La portada de la edición de enero de 1983 tiene el azul de esta tarde de julio. Azul subido es el tono del día sin el azogue de las nubes. Si el lector fuese cursi diría que es de Lapislázuli, y habría leído un libro de poemas, una poesía azulita, de esa bien sonante y armónica, explicativa y celebratoria, que borre al lector el ceño fruncido y le ponga las neuronas en plena ebullición, o le disponga para afrontar el verano como un habitante de La ciudad de Dios de Campanella, donde lo único que puede acusarse a sus habitantes es de pereza. Poesía o un libro de aforismos, de esos de optimismo obligatorio apropiado para cretinos. Pero el lector cogió El banquero anarquista. Ya el título es un oxímoron, una incongruencia. El lector conoce al Pessoa poeta, a sus heterónimos, al Pessoa prosista del Libro del desasosiego, pero desconoce el Pessoa guasón, el bromista que se complace en el arte de sofismo, en la concatenación rigurosa de deducciones admirablemente trabadas, que el lector sigue entre irritado y sorprendido, consciente de que, en el fondo, el diálogo entre el banquero y un interlocutor que apenas mete baza en forma de alguna pregunta, no es más que un armadijo de falacias, pero sin acertar a desvelarlas.
Porque la sofística tiene de bueno que entra en escena el hombre en lugar de el mundo. Aparece el hombre como medida de todas las cosas y el derecho del más fuerte. Los sofistas tenían la palabra brillante para poder convertir en argumentos sólidos y fuertes los más débiles. La palabra es un veneno con el cual se puede hacer de todo, envenenar y embelesar. Así pues, la persusasión no se pone simplemente al servicio de la verdad, sino que es un instrumento que está para todo lo que se necesite. El lector cree que todos los políticos son sofistas. La búsqueda de lo práctico a través de los intereses concretos de la vida, ejerce un vasto influjo en el relativismo escéptico y en la política moral sobre el poder. El lector cree que en su país muchos políticos tienen una estampita de Antifón escondida en sus trajes, regalados o no, la miran y proclaman que es lícito traspasar la ley; se puede hacer tranquilamente con tal que nadie lo advierta.
Bueno, piensa el lector, tenemos un banquero, profesión por su misma esencia lo más alejada posible de cualquier veleidad subversiva, que se declara anarquista y que es un voluptuoso intelectual de la acracia. Ideal que siempre de acuerdo con la lógica rigurosa de su razonamiento le lleva a atesorar dinero para comprar libertad, su libertad. Reconoce lealmente que no lleva una vida «como la de estos tipos de los sindicatos y las bombas», pero es precisamente la vida de estos ejercitantes de la violencia dogmática la que se aleja del ideario anarquista, y no la suya. La diferencia está en que él es «anarquista e inteligente» y los otros «anarquistas y estúpidos».
El lector de verano iba deslizando sus ojos por las páginas de este librito, cuando los elevó se encoontró con los diablos azules, que por detras del cristal de su ventana estaban empezando a romper los azulejos del cielo ultramar; asi que por impregnación ambiental, empezó a tener negros pensamientos. Le vino a su elevada frente que le llega hasta la coronilla, los nombres de algunos prestidigitadores intelectuales que manejan sofismas con ajustada precisión. Esos que hablan bien, escriben con facundia, tienen la precisión metodológica de una cerrada terminología para estupefacción del profano pero, o bien son cortesanos, o bien se olvidan que la función del intelectual es básicamente actuar como un debelador de dogmas, un inventor de paradojas, un forjador de interrogantes. Y el banquero anarquista está plagado de todo ello; por ejemplo, la afirmación de que lo que es natural es una necesidad del instinto, se diluye en la consecuente segunda parte: lo que no es natural cuando lo hacemos habitual pasa a ser necesidad del instinto. El lector piensa, siguiendo la lógica del banquero, pero llevándola a su terreno, que el sistema actual capitalista es una ficción social que se ha constituido en hábito para nosotros y por lo tanto lo consideramos natural, hasta el punto de que tenemos que procurar no estorbar la «libertad» de los poderosos, de los bien situados, de todos aquellos que representan las ficciones sociales y se benefician de ellas (los parlamentarios catalanes que en 2011 se vieron amedrentados e impedidos a realizar el «democrático» ejercicio de su trabajo).
El lecto del estío, para acabar, no remataría con esmero este comentario si no dijerse la idea principal que subyace en el libro que acaba de leer y que está en la boca del banquero anarquista: «la misma lógica que me muestra que un hombre no nace para casarse o para ser portugués, o para ser rico o pobre, me muestra también que no nace para ser solidario, que no nace sino para ser él mismo, y por lo tanto lo contrario de altruista y solidario, es decir exclusivamente egoísta». Palabras estas que nos pueden remitir a El único y su propiedad de Max Stirner, pubicado en 1844 que sentaría las bases del anarco individualismo.
Cuando el lector cerró el libro de portada azul, que había empezado a leer una tarde de verano enmarcada como una postal en sus retinas, el cielo tenía un color burdeos semejante al color del vino. Como un precipitante equinoccio de otoño.