Hace un año que el cuñado del portavoz del gobierno vasco Josu Erkoreka, Mikel Astorkiza, es el interventor del ayuntamiento de Bilbao por designación de su alcalde, Juan Mari Aburto, también del PNV. El hecho, conocido un año después a través del diario El Salto, es doblemente significativo. O si lo prefieren, doblemente escandaloso, pero innatamente consustancial con la normalidad política y cotidiana en Euskadi, gobernada durante 46 por el PNV. Es paradójico que un alcalde elija a quien debe controlar y fiscalizar las cuentas municipales. Hasta hace muy poco, los interventores eran funcionarios del Estado y solo respondían ante este. Estaban de esa manera protegidos de presiones políticas. Una pirueta hiperbólica permitió hace menos de dos años “transferir” la elección de los interventores a las comunidades, que a su vez delegaron en los propios municipios la elección de sus interventores. Puesto el zorro a vigilar el gallinero y su hacienda, las mayorías que conforman PNV y PSE-PSOE en la mayoría de ayuntamientos vascos, controlan, pues, a quienes han de controlar el gasto y el uso de los dineros públicos. En la campaña electoral recién pasada, nadie llamó la atención sobre la ausencia de fiscalizadores independientes que permite ver cómo el poder político devora progresivamente la separación de poderes en municipios, diputaciones y Gobierno Vasco. Es el culmen de la impunidad y la antesala para la corrupción política y económica. Porque el segundo aspecto del nombramiento del cuñado del portavoz del Gobierno Vasco como interventor a dedo en el ayuntamiento bilbaíno evidencia el clientelismo tribularlo, label autóctono del que nadie ve, escucha ni habla.
Muy al contrario, quien denuncie irregularidades puede esperar el peor de los futuros. Que se lo pregunten a la empresaria Ainhoa Alberdi, que osó denunciar hasta ahora el chantaje y cobro de comisiones de la hasta ahora mayor trama de corrupción a cuyo frente estaba Alfredo De Miguel y otros siete cargos y afiliados del PNV. Cristina Alberdi ha sufrido dos inspecciones de Hacienda y ninguna administración ha osado contratar sus servicios. Esta climatología mafiosa ha permeado como el sirimiri en la sociedad vasca, al tiempo de convertirse en lo más natural del mundo. Por supuesto, en la campaña electoral nadie habló de la valiente empresaria Ainhoa Alberdi. Y este silencio trunca toda posibilidad de una verdadera regeneración moral y política en un país donde el clientelismo “para los nuestros” está visto como una extremidad nacional. Gracias a los medios controlados por el partido en el poder como a los que dependen de él, la corrupción es percibida como algo que “sucede en España”.
Desde que la revista Hincapié editara en 2015 La Casta Vasca, del periodista Ahoztar Zelaieta, las palabras corrupción y Euskadi se han proferido con una instrumental intención. Fueron recogidas por las izquierdas en Euskadi, entonces necesitadas de un discurso de legitimidad ética. Escondían una intención táctica, que el tiempo no tardó en poner al descubierto después. La intención era y es llegar a acuerdos con el PNV que rentabilicen también su imagen como “conseguidores” y no como meros “opositores”. Veamos el éxito del PSE-PSOE: obtendrá más consejerías y más financiación tras los resultados obtenidos con otra reedición del acuerdo con el PNV – lleva casi 30 cogobernando con el PNV – . La corrupción no está mal vista por los partidos políticos. Su funcionamiento interno, la designación clientelar de cargos y asesores a cargo del erario público, las prácticas autoritarias en ayuntamientos bajo su control – hurtando mediante decretos que asignaciones y ejecuciones pasen por la aprobación del pleno, evitando comisiones de investigación o auditorías, ninguneando los informes de reparos de los interventores, negando información o falsificándola, a asociaciones vecinales – sea el clima que se eleva a todas las instancias de decisión donde también flota un aire de eusko omertá.
De los controladores públicos ya hemos hablado. Pero podemos añadir algunos datos, que valen más que mil lamentos. El 8 de marzo de 2014, la prensa publicaba que la secretaria del PNV en Álava y asesora del Tribunal Vasco de Cuentas, Amaia Ruiz de Biñaspre, que fiscaliza las cuentas de todos los partidos, colocó hacía un mes a su hija en el Tribunal. El anterior presidente de ese órgano, el ex diputado del PNV José Luis Bilbao, advirtió en su toma de posesión, que conocía a muchos evasores, pero que estos podrían estar tranquilos pues no iba a hacer nada que le incomodara. Parece una escena surrealista, pero es la esencia pasmada y pasmosa de las aspiraciones colectivas y tribales de Euskadi. Y cuando alguien habla de ilusión, se trata de la ilusión de que la correlación de esa inercia clienteloide decaiga del lado de otro partido. En un país donde la mayor empresa, es decir, de colocación, es la propia administración vasca con todas sus bicefalias. Camino del no va más. Un país como el vasco, con sus 230.000 funcionarios, de tres millones de habitantes, tarda 30 años en hacer el 70% de la conexión ferroviaria de sus capitales urbanas a menos de 100 kms unas de otras, tiene su red de salud colapsada, precarizada y atrasada incluso en formación e investigación.
El frenético impulso desarrollista, con los pingües beneficios del hormigón y los lobbies de la construcción provincial – providenciales y generosos, como recordaba Arzallus, a la hora echar una mano en los enormes gastos del partido en el poder – llena la geografía de conurbaciones, circunvalaciones, áreas trans urbanas o resorts urbanos, parques tecnológicos indudablemente dudosos. Es el parque de atracciones de donde Euskadi levanta cada más su PIB. El cartílago entre esa decadente estructura ósea es la corrupción. No hay nada personal. Si no se hacen negocios, no hay país en marcha. La política, que no lo político, aunque casi, es eso. Y la eusko omertá. Pero ríanse de España.