Con esta de Salvador Cobo, pretendemos abrir en Hincapié una reflexión acerca de la contracultura en el hoy ahora: ¿morriña de un pasado estético? ¿campo de batalla en el presente? ¿en qué resquicios se cuela en la cultura de mercancía y progreso dominante?
¿A qué nos referimos cuando hablamos de «contracultura»? Al invocar este término normalmente nos vienen a la cabeza imágenes de los movimientos sociales que sacudieron los países occidentales en las décadas de los sesenta y setenta, con epicentro en los Estados Unidos. Las luchas en pro de los derechos civiles, la oposición a la guerra de Vietnam, la reivindicación del amor libre y el libre goce sexual, la experimentación con las drogas, la creación de comunas… constituyen los hitos -entre otros- de algo que tenía más de atmósfera de rebelión e inconformismo que de movimiento social más o menos organizado.
El espíritu de revuelta estaba más que justificado. Tras la II Guerra Mundial se había consolidado en EEUU definitivamente un estilo de vida -que se importaría progresivamente a Europa occidental una vez superados los años más duros de la posguerra- sumamente monótono fundado en el trabajo asalariado, la posesión de mercancías -coche, televisión, frigorífico- y una moral más bien conservadora. Constreñidos en los angostos espacios de la familia, el instituto, el trabajo, y el consumo de masas, muchos jóvenes vieron alimentar en su pecho un malestar que les conducía cada vez más a rechazar una vida que les garantizaba, como rezaba la célebre frase situacionista, no morir de hambre a cambio de morir de aburrimiento.
Podría decirse que frente al Capitalismo la contracultura abrió un espacio de libertad que tomó principalmente dos caminos: por un lado, la lucha social y política; por el otro, la deserción total o parcial del american way of life mediante el consumo -presuntamente- liberador de drogas, la práctica del amor y el sexo libres, y, en su manifestación más radical, la fundación de comunas. Al atacar las jerarquías, el trabajo asalariado, el puritanismo moral, la política imperalista tanto norteamericana como soviética, el consumo de masas, o la opresión de los individuos en virtud de su sexo o del color de su piel, la contracultura portaba en su seno una potencialidad subversiva formidable que, no obstante, terminó siendo integrada en la propia cultura de masas contra la que se habían rebelado. La represión policial, por supuesto, tuvo un papel fundamental en la derrota de la contracultura al hostigar el activismo político de aquellos jóvenes, empujándolos a una rebelión menos social que individual, pero no fue menor el rol que jugó la industria publicitaria al conseguir explotar y recuperar las señas de identidad contraculturales -la irreverencia, el rechazo de los convencionalismos, el desprecio hacia las reglas, su hostilidad hacia la monotonía- para forjar una máquina cultural que transformaba «el rechazo hacia el consumismo en el mismo combustible con que acelerar el consumismo» (palabras de Thomas Frank, a cuyo libro La conquista de lo cool remito para quien quiera profundizar en la relación entre contracultura y publicidad).
Después llegaron los años de la «revolución conservadora» de Reagan o Thatcher, los estertores de las luchas obreras contra las distintas reconversiones industriales, la heroína barriendo las calles, y la artificialización de todos los aspectos de la existencia. La puerta de acero de la modernización, como escribió en alguna parte Juanma Agulles, se entornaba más y más, dejando tras de sí los ecos cada vez más apagados de aquellas revueltas, hoy tan lejanas.
Desde hace varios años -como mínimo desde comienzos de este siglo- parece como si el término «contracultura» remitiera a otra cosa, no tanto a aquellos movimientos que trataron de vivir fuera del capitalismo (o al menos en sus márgenes) como a los cauces expresivos que utilizaron. Así, contracultura devino cultura (literaria, musical, editorial, fanzine, cómic…) en los márgenes de la «cultura de masas», «cultura capitalista», o «industria cultural». Por tanto, podría decirse que se habla de Contracultura -histórica, si se me permite la analogía con las vanguardias- como aquel magma de hippies, comunas, drogas, amor libre, antimilitarismo, etc., como un movimiento que pertenece a la historia y al pasado; y se habla de contracultura para referirse a toda expresión de cultura (entendida ésta como expresión artística, literaria, intelectual) bien en los márgenes de la cultura mainstream, bien totalmente ajena a ella.
Ahora bien, nos enfrentamos a un hecho incontestable y amargo, y en apariencia contradictorio: no existe apenas manifestación contracultural que no termine encauzada dentro de la industria cultural. En otra parte escribí que resulta terriblemente fascinante la capacidad que posee la cultura de masas para acoger en su seno todo el pasado literario, artístico, y político, aunque se trate de sus muestras más subversivas, radicales, o antiacadémicas (si bien cabría decir que cuanto más lo hayan sido, con más avidez se las intenta transformar en mercancías culturales).
Nos hemos acostumbrado desde hace dos o tres lustros a que en los museos y centros culturales de nuestras ciudades proliferen exposiciones que nos invitan a rememorar ―o, dicho en jerga posmoderna, revisitar― la obra de tal artista de vanguardia, la trayectoria de cual escritor revolucionario, o la vida cotidiana en los barrios marginales cuando estos los poblaban yonkis, putas, y kinkis, y no los hipster que viven ahora en sus plazas gentrificadas donde se encuentran precisamente los centros culturales que, al explicarnos en pulcras muestras fotográficas los conflictos sociales y políticos que se sucedían en sus calles, caminan de la mano de la represión política, policial, y urbanística que trabaja para aplacar hoy ese espíritu de marginalidad y de revuelta y expulsar del barrio a los indeseados -okupas, gitanos, mendigos, yonkis, y demás parias- hijos y herederos del lumpen que exhiben, con profiláctico esmero, en las exposiciones.
Cabría tal vez lanzar dos preguntas para tratar de comprender qué representa hoy la contracultura. Por una parte, qué papel juegan las exposiciones contraculturales de los museos; por otra, cómo es y dónde se desenvuelve ahora la contracultura, si es que esta etiqueta sigue teniendo validez en la actualidad.
Para esbozar la primera cuestión tomaré como ejemplo la exposición que se puede visitar hasta el 21 de septiembre en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid sobre la revista Ajoblanco. Entre 1974 y 1980, Ajoblanco zarandeó la escena intelectual de la Transición con sus artículos y reportajes sobre sexualidad, la Internacional Situacionista, las comunas, la contracultura norteamericana, ecología radical, drogas, o feminismo, así como con su progresivo desplazamiento desde planteamientos políticos de ultraizquierda hacia el anarquismo. (La exposición también recoge, aunque de forma menos destacada, la segunda fase de la publicación -1987/1999-, si bien entonces se había transformado, como admiten sus mismos redactores, en una revista de «tendencias», algo así como la hermana pequeña, rebelde y con un piercing en la nariz, de El País de las Tentaciones). Con sus luces y sus sombras, Ajoblanco poseía un componente corrosivo y transgresor innegable, y la muestra plasma con bastante fidelidad y justicia tanto su carácter como su trayectoria.
Y, con todo, ¿qué se llevan los visitantes de la exposición «Ajoblanco: ruptura, contestación y vitalismo»? Es de dudar que salgan de ella con ánimo de indagar más sobre aquellos convulsos años, o con la curiosidad de buscar en la biblioteca los libros de los autores de los que se hablaba en la revista, tales como Murray Bookchin, Guy Debord, Paul Goodman, o Mijaíl Bakunin. Así, de entre los visitantes, los menos contemplarán las reproducciones ampliadas de las portadas y los artículos de Ajoblanco y sentirán una punzada de nostalgia por aquella época plena de luchas y publicaciones en papel. Los más recorrerán la exposición smartphone en mano para poder sacar unas cuantas fotos que, más tarde, se apresurarán a compartir con sus amigos en Facebook o Twitter.
Ante la segunda cuestión -si existe a día de hoy algún tipo de contracultura- quizá debemos asumir que esta palabreja se ha convertido definitivamente en una mera etiqueta, un concepto vacío con el que la industria cultural busca pavonearse en aras de dotar a los museos y a las mercancías culturales de una pátina de modernidad y transgresión. Los hay quienes trazan una línea sucesoria que emparentaría la contracultura con las movilizaciones ciudadanistas de los últimos tiempos, algo que los candidatos a nuevos mandarines de la cultura denominan «Del underground a las plazas». Según ellos, las aspiraciones de la Contracultura a una sociedad libre y horizontal, con sus propuestas entresacadas de la ecología radical o del anarquismo, serían las precursoras de este Partido de los Indignados, que primero desde las calles en mayo de 2011, y después desde distintas plataformas políticas, trabajan por mantener el Estado del Bienestar y por «la defensa de sus privilegios, y no por la revolución contra el orden que los produce» (15-M: Obedecer bajo la forma de la rebelión).
Si por «contracultura» entendemos, bien la lucha contra el sistema capitalista, bien los intentos de desertar de él, únicamente podremos hallarla bien entre quienes aboguen por cuestionarlo y enfrentarlo en todas sus manifestaciones, no sólo en su aspecto político -el Estado- sino también y de modo fundamental bajo su rostro tecnológico e industrial; bien entre aquellos que habitan en lo que Pedro García Olivo denomina «los márgenes», ya se trate de los supervivientes urbanos, o de los fugitivos de la ciudad que calladamente reconstruyen una vida rural que trata de conciliar la búsqueda de la autosuficiencia con una práctica de la libertad.
Debemos desconfiar de toda forma de contracultura y contestación que enarbole las banderas de la novedad, la transgresión, lo inédito, que adopte una pose de eterna rebelión juvenil y chille sus consignas en la calle -aunque cada vez menos- y en las redes sociales, porque, y esto es incuestionable, la contracultura no será televisada, y aún menos será twitteada.