Ver el diario de viaje de Gdansk Capítulo I: Bienvenido a la ciudad libre de Danzig
Puertas y corredores
Me encantan los desayunos de los hoteles (excepto los franceses porque el «café au lait avec du croissant» me sabe a poco). Y no deja de ser paradójico porque en casa no desayuno prácticamente nunca. Pero es que es ver esas filas de viandas, frutas, quesos, cereales, tostadas, bollería, zumos, yogur, huevos, bacon, patés etc… y me pierdo. Es eso que se suele decir de «comes con la vista» ¿no? pues eso. Prescindo de la descripción detallada de la mesa y solo me paro para alabar el yogur y el zumo de grosellas que discurrieron garganta abajo en cantidades pantagruélicas.
Mientras patinaba suavemente hacia el currelo me preguntaba cómo sería la gente que me iba a encontrar, sin sospechar que la sorpresa no vendría por CON QUIEN trabajaría sino más bien DONDE trabajaría. La dirección era clara, la tenía impresa de modo que no había error posible, pero el número indicado de la calle indicada coronaba una sencilla puerta de madera empotrada en una pared de cemento liso y gris que tenía exactamente el aspecto opuesto a lo que esperaba de las oficinas de administración de uno de los Bancos mas potentes de Polonia. Lo primero que pensé fue que me había equivocado pero puesto que una tontería esperar a morir de hipotermia frente a una puerta cerrada agarré el pomo y tiré de él traspasando un portal en el tiempo hacia un pretérito carmesí.
El descansillo, estrecho y lúgubre terminaba en una escalera ascendente a la que accedía previo permiso del guardia de seguridad repantigado tras su mostrador. «Good morning. Can you speak english?». No falla, todo el mundo niega con la cabeza pero yo me pregunto: si no lo hablan entonces ¿cómo saben lo que les estoy preguntando? Para mí que el mundo está lleno de caraduras con carnet. Menos mal que estaba preparado para la eventualidad, que para eso crecí en un país donde, pese a la reforma educativa respectiva de cada partido en el poder, el personal está en las mismas condiciones que aquí. Al loro con la secuencia que es posible que algún día un lector tenga que emplearla en su propio provecho:
- Sonrisa (que se vea que vas en son de paz que los guardias están armados y son mas brutos que tú, seguro)
- Te señalas el pecho con el dedo mientras depositas tu tarjeta de visita en la mesa con las letras hacia el guardia para que pueda leerlo sin retorcerse el cuello.
- Señalas hacia la escalera mientras depositas un papel escrito en letras de imprenta con el nombre de la empresa y la persona de contacto.
- Vuelves a sonreir mientras esperas, con las manos cruzadas delante de tus genitales (o cualquier otro lugar donde puedan verse bien, jamás en los bolsillos).
Suele funcionar, porque la mímica es un lenguaje casi universal que se entiende bien cuando hay buena voluntad por ambas partes. Mientras el guardia hablaba por teléfono capté algunas palabras: «groniek pastrsmia zosiva flitydm…» pero ninguna referencia a mi nombre. Quizá lo pronunció con fonética polaca y no me enteré. Lo de la pronunciación de los nombre merecería un capítulo aparte en los diarios de viaje. Mi contacto era un Michael que en español se pronuncia «Miguel», en inglés «Maikel», en francés «Mishel», en alemán «Mijail» y claro, en polaco también tienen su manera: «Mijau». Así que mi nombre podría ser cualquier cosa. Una sonriente secretaria vino a sacarme de la ensoñación etimológica y se presentó como la secretaria del edificio. En adelante proporcionaré la versión traducida de las conversaciones para evitarle esfuerzos al lector.
Lo segundo que dijo fue «puedo entender el inglés pero apenas puedo hablarlo» haciéndome señas para que la siguiera. Me condujo a traves de estrechos corredores llenos de puertas cerradas hasta una etiquetada con el ilustrativo número 55. Allí nos recibió un agradabilísimo joven de aproximadamente la misma edad que yo (o sea, joven, insisto). Mijau tomó el relevo a la secretaria y retomamos la peregrinación por los corredores hasta un punto en que el brusco cambio de material de construcción y decoración me hizo sospechar que habíamos pasado a otro edificio, más mono que el primero pero del mismo crudo estilo arquitectónico. A lo largo de los corredores no se veía ningun cartel o indicación de donde estábamos y cada puerta estaba etiquetada con un número, por ejemplo, el 74, la siguiente era la 75, la siguiente la 76 y así. A veces un hombre o una mujer salía de una habitación avanzaba unos pasos y se metía en otra. Nadie nos saludó ni tan siquiera nos dirigió una mirada más allá del reojillo curioso.
El pobre Mijau cojeaba ostensiblemente y como viera que yo lo había notado me contó que se había lesionado hacía dos semanas jugando al baloncesto. Ya ves, en el país de los patinazos en la calle hay quien se lesiona jugando a baloncesto. Así es la vida. Lo peor para él fue subir tres pisos por las escaleras (aquí no había ascensores por ninguna parte) hasta que llegamos a la habitación 339, que resultó ser la sala de formación. Me dejó allá y se fue a buscar a los asistentes a mis clases: tres hombres y una mujer que coincidieron en sus respuestas a primera pregunta obligada: «entiendo casi todo pero me cuesta mucho hablarlo». El curso fue bastante bien teniendo en cuenta que primero yo formo mis ideas en español, la paso a inglés indio, las pronuncio en inglés guarro, ellos las entienden en inglés gangoso y luego las traducen a polaco. Si alcanzamos un éxito del 10% en lo que a la comunicación en conjunto se refiere entonces «I give me with a stone in my teeth».
Una de las claves comprobadas para caer bien a la audiencia consiste en proponer un descansito de vez en cuando y ante la propuesta de una de esas paradas los asistentes se dispersaron de inmediato por el corredor igual que los ratoncitos ciegos de la nana británica dejándome solo como la una por primera vez desde que entré al edificio. La visión de aquellos corredores me hizo explicarme las paranoias de algunos autores polacos. Si algún lector quiere disfrutar de una descripción realmente acertada de la sensación, le recomiendo encarecidamente el libro «Memorias halladas en una bañera» de Stanislaw Lem (o en su defecto cualquier libro del mismo autor; es un caso perdido). A todo ésto la naturaleza me llamaba y no veía ninguna puerta con un perfil de hombre y otro de mujer por ninguna parte. En una de éstas surgió una mujer de la habitación 337 camino de un número superior, por lo que pasó por mi lado y tras el ya sabido «entiendo un poco pero no lo hablo» comprendió bien a las claras mi apremiante gesto señalándome dos puertas en las que no me había fijado antes. Una llevaba como etiqueta un triángulo con la punta hacia abajo y la otra un círculo. Señaló el triángulo y luego a mi, luego el círculo y luego a ella, en otro espectacular ejemplo de comunicación no verbal. Si alguien averigua el significado de esta simbología que sea tan amable de enviarme un email con la explicación, por favor.
El diario de viaje de Gdansk continua en el Capítulo III: Estás invitado a un té