
El acuerdo de París 2015 no establece ningún mecanismo real para hacer frente al cambio climático
Tres compañeras teníamos claro en octubre que subiríamos a París. Allí se celebraba en diciembre la 21 Conferencia de las Partes sobre cambio climático y su oposición llamaba a la protesta bajo el lema “Somos aquellos a quienes hemos estado esperando, somos la naturaleza luchando por defenderse”. A fin de ser coherentes con la reivindicación ecológica filtraríamos una considerable cantidad de litros de aceite vegetal usado y lo utilizaríamos como combustible de una furgoneta en la que viajaríamos y dormiríamos. Llevaríamos comida suficiente para sortear la diferencia en los precios que se supone entre un país con un sueldo mínimo de apenas cinco euros la hora y otro en el que quién menos cobra roza los diez. Todo estaba planeado, Paula desde Alicante, Amaia desde Errentería y quién escribe desde Bilbao, nos juntaríamos en Donosti para atestiguar el evento.
Pero la noche del 13 de noviembre París fue atacada. Diferentes acciones terroristas en espacios públicos sembraban el pánico. A partir de ese momento y hasta el día de nuestra marcha los atentados y sus consecuencias tomaron los medios de comunicación. La ciudad del amor se convirtió en la ciudad del pánico. Los líderes europeos hablan abiertamente de guerra y Francia refuerza el Estado de Alerta que ya había declarado tras el ataque a la revista Charlie Hebdo. El Estado Islámico se atribuye los ataques que dejan 137 muertos. La actividad policial y militar en las fronteras se eleva y cada vehículo es examinado minuciosamente. El plan de cruzar en una furgoneta abarrotada y quemando aceite usado podía derivar en horas en un control. Empiezan las dudas. Para más inri, el Gobierno Francés prohíbe todos los actos previstos en el espacio público. ¿A qué vamos? Llamadas entre nosotras, ¿va a haber algo?, igual lo suspenden todo, no está el horno para bollos… «Utilizan la seguridad como excusa» dice Paula «¡tenemos que ir! No pueden quitar las aglomeraciones para protestar y dejar seguir a las hordas consumidoras, ¡no tiene sentido!». Las ganas se mantienen pero se desbarata el plan. Hasta nuevo aviso.
Pasada una semana de los atentados llega el nuevo aviso. El precio de los vuelos a París se desploma debido a las cancelaciones en masa. Vuelos a 12 euros, toca reestructurar el plan. No es nada ecológico pero en criterios económicos es perfecto. Que ironía, nos decimos, vamos a subir replicando la lógica que esperamos sea criticada. Embarcamos en Barajas la mañana del 9 de diciembre. Más allá de la exigencia de presentar el pasaporte a pesar de ser un viaje dentro de la Unión Europea no fuimos testigos de mayor control policial. Quienes viajaban junto a nosotras mostraban el comportamiento habitual de un vuelo mañanero, predominaban la calma y los bostezos. Quienes no viajaron, sin embargo, dejaron su huella en forma de asientos vacíos que nos permitieron a los presentes elegir emplazamiento. Los primeros rayos de sol de un día despejado devolvían por la pequeña ventana de la nave la imagen de unos Pirineos amarillos. Un invierno sin nieve. Diciembre y las cumbres secas.
Sólo tres militares patrullaban por la terminal. Las compañías de bajo coste operan desde un aeropuerto situado a más de 40 km de la capital. Para llegar a la ciudad hay varias opciones, la más económica es un autobús a 17 euros. Decidimos hacer auto stop. Fuera de la península este método funciona bastante bien pero temíamos que el estado de pánico hubiera hecho a la población desconfiada. No fue así y en poco más de media hora estábamos dentro del coche más pequeño que pasó por delante de nuestras tres manos y tres mochilas. Lo conducía un hombre que acababa de recoger a su hija. Ella volvía de Finlandia. Mostró su alegría por la muy agradable temperatura con que su país le recibía y achacaba percibir tanto cambio al frío finés. Su padre le comentó que aunque probablemente fuera así, estaba haciendo más calor del habitual por esas fechas.

Al llegar a la ciudad fuimos testigos del hongo de contaminación que cubre la capital gala. Del cielo azul del que aterrizamos pasamos a sumergirnos en una atmósfera anaranjada y brumosa. Pronto encontramos la Zona de Acción por el Clima (ZAC) donde se cobijaba la oposición a la Cumbre oficial. Más de 130 organizaciones se unieron entorno a la Coalición Climática. La Coalición y las personas que quisieron participar de las actividades paralelas a las reuniones oficiales aceptaron hacerlo en espacios cerrados y con calefacción. El principal fue el Centro Cultural Centquatre situado en un barrio trabajador de las afueras. Movimientos ecologistas y ponentes de prestigio, como la periodista y activista Naomi Klein, se mantuvieron de esta forma lejos de las plazas y calles. La ciudad vivió ajena a los debates de aquello que en el acuerdo final de la COP21 es descrito como «una amenaza apremiante y con efectos potencialmente irreversibles para las sociedades humanas».
Los encuentros oficiales se celebraron en el recinto París – Le Bourget, a 11 km de la capital y a puerta cerrada. Aquella persona que deseara acercarse podía hacerlo en autobuses gratuitos, pero una vez llegara al lugar del evento sólo podría acceder al “recinto ferial” (así lo denominaba la grabación que anunciaba la llegada del vehículo a su destino). Allí distintas empresas ofrecían soluciones de economía verde y menús en vajillas de un solo uso. En la 21 Conferencia de las Partes (COP21) del fallido Protocolo de Kioto participaron 195 países, diversas Organizaciones Internacionales, representantes de agencias de las Naciones Unidas, algunas ONGs y organizaciones de la sociedad civil. Era un encuentro de especial relevancia dado que tenía el imperativo de lograr un acuerdo que mantuviera el aumento de la temperatura media global por debajo de los 2ºC. Dicha cifra no es novedosa ni supone una salvaguarda ecológica, los firmantes de la Conferencia de Cancún de las Naciones Unidas en 2010 establecieron el mismo límite. En opinión de Samuel Randalls, investigador de la University College de Londres «es un objetivo simbólico. No significa que por debajo de este límite no haya impactos ni que se vuelvan mucho peores a partir de 2,1 grados. Es el nivel de riesgo que hemos acordado como aceptable».
Tanto en el evento oficial como en el que se proponía hacerle frente se dieron cita expertos procedentes de diferentes puntos del planeta. En la primera ponencia en la ZAC a la que atendímos había representantes de Corea, Brasil y Sudáfrica. Kevin Anderson, director adjunto del Tyndall Centre for Climate Change Research, alimentó los motivos para hacer fuerte la crítica a la COP21. Explicó que: «sólo quien tenga fe en las emisiones negativas puede hablar de una reducción de emisiones que permita mantener un aumento de temperatura no superior a los 2ºC». El concepto emisiones negativas hace referencia a avances tecnológicos que hoy en día no están disponibles y cuya viabilidad es cuestionable. Desde su comité científico advierten: «de seguir la pauta actual la temperatura aumentará por encima de los 4ºC de media. Las consecuencias serán catastróficas».
Buenas intenciones, a futuro
A pesar de las expectativas generadas el texto final firmado por las partes el 12 de diciembre es un listado de buenas intenciones y acuerdos por alcanzar. Barack Obama, definió la cumbre como «el momento en el que hemos decidido por fin salvar nuestro planeta», pero una vez más no se establecen mecanismos concretos por los que lograr una reducción real de las emisiones. No hay una pauta para un mercado energético bajo en carbono, de hecho, el carbón y el petróleo ni siquiera se mencionan.
Estos punto podría incomodar a alguno de los patrocinadores del encuentro. De los más de 170 millones de euros que costó el evento, aproximadamente un 20% fue financiado por empresas privadas, bastantes de ellas con intereses dañinos para el clima. Es el caso de Electricité de France (EDF), para quién las energías renovables suponen poco más de un 2% del total de su negocio. También ENGIE, antigua GDF Suez puso su parte. Esta empresa dispone de 30 centrales de carbón. En marzo de 2015 un estudio publicado por la Oxford University situó su actividad como uno de los primeros emisores mundiales de Gases de Efecto Invernadero (GEI) al liberar 155 toneladas de estos en el año 2013. Otros patrocinadores son BNP-Paribas, involucrado en la construcción de centrales de carbón en Sudáfrica e India entre las que se encuentra la central Tata Mundra, protagonísta de escándalos por devastación ambiental, Nissan, Mitchelín, Air France e Ikea.

Una de las grandes esperanzas que precedían a la conferencia era la consolidación de un Fondo Internacional para el Medio Ambiente. Este debería ayudar a financiar mecanismos de mitigación de emisiones y facilitar a los países menos adelantados el hacer frente a las consecuencias que las variaciones climáticas puedan suponer. Si bien este fondo aparece mencionado, no se pauta cuál debería ser su funcionamiento. El texto deja para «antes del 2025» un acuerdo que implique «como mínimo 100.000 millones de dólares anuales». Dipti Bhatnagar, coordinadora del área de Clima, Justicia y Energía de la organización Friends of the Earth International define la COP21 como una «vergüenza». Los acuerdos a definir en los próximos años son «una agenda de falsas soluciones». Desde Friends of the Earth y el Tyndall Centre se apela a la justicia. Según explica Kevin Anderson: «el 50% de las emisiones mundiales provienen del 10% de la población», porcentaje que se correspondería con las sociedades más consumidoras. A pesar de ello, el acuerdo de París 2015 expresa claramente que no habrá «ninguna forma de responsabilidad jurídica o indemnización» para los estados que se excedan en sus emisiones.
El clima, del globo y de la civitas
En agosto topé por primera vez con la convocatoria para participar en los «juegos del clima». El objetivo era denunciar la economía verde y presionar a las Partes para lograr el cierre de las centrales de carbón. Aunque me enteraba tarde. En mayo se había realizado un campamento a las afueras de Berlín en el que se bloqueó una explotación de carbón y se realizaron reuniones para que París fuera, durante la cumbre, escenario de la lucha por la des-carbonización. Sin embargo, la ciudad fue prácticamente ajena a la protesta ambiental. A pesar del CO2, el único elemento que enrarecía su atmósfera seguían siendo los recientes ataques.
Nos alojamos en casa de un español que lleva cinco años en la ciudad. Francis es modelo, tiene relativo éxito y trabaja en una elegante boutique de la Avenida Champs Elysses. En la primera cena que compartimos, en la que ofrecemos algunos sándwiches que sobraban del excesivo catering de una de las acciones de la ZAC, nos pregunta si viajamos por turismo. Confesamos que sin duda esa es parte de la motivación, pero que habíamos venido por la Conferencia de las Partes, la COP21. «Ah si, algo he oído… Pero, ¿de qué va eso exactamente?». Para cualquiera que viviera en la ciudad sede de la conferencia esta podía haber pasado sin pena ni gloria. Dado que donde más presencia policial habíamos visto era en visitando el Sacré Coeur aprovechamos para preguntarle por los atentados y sus consecuencias. «Los primeros días si se notaba el susto» cuenta. «En la tienda todo ha seguido igual, bueno, han puesto seguridad en la puerta, pero yo fui a trabajar al día siguiente y la gente siguió viniendo a comprar, como siempre».
Sólo el día 12 sintieron las calles la protesta en favor del medio ambiente. A las 11 de la mañana, cientos de furgonetas de Gendarmes esperaban frente al Arco del triunfo a los manifestantes. Entonces sí se sintió una descomunal presencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad de un Estado en alerta. En las salidas del metro los oficiales registraban bolsos y obligaban a quienes iban llegando a mostrar los abrigos.
Todos los accesos al lugar estaban bloqueados por furgonetas de antidisturbios. Alrededor de 15.000 personas confluyeron en una concentración contra la energía nuclear y el acuerdo que ese día se presentaba. No era la manifestación más multitudinaria en que nos habíamos encontrado, pero si aquella con mayor presencia policial. A las 15 horas había otra convocatoria aprobada por las instituciones, esta vez entre el Ayuntamiento y la Torre Eiffel. No se pudo evitar que quienes protestaban se desplazaran en masa entre un evento y otro. Al grito de «justicia climática» y «cambio de sistema, no cambio climático» los marchantes llegaron a cerrar la circulación del Pont d’léna durante más de hora y media. Esa misma tarde alrededor de cien personas quisieron generar un acto de protesta sorpresa, pero el intento fue frustrado por la actuación inmediata de aproximadamente el mismo número de policías.
Al día siguiente debíamos volver al aeropuerto. Todo había terminado y aunque con una pesada sensación de falta de conclusión en la mochila tocaba regresar. De nuevo evitamos el autobús. Esta vez compartimos el coche de Raschid, de origen Tunecino, vive en París hace 18 años. Él sí estaba informado sobre la COP21, trabaja en un hotel que ha recibido en sus habitaciones a algunos participantes en la cumbre. Nos cuenta enseguida que él es musulmán y añade acto seguido que él cree que todos somos hermanos, «musulmanes, judíos, cristianos y todos, los que no tienen religión también, todos somos hermanos». En su opinión «tenemos problemas muy grandes en el mundo. Hay guerras, hay cambio climático, hay muchos problemas, pero también hay integración. Ahora está peor. Cuando hay ataques en cualquier lugar todo se pone peor».