Me encanta ir a Grecia. Me gustan sus paisajes, me gusta su gastronomía, me gusta su clima y me gustan sus gentes. Hay muchos lugares en los que me siento a gusto pero solo unos pocos (muy poquitos) en los que realmente me siento como en casa. Grecia es uno de esos sitios. Quizá sea porque nuestro acento al hablar es idéntico y por eso la comunicación entre un griego y un español es facilísima, aunque no sea en ninguno de los idiomas nativos.
Esta vez, mi trabajo me llevó a Tesalónika, en la Macedonia, una ciudad muy fresca gracias a toda la gente joven que se ve por la calle, estudiantes de la Universidad Aristoteles, que es la mayor de Grecia. Os transcribo un extracto de mi diario de viaje tal como lo escribí al volver al hotel
Se ha hecho de noche y tengo hambre, no mucha, solo me gustaría cenar alguna cosilla para no ir a la cama con el estómago vacío. Desde siempre, la elección del lugar donde comer me lleva mucho tiempo. Soy sencillamente incapaz de entrar en el primer sitio que veo. A menudo me recuerda a las vueltas que dan los perros sobre sí mismos antes de tumbarse en cualquier esquina, así recorro yo las calles de Tesalónika en busca de algún lugar que me guste.
• Regla número 1: que el establecimiento no pertenezca a una cadena de restaurantes.
• Regla número 2: que no haya nadie reconocible como «turista» en su interior.
• Regla número 3: que sea cutre.
No sé por qué pero el cutrismo me atrae. Atención que me refiero al cutrismo, lo que no es igual que cutredad. Y en realidad, en cualquier ciudad, si se anda lo suficiente y se tiene los ojos bien abiertos, se acaba por encontrar algún lugar que se ajuste a esas tres reglas. Basta con meterse por los callejones que una madre no recomendaría a sus hijos. Tal como las flores atraen a las abejas, la miel a los osos y la caca a las moscas, así me atraen a mi esos callejones.
Apenas media hora después de empezar a buscar y tras haber despreciado un Starbuck’s (¡cielos!) y otros de su calaña, llego a ese esperado callejón, mal iluminado y despoblado, anunciado por una pizarrita garabateada por signos incomprensibles que anuncian un menú ignoto. El local es pequeño y en su interior 3 parroquianos cuya suma de edad supera los 200 años despachan una botella de retsina en un rincón. El dueño tiene pinta de delincuente: bajito, achaparrado, viejo, mirada torva y ademanes lentos, como si estuviera moviendo por el fondo de una piscina llena de agua. No hay duda: ¡este es el lugar! Me siento a una mesa y el dueño acude. Inútil preguntar si habla inglés o cualquier otro idioma que no sea griego. ¡Qué cojones! Estoy en su casa, si alguien tiene que hablar algo que no sea su lengua nativa, ése soy yo. Así que tomo la hojita con el menú y señalo al azar dos líneas. Él se cala las gafas y lee. Luego asiente y se mete en la cocina.
Al rato sale con una cestita de pan, un plato lleno de una pasta grisácea y una botellita de agua muy bonita. Lo deja todo en la mesa y se va. La pasta grisácea sabe ligeramente a berenjenas y está buenísima, rehogada con un poco de aceite de oliva, de estas olivas griegas marrones fortísimas que no hay Dios que se las coma directamente. Destapo la botella, lleno el vasito de cristal que tengo delante y bebo. ¡Joder, ésto no es agua! Es una especie de anís. Me pregunto si es normal que te pongan anís en las comidas. Agua sí, agua y pan te los ponen siempre, pero ¿anis? Repaso mentalmente lo que he pedido. Creo que lo segundo se llamaba Tsantalis. Miro la etiqueta de la botella y después de un rato traduciendo el alfabeto griego al europeo (afortunadamente estudié por la rama de ciencias), leo tsantale. Ostras, creía que había pedido un segundo plato y en realidad estaba pidiendo Ouzo, un licor con 40º de alcohol.
En ese momento entra otro cortesano de este principado particular, del mismo género que el dueño pero borracho, y se sienta unos pocos metros de mi. Se sirve un buen trago de ginebra, me mira y me invita a un brindis levantado su vaso. Yo levanto el mío y sin dejar de mirarnos apuramos ambos hasta el final. A partir de ahí ya todo el universo se desploma cuesta abajo: el ouzo no permance mucho tiempo en el estómago, una osmosis maligna lo introduce rápidamente en la sangre y de ahí escala hasta el cerebro a una velocidad de vértigo. Con mis últimos restos de voluntad sobria, le pido al dueño una ración de algo que suena a kalamari (gracias a dios esta vez he acertado) a ver si con éso logro paliar el efecto del alcohol. Obviamente no lo consigo porque lo primero que hago nada más tener delante el plato de rabas es invitar a mi nuevo y beodo amigo a compartirlo conmigo. El me mira, sonríe y se encoge de hombros, luego señala al dueño, tras la barra y se lleva el dedo índice a los labios. Guarda silencio, amigo, me gustaría acompañarte pero eso no le gustaría al dueño, me está diciendo.
Para matar el rato estoy leyendo «El sabotaje amoroso» de Amelie Nothomb. Bueno, leer es mucho decir. A estas alturas estoy completamente pedo y necesito leer cada párrafo al menos 3 veces para entender qué está diciendo. Por si fuera poco, cuando llego al final de la página, en lugar de pasarla me vuelvo al principio y la vuelvo a leer. Todo se me mezcla, siento como si flotara, me da la risa floja y celebro que solamente estemos el borrachín, los tres parroquianos y yo en el local. Estoy seguro de que ellos me comprenden. No me atrevo a moverme mucho porque temo tropezar, tirar algo al suelo o incluso volcar la mesa. No digamos ya levantarme de la silla.
Pero finalmente, tengo que levantarme y pagar la consumición. He cenado como un rajá y me he agarrado un colocón de primera por menos de 15 euros. Esto es vida y lo demás cuentos chinos. Saco un par de billetes con ademán un poco vacilante. «Tsantale» le digo al dueño, y él se ríe y seguramente piensa que todos los turistas somos unos maricones. Dejo de propina el sobrante hasta los 15 euros (quizá así tenga un poco mejor opinión de nosotros), saludo con la cabeza a mi desconocido amigo y me voy dando tumbos cuesta abajo camino de la costa.
En la orilla, me meto a un pub junto a la Plaza Aristóteles y tengo la suerte de encontrar una mesa bajo una lamparita donde digerir el alcohol poco a poco con la ayuda de una cocacola y la página 53 de «El sabotaje amoroso» (creo que hasta me la aprendí de memoria) hasta que tengo fuerzas para volver al hotel a dormir. ¡Cielo santo! ¡¡Esto es vida!!