Recuerdo haber leído en un libro de filosofía
que mentir es ocultar una verdad que debe
manifestarse.
Rousseau
Y una crónica es a menudo escribir muchas verdades con la ficción como bordado de realce. Ambas pongo en la puerta inicial de esta narración. En julio fui a pasar unos días en Cantabria a casa de una amiga. Ya se sabe que para desescombrar la rutina hay que tomar un camino desconocido, o semidesconocido, como es el caso. Es una costumbre que mantiene su fuerza rutinaria. Metí en el petate lo imprescindible: el cepillo de dientes, un pantalón, una camiseta deportiva, unas sandalias, y un libro.
Hace muchos veranos me puse a leer Las ensoñaciones del paseante solitario, compuesto de paseos reflexivos que el pesimista y sentimental Rousseau compaginó a modo de capítulos. No llegué a leer el primer paseo, me quedé en el prólogo. Como los prólogos de Alianza Editorial son densos, lo acababa y comenzaba otra vez. Este verano, en Beranga, nada mas despertarme la primera mañana, volví a abrir el libro y allí estaba el prólogo esperándome, desayunado y con el morral sobre el hombro. Así que desayuné a toda prisa, me puse la mochila a la espalda y salímos.
Rousseau quería, como luego Unamuno “describir la interioridad propia mas íntima a partir de la exterioridad”. El paisaje que yo veía en Hazas de Cesto era una mezcla de suaves colinas y alturas considerables. En ellas, las nubes como antiguas barcazas de la ría de Bilbao estaban cargadas de carbón, de cielo oculto. Iba con Dyngo y Daudet, caniche cojitranco después de que casi se lo zampa un mastín cuando hacía su paseo diario con Carmen, su dueña y anfitriona de nuestros días. Recordé esto cuando pasamos por el mismo sitio, al ver que un gran perro blanco se acercaba hacia el cercado de alambre que delimitaba su terreno. Ladró, ladraron, y me alejé con los dos perros que llevaba atados. Yo antes había leído, en mí primer paseo de la mañana, que la evasión ensoñadora de Rousseau quedo rota por un brutal accidente en Ménilmontant al ser atropellado en medio de sus pensamientos por un gran perro danés.
Hablando de perros, hay que decir que fui a Beranga invitado al cumpleaños de Daudet, cumplía diez años y Carmen quiso celebrarlo invitando a sus amigos.
¡Hola Marta, soy Daudet! ¿A que hora vas a llegar? – llamó Daudet desde su móvil a Marta el sábado, unas horas antes de las siete, que era cuando comenzaba su fiesta.
Marta trabaja en una tienda de vestidos de novia, sería la última en llegar con su hermana Cruz en el bus de Laredo. Alguien iría a buscarlas mientras otros comenzaban a preparar el picoteo: quesos a la menta con anacardos, con especias, quesos al chily, chorizo, jamón, pudin de cabracho, salmón y la sempiterna tortilla de patatas, sazonada con sabrosas anécdotas y otros pedazos menudos y desmenuzados con el salpicón de amistades sabrosas. Comimos, bebimos, cantamos, y despilfarramos sonrisas cuando Daudet sopló una vela encendida sobre una tarta. Ante la petición de que diga algo, dijo: “Amo a los hombres a pesar de ellos mismos”. Después chasqueó la lengua y destrozó la tarta en golosa delectación, sin pensar que el objeto de su complacencia relleno de crema y pasta de almendra engorda. A medida que pasaba la noche y los gin-tonic por la garganta, el hielo de los vasos no abortaba la intención de seguir, y seguimos.
…
Un urbanita va por el campo despistado, tan desorientado como un hurón por la gran vía de cualquier ciudad. No conoce los nombres de los árboles, arbustos, plantas y flores que le salen al paso, ni los de los pájaros que se despliegan en el aire y planean o se desploman para cazar topillos y gusanos. Hace años que perdió la pista de la naturaleza, y ahora finge que ha vuelto a recuperar el rumbo perdido emitiendo palabras como “economía verde”, “sostenibilidad”, “medio ambiente”, mientras seguimos vendiéndola como ardite.
Al pasar por un puente el urbanita vio un destello de prosperidad. Un riachuelo tenía la disnea del que al pasar por una población tiene la incapacidad de respirar sus sonidos antiguos, debido especialmente a la enfermedad nerviosa de los cauces urbanos. Alguien había arrojado a su lecho dos grandes neumáticos, como salvavidas para que el riachuelo se mantenga a flote a su paso por el acementado pueblo.
El urbanita siguió andando y cruzó el pueblo. Salió y los árboles le flanquearon. Sacó su libreta para meter en unas palabras las sensaciones que le recorrían como hormigas, cada una con su pedacito de impresión en la boca.
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– ¿Quién me ha quitado mi vino con artimañas?- exclamó Carmen un enojo sumergido, buscando quien le ha retirado su copa.
Carmen la erudita, la que busca el adjetivo borgiano, la que tiene su casa llena de libros. Decidió quitar el garaje y convertirlo en biblioteca, mandando al relente de la noche a su automóvil. Estantes hasta el techo. Allí están como bandas de nubes en la cumbre de un monte Fernando Arrabal regocijándose de los sonetos lujuriosos de Pietro Aretino, Cansinos Assens atendiendo otras voces, otros ámbitos de Capote. La belleza torturada, retorcida de Dostoievski comentada por Emilia Pardo Bazán, y otros, y tantos.
Daudet es un perro republicano. Su dueña decidió darle un esmerado y elitista aprendizaje. Comenzó por rodearle de libros, Daudet ha mostrado preferencia por Proust y En busca del tiempo perdido, aunque él no se ha extraviado nunca. Habla varios idiomas y ha viajado a lo largo del mundo. Cuando su ama le llevó a vivir al campo a punto estuvo de sucumbir ante una fiera salvaje. Su convalecencia fue gozosa, por fin su anhelo cumplido, nadie le sacaba a pasear, mañana, tarde, mediodía, y cuando lo hacía era en brazos. Podía estar todo el día leyendo sin que nadie le molestara.
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El domingo, después de la fiesta, saqué a pasear a Dyngo y Daudet. Medio cielo estaba nublado y el otro despejado. Sobre mi cabeza parecía que se estaba jugando un partido con empate. Metí una visera y un libro de Hemingway en el bolsillo trasero del pantalón. El elegido fue París era una fiesta. Quería descargarme de la solemnidad y el lenguaje de Rousseau, envarado para nuestro siglo, que escribía como se hablaba en el siglo XVIII.
Llegamos a lo alto de una colina. Una iglesia románica con cuatro contrafuertes en cada pared y un pórtico con cuatro columnas endosaba al aire la espiritualidad de las creencias. Siempre pienso al llegar a estos sitios en la desproporción del tamaño de las iglesias con los pueblecitos alrededor, unas enormes, los otros diminutos. Había también un cementerio, la puerta vieja datada en 1.835. La nueva no tenía fecha, solo era un hueco grande abierto en el muro de piedra, para encajar una puerta de barrotes de hierro. En la puerta vieja estaba un viejo, sentado en un poyo. Le saludé al pasar, y al ¿qué tal?, me respondió que esperando al cura que anda recorriendo las iglesias del entorno para la misa.
-Se está bien aquí, eh – le dije. Unos árboles daban sombra de tutor en el muro del campo santo. El viejo me miró, como si hubiera leído mi pensamiento –Sí, camposanto menos uno. – ¿Y eso? – Américo Portero era un mal hombre – guardó un silencio que yo creí breve, antes de contarme la historia. El silencio siguió, largo y definitivo. Yo no quise interrogarle. Pensé que tenía que inventarme una historia.
Al bajar a Beranga divisé un coche que subía. Cuando pasó a mi lado vi que era un hombre mayor, pulcro. Cinco minutos después repicaron las campanas de la iglesia. El hombre era el cura. Pensé otra historia, que esquemáticamente podría ser así:
Dyngo se había detenido a husmear la orilla de la estrecha carretera, Daudet se le echó encima por detrás como follándole, aunque era un juego que un piswoord consentía a un caniche. El coche que subía conducido por un hombre, luego supe que era el cura porque enseguida comenzaron a tocar las campanas, los miró. Yo creía que seguiría, pero no, detuvo el coche, bajó la ventanilla, y con un gesto donde la indignación y el placer se crucificaban, me dijo “yo también hago eso con los niños”.
El sonido del cortacésped está inevitablemente unido a las urbanizaciones con parcelas de jardín en cada casa. La clase media lleva su pulso de medir, enumerar, computar y controlar todas las facetas de su vida a su nuevo asentamiento de adosados. Sale todas las mañanas a determinar los milímetros de crecimiento que la hierba ha experimentado por la noche. Entonces saca su máquina y la rasura con el mismo esmero que sus mejillas. Es habitual verlos regar al mediodía, cuando el sol pega más, y el agua se evapora recién salida de inmaculadas mangueras. Esta tarde en el porche de la casa de Carmen oía el cortacésped, quise pensar que era como una composición de orquesta, donde el contrabajo suena al fondo de todos los demás instrumentos. Pero no resultó.
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Orestes y Nancy son dos pintores jubilados de sus trabajos en una academia de arte de Santander. Ahora se han trasladado y son vecinos en alquiler de Carmen. Los visité y me enseñaron algunos cuadros. Collages de Nancy en espiritualidad dispersada en una gama de colores, donde la imaginación se plasma en figuraciones reales. Orestes ha pasado por varias etapas. La primera realista, tras su llegada de Cuba hace veinte años. Luego aplicó el acrílico y el resultado se fue alejando de la conclusión interpretativa. Sus cuadros, siempre basados en la naturaleza, se abrían como meandros de significados. Actualmente trabaja con la tinta china, y utiliza la menor cantidad de recursos posibles para elaborar su discurso pictórico, donde la naturaleza está en el ojo de quien la visiona. Ha expuesto en numerosas salas, entre ellas una de Gernika, con una colección temática sobre la nieve.
Cuba y nieve. Oxímoron que nos hizo reir mucho cuando me contaron que un alto funcionario del gobierno cubano compró con dinero público una máquina quitanieves. ¿Nieve en Cuba? ¿Cuándo se ha visto eso? Repetía Orestes, con el acento ese que le sale como si tuviera un puro en la boca mientras habla.
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Al volver de la fiesta de cumpleaños del perro, sabía que pasados los años solo me acordaría de los libros leídos “Las ensoñaciones del paseante solitario” y “París era una fiesta”. Lo demás llenó un tiempo, como un odre contiene bebidas espiritosas y refrescantes que se integran en tu organismo, con una respiración maquinal.
En el mundo el G-20 sumaba incertidumbre a la economía doméstica. Los ministros y presidentes de bancos centrales que habían tomado parte en la reunión elaboraron un documento que complicaba el entorno económico mundial.
Cuando monté en el automóvil para partir, Daudet me miraba con un modo particular de atención, como si él tuviera la intención de escribir algo sobre estos días. Yo me he adelantado, sin reconocer la propiedad de las vivencias, que pertenecen al contenido valioso de todos los que allí estuvimos.