paredes, los pupitres, las pizarras. Las baldas no soportan libros, todos quemados en las primeras horas, sino archivos. En uno de ellos aparecen los nombres de miles de personas. Una raya acompaña cada nombre: azul, aún no ha sido interrogado; negro, está siendo torturado; rojo, los torturadores han obtenido al fin la confesión. Clasificación, orden, método. El albor del exterminio se descompone en el crepúsculo de cifras. En un cuaderno escolar negro aparece el inventario cotidiano:
20 de junio de 1977. Año segundo. 253 ejecuciones; 225 hombres; 28 mujeres; 3 camiones; 2 fosas.
El liceo, como todas las cosas del país, dejará su nombre para ser llamada la prisión S21, vértice existencial del nuevo estado, cuyas extremidades son: la prisión M13, los batallones 290, 250, 450; la unidad de élite 703; la oficina de reducación 105; la oficina del Comité Central 870; la oficina de propaganda 366.
Su nombre, escrito en las entretelas del olvido, es Kaing Guek Eav. Pero en esas horas del 17 de abril, es conocido como el comandante Duch. Está al frente de la prisión S21. Supervisa el servicio de seguridad de todo el país.
“Somos máquinas, somos instrumentos”. (Duch)
Duch recorre las aulas convertidas en salas de tortura con una mirada complaciente. Está en ese antiguo Liceo con una misión: enseñar, instruir a los interrogadores. Escribirá un manual de tortura. Extenso, preciso, minucioso.
“No hay que tener sentimientos personales” (Eslogan de los Jemeres Rojos)
El campo de la muerte del S21, al mando de Duch, producirá la efectiva cifra de 12.380 muertos. El exterminio tiene un fin, claro desde las 7.30 de ese 17 de abril. La revolución tiene como primer objetivo acabar con todo vestigio burgués, exterior e interior, en cada persona. Queda proscrito el amor familiar; es el Angkar la nueva familia, el padre y la madre de cada cual. El matrimonio por amor queda prohibido en favor de “organizar una familia para los cuadros y los combatientes”. Quedan proscritas la sonrisa – ¿te acuerdas, Rithy, del niño que viste morir a golpes por haber reído en aquel arrozal? –, y los besos, y los cuerpos, y los nombres de la vida anterior a esa noche del 17 de abril.
Son combatientes. Niños de catorce años con pantalones y camisas y sandalias negras y fusiles más grandes que ellos. Han ganado al ejército. Sus rostros hieráticos y penetrantes, sus miradas amargas y altivas, sus voces ordenando a todo el mundo abandonar Phnom Penh en dirección al campo. En apenas dos días, los vivos comenzarían un éxodo al tenebroso futuro. Los enfermos también serán obligados a abandonar la capital. Esa capital que será cremada en la soledad más desamparada, en la que serán demolidos los vestigios impuros de la existencia burguesa, occidental, sensual y decadente, iglesias, bibliotecas, hoteles, cafés, mercadillos, el banco del tesoro, garitos de opio, calles, rincones, parques, semáforos que se quedarán en rojo durante cuatro abriles. Los hospitales no están vacíos. Yacen los primeros muertos que quizá no quisieron o no pudieron abandonarlo.
Una infinita hilera de hormigas portando en macutos y bolsas o maletas lo más preciado. Alimentos, algunas ropas para el par de días que les han asegurado los revolucionarios que durará el abandono o de la ciudad, algún dinero, alguna pulsera o reloj de oro, arroz. Rithy Panh camina al lado de sus padres, sobrinos, su hermana.
Es preciso abandonar la ganga de las interpretaciones que entremezclan ideología, cuantificación, revolución, campesinado, pensamiento postcolonial. Mucho tiempo después se abrirán los tenebrosos cuadernos de los dirigentes jemeres. Sus líneas serán las vigas maestras sobre las que sostendrá la organización de la masacre purgadora.
En el S21, el trabajo consiste en matar tras haber obtenido una confesión del reo. Pero el orden es primordial. La tortura camina hacia el punto de fuga de la confesión. Solo después viene la ejecución. Una muerte repentina antes de la culpa es un fracaso. Y en esa cadena de producción, los torturadores inventan las declaraciones del reo al que de todas formas hay que eliminar. Y todos admiten hasta lo irracional: estar al servicio de la KGB y la CIA, del imperialismo francés y al servicio de los odiados vietnamitas.
Quienes tienen gafas, quienes poseen manos delicadas, los que admiten haber cursado una carrera universitaria o hablar francés o inglés. Son los primeros en ser eliminados. Y así el nuevo país, la Kampuchea Democrática, se desprende sangrienta pero felizmente de médicos, de artistas, de maestros, de ingenieros, maquinistas… de personas. La voluntad del pueblo y su esfuerzo suplirá el conocimiento. Y pronto en toda Camboya no hay ni penicilina, ni anestésicos, analgésicos, ni complementos vitamínicos, ni agua potable.
La familia Panh es transportada a doscientos kilómetros de la capital, de donde salieron quizá un millón de personas. Al cabo de tres días sin parar de caminar, llegan al descampado en las orillas de un rio. Del par de centenares de personas que salieron con ellos han llegado vivos apenas tres decenas. Estáis aquí para trabajar, les dice el jefe jemer del nuevo poblado.
“La azada es vuestro lápiz, y el arrozal vuestro papel” (eslogan en los campos de trabajo)
Una comida al día, un brumoso caldo de arroz crudo. Los niños de más de siete años han de salir a trabajar con los mayores. En las nuevas represas, en la siembra de los arrozales. Todo el país será campesino. Desde el alba hasta la caída del sol. Todo el país vivirá del arroz. Pronto llega el hambre a todas las pagodas. Las chinches, las sanguijuelas de los arrozales, las serpientes, mellan los cuerpos desnutridos, golpeados por los jemeres. A las noches sesiones de reeducación política.
Una tarde, de pie sobre un talud Rithy Panh, observa el cielo que desciende sobre los arrozales, marrón, gris, verdoso, y pronto salpicado de estrellas. Canturrea estribillos aprendidos en la escuela. Ve a su hermano muerto, desnutrido días antes. Ve a sus sobrinos muertos también. Rompe el ensimismamiento la voz pistolera de un jemer rojo de apenas 16 años:
— ¿Qué haces ahí, camarada? ¡Deja de cantar! ¡Las emociones no existen!
Al día siguiente, delante de todos los miserables cabizbajos, miembros, como él esclavos, del improvisado poblado campesino, deberá hacer autocrítica. Ha violado la disciplina colectiva. Ha mostrado emociones burguesas propias del anterior decadente régimen opresor. No volverá a ocurrir
Cava y apuntala. Decenas de hormigas negras como él, cavan y apuntalan la represa. Encorvado sobre la tierra son pensar en nada. Escuchando los himnos que salen de los altavoces. más allá el cielo cobalto se dispersa recogiendo las consignas metálicas:
— Servirás al pueblo con denuedo y corazón
Ha conseguido huir del margen adusto de los arrozales y ha capturado unos caracoles y un cangrejo diminuto que esconde entre la ropa. Si consigue cocerlos esta noche… Pero quien duerme a su lado, se acerca, serpenteándose, reclamando la parte del botín a cambio de no denunciarle. Y así reparte el manjar.
El comandante Duch declara a la cámara: “en el pasado, pensé que era inocente. Ahora ya no pienso así. Fui rehén del régimen y actor de ese crimen”.
Rithy Panh es enviado a las orillas del rio. Y en las horas oscurecidas de la tarde ve como una prisa irracional, pues el tiempo se ha detenido para los vivos, el rio transporta cuerpos hinchados, inertes.
“A partir de 1980, el Angkar instituirá una sociedad modélica que no existe en ningún otro lugar del mundo, en el se comerá tres veces al día, donde se vivirá bien, donde el campo será como la ciudad y en la que la sociedad ya no está dividida en clases sociales” (mensaje de los jemeres rojos en los altavoces de los campos de arroz).
Los verdugos ríen. A veces. Se muestran arrogantes ante la cámara. Seleccionados por Duch a los diez años de entre familias campesinas, educados en el dolor y la muerte con trece son expertos misioneros, obedientes hasta el extremo: solo conocen el terror de la orden. Duch dice:
— Su nivel cultural era muy bajo. pero me eran fieles. Los que no eran de origen campesino titubeaban al matar. Pero los campesinos analfabetos mataban si se les ordenaba que lo hicieran con sus propias manos.
Los cuadros jemeres que lucían una bella boina, reloj de oro, sandalias de verdad, son respetados en un mundo sin dinero, esos objetos lo suplantan. Esos relojes han sido usurpados a personas que ya no están entre los vivos. Orden de Angkar: Panth será trasladado al hospital de Mung en misión “especial”. Teme que sea una trampa para acabar con su vida, y ser uno más de los cadáveres que navegan a la deriva por la corriente.
Es abril, el segundo abril desde que Panth ha salido de la capital. De repente, los líderes de Angkar de los poblados desaparecen. Los mensajes instan al esfuerzo contra el invasor, las tropas vietnamitas. Deben estar cerca. Los propios mandos son purgados. La paranoia devora a los propios verdugos. La antropofagia del terror.
Ante la cámara Panth pregunta a Duch
— En el S21, ¿sus hombres fueron crueles en alguna ocasión? ¿Malvados?
— No, jamás. Ni malvados ni crueles. La maldad, la crueldad no forman parte de la ideología es la ideología la que manda. Mis hombres practicaron la ideología.
Está atada, tendida sobre el suelo de azulejos rojos y blancos. Esa anciana a la que han sometido a electrodos en un somier artrítico, fue la maestra de Duch. Está en una celda de interrogatorio en el S21. Los verdugos van a domeñar su voluntad. La violan con una pata arrancada de un pupitre. Duch reprenderá a los jóvenes verdugos. Han infringido el código de la violación por él establecido. Las patas de mesas o sillas no entran entre los utensilios permitidos para el tormento en los interrogatorios.
El nerviosismo entre los guardianes del poblado es evidente. Los vietnamitas, los odiados vietnamitas a quienes el Angkar reclama el delta del Mekong sus tierras. Ha incursionado el Angkar en sus tierras. Ha aniquilado a 3.000 personas. Los vietnamitas están cerca de todas partes. Panth ha visto aviones reconociendo los arrozales. A la noche comenta con otros la posibilidad de huir del poblado y acercarse a la frontera tailandesa. Y al llegar de su extenuante jornada, los verdugos, los vigilantes y el comisario del poblado han huido. Han dejado la suculenta cena. cerdo asado y marisco. Panth y los veinte esqueléticos camaradas forzados llevan tres años y doscientos cincuenta y tres sin saber lo que es la carne.
Los nombres del holocausto. Duch. Ieng Sary. Noun Chea. Khieu Samphan. Ta Mok. Pol Pot. Sombras funestas de de un 17 de abril.
Para saber más:
De todos los testimonios publicados sobre el holocausto de los jemeres rojos, el de Rithy Panh, traducido por Joan Riambau y publicado por Anagrama con el título de La eliminación, es el más estremecedor. Complejo, y profundo. No solo narra su experiencia como sobreviviente del exterminio en los campos de trabajo con 16 años. Cuarenta años después, graba a uno de los mayores exterminadores del país, el temible director de la seguridad bajo el terror jemer rojo, el comandante Duch. Son cientos de horas. Un perverso encuentro con la manipulación más delicada. El olvido interesado. La exculpación maniquea. Queda levantada la piel de una ideología cenagosa, calculadoramente fría, y decidida a la menor oportunidad a ser puesta en práctica. Panh rescata del baúl histórico de la misma revolución francesa el terror revolucionario. Porque los ideólogos del jemer rojo estudiaron en el París existencialista y libertario de mediados de los 50.
La eliminación. Rithy Panh y Chritophe Bataille. Anagrama, 2013. 220 páginas. 18,90 euros.
El testimonio de Denise Affonço, recogido en el libro El infierno de los jemeres rojos. Testimonio de una superviviente, traducido por Daniel Gascón, y publicado por Libros del Asteroide, sirvió como relato de base para la acusación por genocidio a Pol Pot en 1998. Editado en 2010, en 2018 llevaba cuatro ediciones. El terror hizo perecer a su marido y a su hija. Una imagen: en la pagoda del jefe jemer rojo del pueblo, los restos de comida que caen han reunido a dos seres vivos: Denise y un perro. Y ambos luchan por un trozo de carne del tamaño de un dedo. Denise Affonçco consiguió escapar a París tras cuatro años de martirio. Alí tuvo que soportar los ataques de académicos e intelectuales que negaban su testimonio.
El infierno de los jemeres rojos. Denise Affonçco. Libros del asteroide 2010-2018. 248 páginas. 16,95 euros