Sueño de una mujer que luego educa a niños.
Cuando la princesa cumplió quince años, su padre, el rey, dio una gran fiesta que duró varios días con sus noches, fueron invitados monarcas vecinos, nobles y plebeyos. El pueblo entero celebró el acontecimiento comiendo y bebiendo de las bodegas reales. En la madrugada del último día no quedaba nadie en pie. Los reyes dormían en sus tronos, los nobles en sus sillas lujosas, los soldados recostados sobre sus lanzas o en las casernas de la guardia, el pueblo llano lo hacía en el suelo de la fortaleza y en los heniles.
Reinaba el silencio.
De pronto, muy cerca del castillo, la tierra comenzó a moverse hasta que se hizo un agujero, por él apareció la terrible cabeza de un monstruo enorme. Nadie se despertó. La bestia emprendió un camino del que no parecía tener ninguna duda: el castillo.
Una verga le colgaba. Poco a poco se iba endureciendo y alargando hasta arrastrarla por el suelo. Cuando vio un pato que se acicalaba en una acequia, sin pensarlo dos veces, lo cogió con sus enormes manos le dio la vuelta y lo penetró.
El falo del monstruo le salía al pobre animal por el pico desencajado. Después le tocó el turno a una oveja, un cerdo, una gallina; un burro, una vaca, una cabra y un cisne que trasladaba su belleza de una parte a otra del foso de agua que rodeaba el castillo, corrieron la misma suerte. El semen de la bestia salía por sus bocas, y esa sustancia lechosa y viscosa iba cayendo sobre las hierbas y arbustos reproduciendo otras plantas con los mismos rasgos que el monstruo. A la novena follada, ante los chillidos de un peregrino que pasaba por allí con su bordón y esclavina en busca de un santuario, a quien el monstruo confundió con un caballo de lo inclinado que iba, alguien se despertó y dio la voz de alarma. El dragón volvió a hundirse en la tierra. Esperaría otra ocasión.
El rey fue informado de lo sucedido. Mandó cegar las saetas y los matacanes, también ordenó levantar una empalizada alrededor del foso. Además dobló la guardia.
Pasó el tiempo y llegó el verano. El calor apretaba. La corte dormía en las horas de la canícula. La princesa languidecía en sus gasas de tul entre aburrida y amodorrada en su aposento. De repente, el suelo de la habitación se movió.
-¡Un terremoto!- exclamó la princesa, y el tejido transparente de seda se onduló por la brisa de su aliento.
En medio de la cámara apareció el horrible monstruo, esta vez vestido con un finísimo traje “Príncipe de Gales”, con corbata incluida. En sus manos un fresco y enorme ramo de diente de león, que ofreció a la princesa. Esta no daba crédito a sus ojos, no podía separarlos de la enorme polla que le colgaba al monstruo por la bragueta abierta del pantalón. No sabía si debía asustarse o estar contenta. Por una parte deseo que el bicho la atravesara con aquella extensa y gruesa dureza. Un sentido infuso le dijo que luego asomaría por su boca rompiendo todos los órganos que encontrase en su camino; aunque, seguramente merecería la pena, su vida era aburrida y seguiría como todas las vidas de princesas.
Disfrutando con antelación, un color rojizo en su semblante, enmarcó el aspecto de una risita contenida que no logró recatar a un pensamiento extraño, especial: se vio como mártir de un santoral. Mártir de la polla. Le gustaba.
Entonces el monstruo se acercó a la damisela y le dijo:
-Princesa, he venido a por tu diente de hierro.
La princesa quedó estupefacta. Abrió desmesuradamente su boca vacía, solo albergaba un diente de hierro en el centro. Pero el dragón los tenía todos y necesitaba una lima para afilarlos. Se lo arranco de cuajo y se fue.
La princesa se turbó pensando en los dragones perversos de los cuentos.
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Ilustración: Veintidós relatos picantes. Felix María Samaniego, Pepitas de Calabaza.