
En el congreso de la ciudad venezolana de Angostura, Simón Bolívar señalaba en 1819: “ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de dos Estados tan distintos como el inglés americano y el americano español” para añadir a continuación: “¿No dice el espíritu de las leyes que éstas deben ser propias para el pueblo que se hacen (…) que las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, a su extensión, al género de vida de los pueblos? ¡He aquí el código que debemos consultar, y no el de Washington!”.
El último congreso de las Américas organizado por Estados Unidos en Los Ángeles ha sido un baile de sombras. Así lo designa la prensa americana y la de habla hispana. Ha quedado en evidencia, dicen, la fractura entre el norte y el sur de América. Y más allá de superficiales declaraciones que solo han compartido veinte de los treinta gobiernos allí reunidos, todo parece seguir igual en el continente. Después de décadas de gobiernos de izquierdas, la llamada marea rosa, en una docena de países que prolijeaban cambiar el rumbo de Latinoamérica, ha sucedido un denso relevo de populismo cesarista que a Cuba, Venezuela y Nicaragua se han añadido Brasil, Bolivia, El Salvador, Honduras, Haití, Colombia y México. Todo en medio de una última oleada de protesta social en Chile, Ecuador, Colombia, Nicaragua y Costa Rica. De mientras, una Norteamérica tutelista, autoritaria y despreciativo hacia el resto del continente, puesto que la única América existente es ella misma.
En la cumbre de Los Ángeles no se habló ni de causas ni de consecuencias. Y todo se torna en una sucesión de metáforas. Martín Caparrós publicó el año pasado una monumental crónica, Ñamérica, en la que busca el común de los 400 millones de personas que hablan español – y las lenguas de cada uno de sus lugares – y que de una manera recóndita y a la vez exultante forman un país continente, la América Latina. Quizá no como la soñada por Bolívar. Pero sí que padece de parejos sufrimientos. Y otros que trajeron el nacimiento de los países y estados liberados del colonialismo. Estos estados independientes emprendieron la conquista de lo asilvestrado – el indígena – para convertirlo en ciudadano y pagador de tributos en tierras que ya no son comunales sino sujetas a la compra y venta, la oferta y la demanda. No hay gobierno colorado o grisáceo, azul celeste o blanquecino, liberal o ultra liberal, que ponga en cuestión este principio en toda la América. De esto, como cabía esperar, nada se habló en Los Ángeles.

Martín Caparrós considera que los estallidos sociales de los últimos tres años en Latinoamérica, la Ñamérica, son el resultado de la pérdida de confianza en las democracias de delegación, del divorcio de los representantes y los representados. Pero estos movimientos no parecen pedir cambios de sistema. “No tienen otro sistema al que apuntar; quieren, sí, mejorar este, su situación en este. A veces son esas supuestas nuevas clases medias empoderadas que de pronto se lanzan porque quieren algo más que eso que les prometieron. Piden más salud, más consumo, más transportes, más acceso a los bienes y servicios; a veces son los más pobres que quieren recordar que siguen existiendo. Casi todos son jóvenes, estudiantes, muchos son los primeros de sus familias que consiguen serlo, son la primera generación que no lleva en su cuerpo las cicatrices de una dictadura. Ven la sociedad como lo que es: algo que no funciona».
Y esos estudiantes son también el reflejo de una América cada vez más urbana y al mismo tiempo aún más desigual. Caparrós asegura que el problema no es económico ni técnico, sino político. “es el principio de la próxima gran pelea distributiva: quién se quedará con los beneficios de la automatización creciente”.
Ñamérica. Martín Caparrós. Random House 2021. 680 páginas. 24,90 euros.