I
«Un conjunto de fibras musculares, retorcido sobre sí mismo a modo de cuerda lateral aplastada.»
Esta es la definición que el cardiólogo alicantino Francisco Torrent Guasp dio del corazón, o lo que denominó «banda miocárdica ventricular». Tras más de cuarenta años de investigación sobre su anatomía y funcionamiento, el Dr. Torrent demostró que siglos de medicina habían dado por buena una estructura que no se correspondía con la verdad, y que el corazón era una banda muscular única, retorcida sobre sí misma, y no dos ventrículos separados por un tabique que funcionaban a semejanza de un pistón, bombeando sangre hacia las arterias a través de las cavidades auriculares. El movimiento de ese músculo en forma helicoidal (como una toalla que se escurre), explicaba mucho mejor el fenómeno de bombeo de la sangre y proponía una descripción anatómica del corazón inédita. El hallazgo del Dr. Torrent venía a revolucionar la cardiología y siglos de investigación basada en una relación poco precisa entre la estructura y la función del músculo cardiaco. Su descubrimiento no fue admitido hasta el año 2005, y aún hoy muchos manuales de cardiología siguen recogiendo la definición clásica del corazón como una «bomba aspirante e impelente, formada por dos bombas en paralelo que trabajan al unísono para propulsar la sangre hacia todos los órganos del cuerpo», aunque no se corresponda con la realidad.
A pesar de haber recibido el premio Miguel Servet (1974) y ser propuesto para el Nobel de medicina en 1978, los trabajos del Dr. Torrent no fueron tomados en serio por el estamento científico hasta más de veinte años después. La fuerza de las verdades establecidas por la institución llamada Ciencia se conjuraba así contra la labor empírica de un hombre que parecía nacido en otra época. Algunos sostienen que había nacido demasiado pronto para su tiempo, pero también se podría decir que nació demasiado tarde, cuando la Ciencia ya había abdicado de su espíritu revolucionario y había adquirido compromisos con otros intereses.
En el documental titulado El hombre que desplegó mil corazones se muestra cuál fue la dimensión de este científico afincado en Denia, que ejercía como médico de familia durante el día, para dedicar las noches al estudio de la anatomía del corazón. Es mejor ver el documental que intentar elaborar aquí un resumen del mismo. A partir de ahí uno puede reflexionar sobre el valor del conocimiento humano, la organización de la ciencia contemporánea y la voluntad de verdad que inspira a algunas raras naturalezas nacidas entre nosotros.
II
En ocasiones sucede que vemos u oímos cosas que no entendemos hasta mucho después, cuando algo que aparentemente no tiene ninguna relación sitúa aquello que andaba perdido en nuestra memoria en un marco distinto y entonces accedemos a una comprensión distinta, más nítida, algo nos resuena, como los armónicos al pulsar una nota sobre un instrumento de cuerda. Diderot lo explicaba así en El sueño de D’Alembert: «La cuerda vibrante oscila, resuena mucho tiempo después de que se la haya pellizcado. Es esta oscilación, esta especie de resonancia necesaria la que mantiene presente el objeto, mientras que el entendimiento se ocupa de la cualidad que le conviene. Pero las cuerdas vibrantes tienen además la propiedad de estremecerse entre sí, de tal manera que una primera idea despierta una segunda, esta segunda una tercera, las tres juntas una cuarta y así sucesivamente […] Y si el fenómeno se observa entre dos cuerdas sonoras, inertes y separadas, ¿cómo podría no darse entre los puntos vivos y ligados, entre fibras continuas y sensibles?»
Fue precisamente leyendo a Diderot que la cuerda resonó y trajo a mi memoria el documental sobre el Dr. Torrent, que había visto en televisión por casualidad en 2010. En seguida advertí los paralelismos entre las concepciones de la naturaleza sensible que mantenía Diderot en su libro y los descubrimientos del médico de Denia. El corazón, según había descubierto el cardiólogo, era un conjunto de fibras, una «cuerda lateralmente aplastada». Su movimiento no respondía a una secuencia activa-pasiva del tipo sístole-diástole, como enseñan los manuales, sino a un movimiento único y continuo, «en giro helicoidal». Diderot defendía en su libro que en la naturaleza no hay materia inerte y materia en movimiento, sino que el movimiento es constante, es la cualidad sensible de toda la materia, aunque en apariencia no haya movimiento porque no apreciamos ningún desplazamiento en algunos cuerpos. Como demuestra de forma genial Diderot, una estatua de mármol puede pasar a convertirse en materia «viva» una vez convertida en polvo mineral, mezclada de nuevo con la tierra y transformada en vida vegetal que a su vez se puede convertir en alimento para un animal y este, a su vez… etcétera. No existe por tanto la muerte como oposición a la vida, sino un continuo de diversos estados por los que pasa la materia sensible, un amasijo de cuerdas que vibran juntas y resuenan. Las implicaciones de esta forma de entender el universo, la naturaleza y la sensibilidad de la materia, serían determinantes para la filosofía de Ilustración europea. Era la propia naturaleza (sin el concurso de una fuerza divina) la que poseía esta sensibilidad y la que por una acumulación de sucesivas evoluciones daba lugar a organismos maravillosos, de una variedad natural exuberante y tan complejos como la conciencia humana, que surgía cuando la memoria de esa sensibilidad se hacía consciente (es decir, cuando la cuerda que vibra era «a la vez ejecutante e instrumento»).
El Dr. Torrent también partió en sus investigaciones de una evolución del músculo cardiaco ―que en los reptiles y anélidos tiene una forma circular― hacia un repliegue, un retorcimiento sobre sí mismo para formar el corazón humano. Es el fondo de esa continuidad de la naturaleza, su imaginación y creatividad sujetas a la práctica empírica la que lo emparenta más claramente con lo mejor del espíritu ilustrado. O por lo menos eso me pareció cuando volví a ver el documental bajo la luz de las ideas que Diderot había esbozado dos siglos antes.
III
Pero hay algo más que hace del trabajo del Dr. Torrent algo excepcional, y es que durante más de veinte años trabajó en los márgenes del sistema de la ciencia organizada, diseccionando corazones de vaca en el estudio de su casa en Denia, sin el concurso del aparataje tecnológico al uso, sin el respaldo de ninguna institución médica ni de ningún grupo de expertos. Dibujando a mano croquis y esquemas, diseñando maquetas en madera de su «banda miocárdica ventricular», que después encargó construir en un taller fallero de las cercanías.
La soledad de esta práctica artesanal de la ciencia le valió el aislamiento científico hasta mediados de los años noventa, cuando algunos cardiólogos supieron de su trabajo a través de artículos publicados en revistas científicas o preferentemente de conferencias en congresos médicos, que muchas veces terminaban con la total indiferencia por parte de los asistentes. En 2005, por primera vez, Torrent Guasp fue invitado a un congreso de cardiología en Madrid y pudo realizar su «demostración»: desplegar un corazón con sus manos, ante un público que tuvo que rendirse a la evidencia de lo que estaba viendo. El Dr. Torrent murió horas después de un infarto, tras haber obtenido el reconocimiento a su trabajo, y dando así un final épico a su historia.
El éxito que su corazón no pudo resistir (como comenta su hijo hacia el final del documental) también amenaza hoy su forma de concebir la práctica científica. Si el Dr. Torrent pudo desvelar la anatomía del corazón con dibujos, esquemas y disecciones realizadas con sus propias manos, desde 2009 sus descubrimientos están siendo tratados con el superordenador Mare Nostrum (situado en el Centro Nacional de Supercomputación en Barcelona), para intentar construir un modelo informático, un «mapa del corazón humano». Equipos de cardiólogos en todo el mundo tratan de aplicar sus descubrimientos a la cirugía cardiaca, de explicar sus disfunciones y tratarlas. Pero todo esto es ya ajeno al impulso del conocimiento científico que movió al Dr. Torrent, y se inserta en el sistema de la tecnociencia del que estuvo tan apartado. Una cosa es revelar la estructura y el funcionamiento de un órgano por amor a la verdad, y otra muy distinta buscar las aplicaciones técnicas para tratar sus patologías. Una es filosofía, la otra ingeniería.
Neil Postman recogía en su libro Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología, los temores de algunos científicos al constatar que la investigación asistida por medios informáticos estaba acabando con la creatividad de los investigadores, reduciéndolos a ser un apéndice más en la cadena de procesamiento de datos. El estrechísimo margen para la improvisación y el ejercicio de la imaginación habían reducido considerablemente los «descubrimientos casuales» que la práctica empírica había generado a lo largo de toda la historia de la ciencia. Postman decía que, aunque pareciese algo menor, podía compararse a las advertencias sobre la utilización del piloto automático en los vuelos comerciales, en los que se podría dar el caso de pilotos que careciesen de las habilidades necesarias para dirigir el avión en condiciones distintas y sin asistencia informática, por ejemplo, durante una emergencia.
En este sentido, la actual investigación científica haría casi imposible que descubrimientos como los de Torrent Guasp tuviesen lugar. En primer término porque los investigadores, encerrados en el sistema de la tecnociencia (presos de su particular piloto automático), serían incapaces de imaginar siquiera algo así.
En un libro de reciente aparición, Un futuro sin porvenir. Por qué no salvar la investigación científica, el grupo Oblomoff, nacido en Francia en 2004, polemiza sobre este y otros aspectos de la investigación científica, y denuncia la connivencia de la investigación con el complejo industrial y militar que la subvenciona. Oblomoff viene a poner sobre la mesa el siguiente argumento: «La noción de tecnociencia describe bien en qué se convierte la ciencia cuando se organiza para servir a los imperativos del poder económico y militar, que es lo que lleva haciendo explícitamente desde hace más de medio siglo, con la instauración de la Big Science durante y tras la segunda guerra mundial. Por ello resulta cada vez más difícil, y hasta inconcebible, hacer ciencia al margen de una vasta infraestructura técnica, y por ende al margen de las relaciones sociales y de los intereses que presiden la gestión y el desarrollo de estas infraestructuras.»
La historia de Francisco Torrent Guasp vendría a confirmar este diagnóstico de nuestra época, al tiempo que se alza como una rara excepción al mismo. Establecer una verdad no es una prerrogativa del acceso a los medios de la ciencia organizada, es una labor que requiere de cualidades muy extrañas en esta era de la vida administrada. Estando al servicio de una gran mentira la ciencia no puede pretender encontrar ninguna verdad.