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Crónica anónima de una familia ucraniana

Pilar Hernández Urgoitia 7 mayo, 2022     Comment Closed    

Pintadas realizadas frente a la puerta del albergue que acoge a ucranianos en Bilbao.

Puede que se llame Andrey o Vitali o Sergey, y lleva el mismo chándal y la misma camiseta negras de poliéster y las mismas playeras que hace cinco días cuando le vi por primera vez. Acompañaba a su madre y a su hermana pequeña, que arrastraba un cochecito de juguete con un bebé supuse en su interior. Supe nada más oírlos hablar, que esa niña llevaba muchas cosas traídas de lejos en ese cochecito de ruedas trastabilladas. Andrey o Vitali o Sergey salía aquella tarde de la parroquia cercana a donde le vi por primera vez. Arrastraba un carrito de comida. El sol entrecortado iluminaba, áspero, su gesto de efímero orgullo, de risueña dignidad. Todos los días como el miércoles de hoy cada dos semanas en la parroquia del Redentor se reparten alimentos a quienes lo necesitan para llegar a fin de mes. Andrey o Vitali o Sergey no tiene más de 12 años y está arrastrando por la avenida S arriba este carro salpicado de círculos estampados en rojos y negros. De ese carro se caen, por su peso muerto, también mis preguntas. ¿Por qué no ha venido su madre? Me digo: porque está trabajando o buscando trabajo; porque para sobrevivir hay que trabajar de lo que sea, se venga de donde se venga. ¿Por qué no su padre? Porque quizá esté mucho más lejos, o no esté. ¿Quizá no esté? ¿De qué manera, a qué te refieres? No me refiero. Cuando hablamos de porqués es imposible referirse; la posibilidad es solo asirse a los hechos. Y el hecho descifrable, indiscutible, violentamente significante, es que Andrey o Vitaly o Sergey arrastra un carro lleno de alimentos en un lugar muy distante al suyo camino a un hogar que es solo temporalmente el suyo.

Las hidras de los porqués retruenan en el silencio caleidoscópico de la avenida y en el silencio ausente de los transeúntes a las 17.40 de este miércoles cuatro de mayo de 2022.  Decenas de personas se cruzan con este preadolescente de pelo corto castaño y tez recién morena.  Esa indiferencia esconde un interior gesto de hostilidad. Esos transeúntes ladrarían a la menor señal. Lo sé porque les he escuchado. Escena en la pescadería un jueves de hace cinco semanas y media, a pocos metros de donde camina ahora Andrey, Vitaly o Sergey. La mujer que delante de mí espera a que le limpie la pescatera su interminable kilo de anchoas, resopla con vehemencia:

– ¡Estoy de los ucranianos hasta aquí! Todo el día con los dichosos ucranianos. Qué han hecho los que les defienden por los palestinos o por los africanos, ¿eh? Pues eso, ¡que por aquí! Hipocresía, hipócritas es lo que son…

A lo que respondió la pescatera, sin duda por haber ayudado tanto a los palestinos o a los migrantes africanos:

–  Pues sí, hija, hipocresía, eso es lo que hay…

Entonces me imaginé el kilo de anchoas destripadas, tenues y ensangrentadas, transformándose en las fosas de Bucha, o Leópolis, en Mariupol o en Járkov, recién envueltas en papel cartón por las endurecidas manos de la pescatera indignada.

Hace tres semanas. El lugar, la ciudad de Bilbao, de donde en 1937 salieron cientos de niños a tantas partes del mundo, entre ellas Rusia, ante los bombardeos de la aviación alemana y el ejército italiano.  En un albergue que recoge a gente que viene de donde vienen Andrey, Vital o Sergey, su madre y su hermana, pintaron hoces y martillos en rojo y grandes Z en blanco. La Z es el símbolo que utiliza el ejército ruso para identificar sus tanques y aviones en la invasión de Ucrania. Quienes pintaron esas hoces y martillos y las Z, estaban como la nativa en la pescadería, hasta aquí de los ucranianos. Hasta el punto de señalarlos y recordarles que no son bien recibidos. Bajo las hoces y las Z un inconcreto colectivo firmaba como “antifascistas”. Es decir, los ucranianos de ese albergue son señalados como nazis, tal como el presidente ruso Vladimir Putin viene sosteniendo desde hace meses para justificar la invasión de su país. Ahora no tengo seguro, si en la pescadería de alguna extraña manera hablaba quizá entre la hemoglobina sonrosada en el hielo de anchoas destripadas, la voz gangrenosa de Vladimir Vladimirovich, victoriosa, orgullosa de no escuchar su nombre en las conversaciones, sino un salino hartazgo hacia los ucranianos, empedernidos en no dejarse aniquilar, en permanecer, en huir y salvar sus vidas. Es decir, en birlar sus vidas a la muerte, hasta convertirse en palestinos, en africanos.

Mientras subo la avenida casi a la par que Andrey, Vitaly o Sergey, pienso en los miles de preadolescentes que han caído antes que él o que perecen en este mismo momento. Me asombro de su gesto trivial, aunque precavido, bienaventurado, sin atisbo de rencor. En esto pensaré de aquí al resto de mis días: por qué la risueña

Me pregunto a qué mundo nos dirigimos yo y mis nuevos vecinos Andrey, Vitaly o Andrey, junto a toda su familia. Creo en los hechos, y se libra una guerra contra la mentira total, de la que Andrey, Vitaly o Andrey y toda su familia son sus prófugas víctimas, por fortuna con vida. En nuestro país se urde un neolenguaje para justificar una obscena concomitancia con el crimen de Estado a gran escala de la que Andrey, Vitaly, su hermana y su familia y tantos cientos de miles son víctimas que se resisten a seguir siendo seres vivos. Los antifascistas en mi país sin el bozal de la continencia se prestan a noches de Walpurgis y hogueras frente al Reichstag. Con sus cruces gamadas transformadas en rutilantes hoces y martillos resplandecientes al sol de la ideología abyecta del estatismo más militarista.

La imaginación y la dignidad humana conforman una confederación clandestina que resiste en túneles de lo cotidiano el asalto de los fusiles, las botas, el imperio, y la quinta columna de abyectas sectas políticas.

– ¿Qué le pongo, hija? – me pregunta la pescatera, despertándome del bombardeo de dudas.

– Algo que no tenga sangre

– Hoy, hija, todo ha llegado fresco, del día. Ya lo siento.

Andrey dobla por la calle I y la avenida S, mientras yo sigo, perdiéndole de vista. Pienso en lo contentos que se van a poner en su casa la madre, la hermana y la abuela al ver el carro lleno de fruta y verdura. Unos curas trinitarios octogenarios y otros creyentes repartiendo comida hacen más que los disertadores diletantes de la política. Restañar la dignidad de los perseguidos es la actitud más revolucionaria en nuestro tiempo. Es una paradoja con heridas de metralla. Que Andrey, Vitali o Sergey y su hermana, su madre y su abuela caminen por la calle es una inmensa victoria. De la que aún no me hago la idea. Ellos están vivos por todos los demás.

A la espera de que alguien marque su casa con una hoz y un martillo y una Z blanca.

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Autor: Pilar Hernández Urgoitia

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