
Imagínense la escena. Un sueño que están teniendo ustedes. Es el día de vuestro cumpleaños y estáis solos en vuestra única soledad. El destino ha alquilado un local para celebrar la efeméride. Pero solo os encontráis vosotros a la hora señalada de un cinco de julio. En medio de la tediosa espera sin fin, una voz con sordina, como de policía de asalto, irrumpe: abandone la sala, está usted rodeado. La curiosidad vence la sorpresa que a su vez suplantó poco antes al miedo. Abrís la puerta del hangar y allí, en la inquietante luz naciente, se congregan al unísono cincuenta personas coreando vuestro nombre. Son el mapa oceanográfico de vuestra navegación vital: una hermana; vuestra pareja; los amigos del barrio, los de la escuela y el instituto desde hace cuarenta años; vecinos de hoy como si fueran de ayer; los de ayer en vuestro día de hoy; primos; un tío; padres como vosotros de hijos como los vuestros que juegan en el equipo de futbol del pueblo. Gentes venidas de los lugares que visitáis una vez al año, aunque sea más bien al revés – gente que va hacia vosotros todo el año en un solo instante -. En el aire denso y fieramente ligero también fluye el recuerdo de los que no están, los que se fueron de vosotros.
Lo de después es, curiosamente, lo que David Foster Wallace proponía. No pienses en peces, sé agua. La magia de la liturgia. El acontecimiento. El instante. Energía.
Esta historia tan infrecuente termina o recomienza con una pregunta. ¿A cuánta gente le ocurre que este sueño se convierte en renaciente futuro el día de su cumpleaños?
Pues Dios permite que lo que no existe
sea intensamente iluminado
Fernando Pessoa