Cuando entro me recibe la sonrisa oficial de una careta con la comisura de los labios hacia arriba. Detrás de la máscara hay alguien que me desea buenos días. Yo creo que he venido en mal día; un día excesivamente luminoso, nítido y nacarado como su dentadura. Menos mal que tengo empañados los cristales graduados de las gafas y no sé hasta donde llega la media luna sonriente de su boca, pero creo que va más allá del límite de las mejillas.
Dicen que reírse es sano, que mueve muchos músculos de la cara, que no hace falta ir a un gimnasio para ejercitarlos. Hasta cuando los nervios atacan o el miedo morigerado quiere evitarse, aparece la caricatura de una risa. Pero es estúpido que el hombre (o lo que sea) de la tienda de disfraces, a la que he entrado para comprar una nariz, me sonría porque no me ve. Seguramente le habrán obligado a ir a uno de esos cursos asertivos que dan las empresas y los comercios a sus empleados. Siempre hay que mostrar buena cara y disposición. Pero qué sabrá él (o lo que sea) de mi cara. Solo ha escuchado el resorte acústico de la puerta al abrirse, pero no me ve.
He alcanzado el virtuosismo de la desocupación absoluta del cuerpo. Largo fue el alcance. Todo comenzó por la cabellera de la parte alta de mi cabeza, luego los rasgos de la cara y el inevitable descenso paulatino hasta los pies.
Por lo menos el empleado (o lo que sea) se podría haber mostrado sorprendido. La puerta se abrió, es cierto, pero ver unas gafas empañadas y una visera suspendidas en el aire que avanzaban hacia él (o lo que sea) dan para cualquier alteración del ánimo.
Soy el hombre invisible. Es lo que me pasa por leer algunos libros, que los personajes están más cercanos y son más creíbles que la gente con la que me cruzo todos los días.