En el supermercado se respira una tensión inaudita. Se han acabado el papel higiénico, el jabón de alcohol, la carne envasada. Una multitud madrugadora ha dejado sin existencias a la multitud que ahora se pregunta qué productos llevarse a casa. Hoy no es un 13 de marzo de 2020. Hoy es el décimo día del apocalipsis en la mitad sur del occidente europeo. En España está decretada el estado de alarma sanitaria. Las residencias de ancianos se hallan cerradas, también las escuelas, las universidades, los parques. Todas las ciudades y pueblos en cuarentena.
El presidente Sánchez, cual Churchill impostado y fuera de tiempo, se dirige al país: «juntos venceremos»; «el heroismo es también lavarse las manos». A las pocas horas, la policía anuncia por las calles multas a quienes paseen por la calle; las salidas de los hogares solo están permitidas para dirigirse a las tiendas de alimentación. La población ha sido sometida al pánico y se prepara para ser víctima del coronavirus. Las cifras de nuevos casos se multiplican. En España son 7.753 los casos diagnosticados; son 288 muertos. Los medio expertos, los expertos, y los expertos y medio vaticinan que la mitad, un 60% o un 80% de la población puede verse infectada.
El ejército custodia la salida y entrada de algunas capitales. En los pueblos y ciudades los hay que reprochan al gobierno más medidas. Y quienes recriminan la tardanza en declarar el estado de sitio. y la obra de Albert Camus cobra una doble realidad por inesperada y por contundente. Estado de sitio, escrita por Camus en 1948 muestra un pueblo mitificado – Cádiz -, habitado por un pueblo pintoresco, risueñamente resignado al dictamen de los poderosos, hasta que sobre la ciudad cae el azote de la Peste y la Muerte que vienen a hacerse con el poder.
René Riesel y Jaime Semprun en Catastrofismo, administración del desastre y sumisión sostenible, editado por Pepitas de calabaza, escriben: «La catástrofe histórica más profunda y más real, la que en última instancia determina la importancia de todas las demás, reside en la persistente ceguera de la inmensa mayoría, en la dimisión de toda voluntad de actuar sobre las causas de tantos sufrimientos, en la incapacidad de considerarlas siquiera lúcidamente. Esta apatía va a resquebrajarse, en el curso de los próximos años, de manera cada vez más violenta por el hundimiento de cualquier supervivencia garantizada. Y quienes la representan y la alimentan, cultivando un precario statu quo de ilusiones tranquilizantes, serán barridos. La emergencia se impondrá a todos y la dominación tendrá que hablar por lo menos tan alto y claro como los propios hechos. Con tanta mayor facilidad adoptará el tono terrorista que le conviene cuanto que estará justificada por realidades efectivamente aterradoras. Un hombre aquejado de gangrena no está dispuesto a discutir las causas de su mal, ni a oponerse al autoritarismo de la amputación.»