
Hemos sufrido una pérdida brutal de conceptos, la pérdida de un vocabulario político y moral. Ya no desplegamos encima de la mesa una carta exhaustiva de navegación para orientarnos, un mapa que incluya las múltiples virtudes del hombre y la sociedad. No vemos ya al hombre enmarcado en un contexto de valores y de realidades que lo trascienden. Nos lo imaginamos como una voluntad desnuda muy valiente, rodeada de un mundo empírico bien fácil de comprender. Hemos sustituido la ardua idea de verdad por una idea facilona de la sinceridad. Pero lo que nunca hemos tenido, eso está claro, es una teoría liberal de la personalidad que diera satisfactoria; una teoría del hombre como ser libre y exento, en relación a un mundo rico y complejo del que, en tanto ser moral que es, tiene mucho que aprender. Nos hemos tragado entera la teoría liberal porque queríamos animar a la gente a que se creyera libre; a costa de prescindir del contexto.
No hemos logrado resolver los problemas relativos a la personalidad que en su día planteó la Ilustración. Nos ha deslumbrado la variedad de conceptos entre los que podíamos elegir, pro hemos dejado escapar la verdadera pregunta: y resulta que ahora, de forma harto curiosa, nos vemos en una situación análoga a la del siglo XVIII. Mantenemos el optimismo racionalista que nos hace ver los beneficiosos resultados que tiene la educación, o más bien, la tecnología. Esto lo combinamos con una concepción romántica de la condición humana, una imagen del individuo como un ser despojado y solitario: una concepción que ha ganado intensidad después de Hitler.
El siglo XVIII fue una época de alegorías racionalistas y fábulas morales. El XIX fue, grosso modo, la época dorada de la novela: y la novela proliferó gracias a la fusión dinámica e interesante de la idea de persona con la idea de clase. Como la sociedad del siglo XIX era dinámica e interesante, y (por usar un término marxista) cabía la posibilidad de ver fundidos en uno el tipo y el individuo, se pudo dejar para más tarde la solución al problema planteado en el siglo XVIII. Para tan tarde se dejó que ha llegado a nuestros días sin resolverse. Y ahora que la estructura de la sociedad es menos interesante y está menos viva de lo que estaba en el siglo XIX; ahora que la economía del estado de bienestar ha prescindido de algunas de la motivaciones que teníamos para pensar; ahora que acatamos sin rechistar los valores de la ciencia, nos enfrentamos aturdidos dando palos de ciego, a un dilema que lleva con nosotros en forma larvada desde la Ilustración, o desde el inicio del liberalismo moderno, allí es donde se prefiera fijar con exactitud la fecha.
Si comparamos la literatura del siglo XIX con la literatura del siglo XX, podremos apreciar contrastes muy significativos. Ya dije que, en cierto sentido estamos de vuelta en el siglo XVIII, la era de las alegorías racionalistas y las fábulas morales; la era en la que solo había una idea de la naturaleza humana, y no tenía fisuras. La novela decimonónica (hago uso de estos términos de manera un tanto temeraria quizá, generalizando quizá, pero claro que había excepciones) no se ocupaba de la “condición humana” que más le concernía eran los diversos individuos reales que entraban en conflicto en el seno de aquella sociedad. La novela del siglo XX surge por pura cristalización; o bien arrimada al periodismo. Es decir, nos encontramos delante de un objeto pequeño que casi alcanza la categoría de alegórico y retrata la condición humana sin el concurso de “personajes2, tal como eran entendidos en el siglo XIX; o bien se trata de un objeto vasto e informe de naturaleza prácticamente documental, un engendro amorfo de la novela decimonónica que cuenta, echando manos de personajes sin personalidad ni colorido, alguna historia se manera franca sazonada con hechos empíricos. Ninguna de estas dos formas de entender la literatura aborda el problema que mencioné más arriba. Conviene apuntar sin demora, que entre estas dos variedades de nuestra prosa narrativa, la cristalina y la periodística, las obras cristalinas suelen ser las mejores. Responden al prurito de los escritores que más en serio se lo toman.
Podemos traer a colación la idea de “falta de gracia” que asociamos con el movimiento simbolista; con escritores como T. E. Hulme, T.S. Elliot, Paul Valery y Wittgenstein. Esa “falta de gracia” entendida como un ejercicio de autocontención que busca la pequeñez, la claridad por encima de todas las cosas, es la bestia negra del romanticismo. Es más: se trata del propio romanticismo en su fase terminal. Es lo que queda de lo ultraterreno del romanticismo cuando los elementos de “desorden” humanitario y revolucionario han perdido fuste. La tentación del arte es ofrecer consuelo y en ella cae toda obra, excepto las más grandes. El escritor contemporáneo temeroso de la tecnología y abandonado por la filosofía (en Inglaterra), y sometido a una dieta de teorías dramáticas simplificadas (Francia) busca consolarnos con mitos o con historias.
A modo de regla general: la verdad de este escritor es su sinceridad; la imaginación, su fantasía. La fantasía opera o bien con ensoñaciones sin forma (la historia periodística) o bien con pequeños mitos, juguetes, cristalitos. Cada uno a su manera crea lo que podríamos llamar “la necesidad de soñar”. Ninguno agarra al toro de la realidad por los cuernos: de ahí que caigan en la “fantasía2, que no utilizan la “imaginación”.
La conexión entre arte y la vida moral ha languidecido porque se está perdiendo el sentido de la forma y la estructura en el propio ámbito de la moral. El behavorismo lingüístico y existencialista, nuestra filosofía, ha reducido el vocabulario que manejamos, simplificando y empobreciendo nuestra visión de la vida interior. Es lógico que una sociedad democrática liberal no se ocupe de las técnicas de mejora, no quiera admitir que la virtud es el conocimiento, haga hincapié en las alternativas a expensas de la visión; lógico, y normal, que en un estado de bienestar se nos quiten las ganas de investigar de investigar los propios cimientos de la sociedad democrática liberal. Se nos ha animado a pensar que somos completamente libres y responsables, y ello con fines políticos; como si ya supiéramos todo lo que hay que saber sobre los fines verdaderamente importantes de la vida.
Llegar a ser libre es más difícil técnicamente de lo que John Stuart Mill pensaba. Nos hacen falta más conceptos de los que los filósofos han puesto a nuestro alcance. Nos hace falta algo que nos ayude a pensar la pensar en grados; y a imaginarnos, en un sentido no metafísico, ni totalitario, ni religioso, la transcendencia de la realidad. Una fe en la ciencia que no la cuestiona, sumada a la creencia a la creencia de que somos del todo racionales y completamente libres, engendra una falta de curiosidad por el mundo real que es perniciosa, un fracaso a la hora de percatarse de las dificultades que encierra conocer dicho mundo.
Tenemos que dejar atrás el concepto de sinceridad, que es muy egocéntrico, y volver a valorar el concepto de verdad, más centrado en los otros. No estamos aquí para elegir de manera aislada y libre: no somos soberanos de lo que la vista abarca, sino criaturas ignorantes inmersas en una realidad tienta a la fantasía a que la deformemos sin piedad ni tregua. La imagen que tenemos hoy de libertad nos la pinta como algo fácil, de ensueño: cuando lo que haría falta es un renovado sentido de los difícil y compleja que es la vida moral y la opacidad de las personas. Nos hace faltan más conceptos que nos ayuden a imaginarla sustancia de nuestro ser; porque el progreso moral acontece cuando se enriquecen y ahondan los conceptos. Simone Weil dijo que la moral era cuestión de prestar atención, no de tener voluntad. Nos hace falta un nuevo vocabulario de la atención.
Y es aquí donde la literatura me parece tan importante sobre todo después de que haya asumido parte de la tarea que desempeñaba la filosofía. A través de la literatura nos es dado descubrir un nuevo sentido de la densidad de nuestra vida. La literatura nos pertrechará contra la consolación y la fantasía, y puede ayudarnos, convalecientes como estamos de los males del romanticismo. Más para llevar a cabo su función, la prosa tiene que recuperar su pasada gloria: hemos de volver a la elocuencia y al discurso. La elocuencia la relacionaría con la tentativa de decir la verdad. Y pienso aquí en la obra de Albert Camus. Él sí que escribió sus novelas, en el sentido pleno del verbo escribir.
Es curioso que la literatura contemporánea, tan preocupada por pasmar la violencia, contenga muy pocos retratos convincentes del mal.
Esta incapacidad para imaginar el mal es consecuencia de la imagen que tenemos de nosotros mismos: trazada con rasgos superficiales y dramáticos y, pese a Hitler, bastante optimistas. Síntoma de esta situación son las dificultades. Síntoma de esta situación son las dificultades que tenemos con la forma, con las imágenes: la tendencia a crear obras que son, o bien cristalinas, o bien periodísticas. Hay que desviar la atención del Romanticismo y su necesidad de consolación y ensueño; desviarla del símbolo sin gracia, el falso individuo, la falsa totalidad, y fijarla en el pensamiento real impenetrable.
La literatura tiene que escenificar siempre una batalla entre la gente real y las imágenes; y lo que ahora mismo le falta es un concepto mucho más fundamentado y complejo de la gente, no de las imágenes. Nos hemos quedado huérfanos de conceptos en moral y en política. La literatura, a la vez que cura sus propios males, nos puede dar un nuevo vocabulario de la experiencia y una imagen más fidedigna de la libertad. De suerte que con un sentido renovado de la distancia no olvidemos que el arte también habita era región en la que todo empeño humano es un fracaso. Quizá sea Shakespeare el único en crear tanto imágenes como personas al más alto nivel de exigencia; porque hasta Hamlet parece de segunda fila sise le compara con El rey Lear. Solo el arte más grande difunde valor y no consuelo; y solo él tira por tierra todo intento por nuestra parte, según palabras de W. H. Auden, de utilizarlo como magia.
Extracto de un ensayo de Iris Murdoch publicado en La Salvación por las palabras. Siruela 2018. 148 páginas. 17,95 euros.

Este volumen recoge los principales ensayos que Iris Murdoch dedicó a las dos disciplinas entre las que bascula su obra: la filosofía y la literatura. Tomando a Kant como principal interlocutor, la autora se ocupa sobre todo —como buena heredera de un Romanticismo tamizado por los grandes escritores modernistas— de las interrelaciones entre categorías estéticas como el bien y lo sublime o la belleza y el arte.
Al mismo tiempo, su extraordinaria capacidad para formalizar el pensamiento cristaliza en una guía de lectura de autores tan fundamentales como aparentemente contradictorios: Shakespeare, Tolstói, Eliot o Dostoievski… Existencialistas y místicos que conocen, bajo su mirada, una síntesis que los hace más cercanos, al reconocer en ellos, y en toda la historia del arte occidental, una continua línea defensiva frente a las amenazas de deshumanización que suponen el totalitarismo o el progreso basado en la tecnología. Murdoch clama, en definitiva, contra las cosas sin gracia —en el sentido amplio del término—, ofreciéndonos a cambio, como ayuda y enseñanza vital, la que quizá sea la única salvación posible: la que nos ofrecen las palabras.