Antes de que el agua del grifo dejara de salir, Ana Corriente maldecía los contras del tiempo. No los de su tiempo concreto, sino los del tiempo que le ha tocado vivir. Sobre la mesa de la cocina estaba el recibo de la luz y debajo de este la carta del banco notificando el saldo negativo de la cuenta. La luz alimonada que aprisionaba el aire de la cocina desprendía, pesada, un aire amargo. Ese aire amargo era tan próximo a Ana Corriente Delgado que parecía ser un día más, con sus escaleras rotas que no suben sino hacia un desnivel de pesimismo contenido.
En la radio a esa hora un grupo incomensurable de periodistas y sabios habla de Ana Corriente Delgado. No la conocen. Pero saben su sexo, su edad etimológica, desconocen sus sueños y la intensidad de sus placeres. Ignoran deliberadamente el espíritu de Ana Corriente que aflora voraz por las mismas esquinas rotas de la vida muchas veces y otras por vericuetos absolutamente desconocidos. Podría decirse que, por lo tanto, desconocen absolutamente todo de ella. Pero saben que tarde o temprano el agua del grifo de Ana Corriente Delgado dejará de surtir agua; saben que sobre la mesa de su cocina habrá una carta con el saldo negativo de la cuenta bancaria y el recibo con las nuevas tarifas subiendo el precio de la luz en la que Ana Corriente hace su vida doméstica.
Con el mismo aire amargo que se respira en la cocina de Ana Corriente Delgado, la voz de los periodistas y sabios exhala un amargor rancio, más a funeraria comercial al lado de un Mcdonalds que a madera apolillada en un supermercado de todo a cien. Hablan con la cadencia industrial de la manufacturación de clichés enlatados.
Y para su sopresa autocondescendiente, están de acuerdo en esa máxima extraída del libro del Deuteronomio de la nueva economía y política: el futuro, para quien se lo gana. A Ana Corriente Delgado le encantaron desde pequeña los fuegos artificiales. Su padres la llevaban también encandilados a cualquier espectáculo pirotécnico. La pequeña Ana Corriente se imaginaba ser esa estrella fugaz que alcanza etérea y brillante el éxito del cielo.
Y en eso pensaba aún Ana colgándose de ese cielo que ve tremularse en una pirotecnia de nubes magentas y suspiros de fuego azul. Se imaginaba siendo un cometa atravesando ese crepúsculo incandescente.
En la cuesta de Alto Cedro hoy los melones estaban un poco más baratos, a dos euros y medio. Juan al que llaman el farero, porque su tienda desde lo alto de la ciudad casi hace de faro a los barcos que arriban a la bahía, le ha dicho que la semana que viene tendrá patatas viejas a 70 céntimos y que le reserva diez kilos fiándola. A los críos les encanta el melón, y las noches de los viernes se cena tortilla de patatas con cebolleta y pimientos que Juan el alfarero regala a Ana una vez al mes.
En el barrio de Cueto, esquina con la calle Concepción Arenal un furgón policial vigilaba el edificio del portal 18. Deshauciaron a la Emiliana, de 79 años casi entrada la madrugada. Con la nueva normalidad, el número de deshaucios aumentó un 20% de los que se ejecutaron el año pasado. El Producto Interior Bruto de gente desprendida de su vivienda es un orgullo nacional: 10.961 familias.
Ana Corriente Delgado cruzó de acera no por la premonición de la llegada de la abyecta realidad. En el solar de enfrente, aún desagarbado donde el ayuntamiento pretende levantar un bloque de viviendas libres, es decir para nuevos ricos, unos críos de la misma edad de los de Ana Corriente jugaban a la pelota bajo la mirada desconfiada de los policías. La libertad es una llama de luz que se extingue como el vacío que deja la explosión de una bombona de butano.
A esa hora un barco aullaba cargado de lo que Ana Corriente quiso pensar podrían ser esperanzas fugaces. Una oscuridad vaporosa subía desde la bahía a los barrios altos.
Los crios esperaban a Ana Corriente en casa con marcialidad espartana. Su abuelo los había recogido de la escuela hacía cuatro horas. Habían ordenado el salón y sus habitaciones. Cuando Ana Corriente Delgado cruzó el umbral de la puerta, tras diez horas y media de jornada laboral, un alivio de mar salvaje la envolvió. Cuando abrió los ojos eran los abrazos de los crios.
Cargada con dos botellas de agua de cinco litros, los melones, y las patatas en el declinar de este viernes, la familia de Ana Corriente Delgado puede llamarse viernes. Han llegado a este día como si fuera el éxito de una patera arribando a la costa con sus miembros aún vivos. Pudieran ser los más tristes, pero son los más vivos versos en esta misma noche. Creo que existe una confederación de millones de familias recitando estos mismos versos en esta cerrada hora. Mientras emulgen las patatas en el aceite de oliva, hay una evaporación soñadora en Ana y estos dos críos. En la radio dicen los periodistas y los sabios exultantes, diatríbicos, que la subida de la luz permitirá combatir el cambio climático y al estado recaudar más. La democracia es, repiten, hacer más con el dinero de la mayoría.
Mientras hablan de la democracia de corte y confección, los tríbulos periodistas y sabios saben lo que va a sucederle a Ana Corriente Delgado y sus hijos.
Exabruptos luminarios en la noche. En la cuesta oeste de Cueto, el club El Sueño Azul resplandece con su discreto neón delantero y la vista al mar eléctrico de sus reservadas habitaciones. Todas lucen camas con sábanas limpias de almidón que una empleada corriente y anónima de la limpieza repuso y limpió hace seis horas. Los sultanes de la ciudad, y los más encendidos periodistas progresistas liberales que han defendido la democracia y al gobierno hace una hora en las ondas se arremolinan acompañados en el reservado.
Ana Corriente y sus dos hijos dormían a esa hora, exhaustos, arremolinados también en la trinchera desde la que harían frente al nuevo día y al augurio de sus profetas.