Un diminuto ingeniero
va midiendo en el día
las longitudes del suelo.
A Mario le preguntaban si tenía alguna intención solapada o razón oculta. Mario decía que no, que siempre creía que vivía en el día siguiente, que no buscaba intenciones ni explicaciones a todo lo que le pasaba. Tampoco a este adelanto compulsivo. Sucede y ya está, decía. Mario siempre estaba en otro sitio, en otro tiempo. Cuando murió así lo percibió; no tenía movimiento, es cierto, pero aún le quedaban la forma, la posición, la masa y el tamaño. Seguía estando en el día siguiente. Su presente carecía de realidad y, como estaba siempre instalado en el futuro, por primera y única vez retrocedió al pasado. Se vio expuesto en una urna de cristal en la sala del tanatorio. Las visitas hablaban, ignorándole. Si supieran que Mario se ocupaba en encontrar momentos necesarios para seguir viviendo el día siguiente, a algunos se les pondría la carne de gallina, porque pensaba un futuro no muy lejano donde ser racional no es una cualidad deseable; lo pensaba en su receptáculo de cristal y se vio recordando las bajamares de su ciudad cuando tenían la serenidad del flujo y reflujo normal. Lo recuerda sin vivirlo. Hay pergaminos en las cuevas de los montes que lo testifican. Antes estaban los meandros y los arenales que quedaban al descubierto cuando las aguas se retiraban. Luego hicieron muelles y en el secano construyeron casas, muchas, a las que llamaron barrios, distritos, que servían para distribuirlos y ordenarlos.
No hicieron caso, urbanizaron sin medida, las poblaciones se unieron y todo se endureció por una gran membrana de cemento.
Las amenazas del clima son intangibles, no las percibieron porque su vida era corta. Embellecieron la ciudad, levantaron puentes y museos, trazaron grandes paseos, quizá con la intención imposible de volverlos más lentos. Todo lo veían como de trámite, como de tránsito de una parte a otra, con una velocidad que aplastó la lentitud de lo bueyes, el sosiego de los campos. Los edificios donde vivían se plantaron en las laderas de los montes, las carreteras los horadaron.
Lo sabían, pero no hicieron caso. La velocidad contrae el tiempo, la lentitud lo expande. Lo sé porque tengo que arrastrarme. Zigzagueo bajo mi cuerpo sin extremidades, reconozco todas las sinuosidades del suelo y la dimensión de mi existencia, junto a cucarachas, ratas y litófagos que perforan las rocas para hacer sus habitáculos cuando las grandes mareas bajan, no está dividida en partes llamadas segundos, minutos, horas… Ahora nuestra vida es más larga, no nos afecta lo que a ellos les exterminó, porque nos arrastramos, porque estamos por debajo de lo que llamaron dignidad humana. Ya no tenemos ningún destino, ninguna ambición, y nuestros ojos sin párpados están dorados por crepúsculos interminables que nunca se apagan, lentos como nosotros.
Hoy me he deslizado por un manuscrito, estaba extendido en el suelo de una grieta: alguien ya sabía que es un esfuerzo notable sentarse a trabajar la inmovilidad. Otro día me arrastraba por el polvo de la tierra cuando en un papelucho encontré un poema que algún desconocido de tiempos remotos había escrito, ¿Cuándo? No es importante saberlo, el pasado sigue perdido, solo interrumpido por huecos o intervalos que dicen que todo ocurrió.
Encaramado en las rocas altas veo cómo todo está cubierto por el agua; luego, cuando la luna se redondea, el agua se retira más allá del horizonte como arrastrada por una gigante maroma. Entonces veo los esqueletos de hormigón allí abajo. En este mismo instante nuestra anatomía se ha adaptado a la escasez, a las distancias cortas.
Algunos estamos notando el inicio de unos apéndices que se difunden por los intersticios de nuestra piel blanda y viscosa. Empezamos a estar preocupados.