Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa;
luego perdí el mar y entonces todos los lujos
me parecieron grises, la miseria intolerable.
Albert Camus.
I
Leo a Camus todos los veranos. En realidad hubo un verano, ya lejano en el tiempo, que dediqué por entero a la lectura de sus obras. Desde ahí, siempre que el calor comienza a azotar este lugar semidesértico, con su sol blanco de mediodía y ese aire estancado y bochornoso que nos despoja de toda ternura y de toda maldad, vuelvo a sus libros. Vuelvo a ellos porque su querencia de desierto y su búsqueda de un encuentro con lo humano que permanece inalterado en el tiempo, me descubrieron mi propia forma de estar en el mundo. Era la de Camus, pero era la mía. Sólo en ocasiones excepcionales ocurre que la literatura nos fuerce a considerar que nuestras pasiones, nuestras ideas, se están expresando a través de las palabras de otro. Entonces no podemos soportar la usurpación y acabamos por apropiarnos de las palabras de una manera tan íntima y definitiva que, en lo fundamental, ya no se puede decir que no sean nuestras. Abrazamos así en ellas lo que en realidad hemos sido siempre, ese instante con pretensión de eternidad.
Recuerdo leer El extranjero, los relatos de El exilio y el reino o El verano, sentado sobre las piedras ardientes de Cala Cantalar, ante un mar deslumbrante que abrasaba mis ojos cuando los retiraba un momento de las páginas. El gusto a salitre vuelve ahora a mis labios cuando abro de nuevo esos libros. Las ideas pasan, la historia acontece con su cúmulo de destrucciones y miserias, con sus gentes que luchan cada día por vivir y algunas sólo por sobrevivir, mientras el mar permanece. El mar de Camus y el mío, ya confundidos para siempre, bañando las orillas de Orán y de Argel, como bañaba los días de mi infancia a la intemperie.
Sólo los espíritus solitarios, que abrazan la misantropía por amor a los demás, saben de la irreparable pérdida del mar. Recuperarlo es salir por un momento del curso de la historia, dejarnos mecer por su cadencia, permanecer deslumbrados por su reflejo metálico en las horas en las que el sol cae a plomo y todas las sombras se reducen a la mínima expresión. Un intento de detenernos en plena insolación para mirar de frente lo que somos.
II
Mi primer recuerdo del mar son las horas de tedio. Esperaba sentado en la húmeda orilla, a pocos metros de mi madre, a que mi padre emergiese del mar. A veces traía pulpos. Otras regresaba con las manos vacías y una gran sonrisa en la cara. Mientras duraban sus inmersiones, yo practicaba todos los juegos posibles que ofrecen el mar y la arena, embadurnado de los pies a las cejas, hasta que el aburrimiento hacía presa en mí. Entonces me quedaba mirando al mar, intentando adivinar en el horizonte el tubo por el que respiraba mi padre, o sorprenderlo en el momento en que se impulsaba de nuevo hacia el fondo con un golpe de sus aletas sobre el agua. Trataba de imaginar entonces qué fantásticos paisajes submarinos estaría contemplando y, con estremecimiento, reconstruía el encuentro con una morena o un marrajo, del que mi padre saldría triunfante en el último momento. Una de las condiciones para el desarrollo de la imaginación es el aburrimiento. Quienes siempre están entretenidos con diversiones o aquellos otros a los que la vida no ofrece nunca un momento para no hacer nada, a menudo ven reducida su imaginación al mínimo. El mar me brindó aquellas horas para el juego solitario y el tedio librado al ensueño. La sensación de abandono en la espera, y el sol de mediodía sobre mi cabeza que mi madre mojaba de vez en cuando con un cubilete de plástico. La desnudez con la que ofrecía mi cuerpo de niño a las mansas olas que llegaban hasta la orilla. El sincero placer de ver cómo la marea, en su crecida, destruía parapetos y fortificaciones de arena húmeda y compacta, arrasando sin esfuerzo lo que yo había construido con esmero. El mar destruía mi vanidad de constructor, y me enseñaba algo sobre lo efímero de nuestros esfuerzos para que nuestras obras permanezcan. Algo que aún no era capaz de entender. Y quizá sería mejor no llegar a entender nunca, y volver al puro y simple regocijo de contemplar con alegría aquella destrucción para comenzar de nuevo.
Más tarde, el mar fue los amigos, la libertad y los límites del propio cuerpo. Las tardes de junio, bajando desde la Partida del Fabraquer, por una pequeña carretera asfaltada, hacia la playa de Muchavista. Flanqueados por hileras de tomateras enredadas en altas cañas. Siguiendo el curso de una acequia que discurría junto al camino, bajo el sol implacable de las cuatro de la tarde, acompañados por el agitado zumbido de las chicharras. A mitad de camino había una pequeña ermita de paredes blancas, a esas horas siempre cerrada, en un recodo desde donde ya se veía el mar. Después, cuando ya lleváramos un rato en la playa, escucharíamos desde allí su pequeña campana.
Éramos libres en el mar. Dábamos la espalda al mundo y nos lanzábamos contra las olas de cabeza, llenos de fuerza y de júbilo. En los días de mar agitado, cuando se encrespaba, nuestra alegría era aún mayor: ya podíamos batirnos en duelo con él. En ocasiones una ola te atrapaba y te revolcaba, lanzándote contra el fondo de blanda arena, haciéndote dar dos y tres vueltas antes de soltarte y dejarte salir de nuevo a la superficie. Entonces reíamos, mirábamos hacia el horizonte desafiantes, saboreábamos el agua que el mar nos había hecho tragar, quitábamos las algas de nuestro pelo y nuestra cara, y volvíamos a lanzarnos, con más fuerza, contra la siguiente ola. Nuestros gritos de guerra respondían así a las campanas que daban las ocho, mientras el sol comenzaba a declinar y la sombra de algunos edificios se proyectaba sobre la playa, recordándonos que aquel mundo que habíamos dejado atrás no había desaparecido.
Mi infancia y mi adolescencia crecieron en el mar. En él también conocí el amor y las trágicas separaciones de tantos septiembres que nos arrancaron de nuestra existencia a la intemperie para encerrarnos en ordenadas filas de pupitres. El mar me convirtió en buen estudiante: hice todo lo posible, y lo conseguí casi siempre, para no tener que estudiar nunca durante el verano. Todo el año me esforzaba para que las notas del último trimestre no dejasen ningún suspenso. Mis calificaciones no eran en absoluto excelentes, pero sí suficientes para disfrutar del mar, sin preocupación, desde junio hasta septiembre. Al disponer de un ancho y luminoso presente, comencé a leer algunos libros durante mis largos veranos, sin que nadie me obligase a ello, y quizá precisamente por eso. El mar me esperaba siempre, y me recibía en su seno generoso, bajo un cielo abrasador.
III
Quienes habitamos este litoral hemos perdido el mar dos veces. La primera quizá fuese inevitable, y tiene que ver con la forma en la que la vida nos obliga a dar la espalda al mar para enfrentar el mundo, emprendiendo el camino contrario al que nos dirigía, todavía jóvenes, el ejercicio de nuestra libertad. Pero si digo «inevitable», no se debe entender con ello irreversible, pues siempre podríamos volver de nuevo la espalda al mundo y recuperar los días de verano en el mar, el sol de mediodía haciendo sudar nuestra piel, deteniendo de un golpe cualquier pensamiento dirigido hacia el futuro. El salitre en los labios, la mirada deslumbrada por el brillo metálico sobre la superficie levemente ondulada del mar. Pero entonces nos encontraríamos con nuestra segunda pérdida: el mar, como tantas otras cosas en nuestro mundo, ha caído en manos de aquellos mercachifles que nos suelen vender la vida a trozos. Se ha convertido en algo que se consume a horario fijo, en temporadas acotadas, en las que sucedáneos de libertad llamados «ocio» o «vacaciones» se brindan a las masas abrumadas por el peso de su cotidiana existencia. Cada día es más difícil ignorar el asedio de este mundo que todo lo quiere transformar, cortar, vender, desarrollar, controlar, etiquetar y vigilar, sobre un mar que siempre ha sido ajeno a estos designios. Todo se llena de entretenimiento, de juegos hinchables para los niños a unos metros de la orilla, de chiringuitos, de extensiones ganadas a un lugar que no es de nadie por el comercio de esas horribles tumbonas de alquiler. Ni siquiera la arena de la playa es aquella que pisaban mis pies de niño: tuvieron que extraerla del fondo mediante un complejo procedimiento porque el mar había devorado la costa. Los ciclos del viento, rotos por el muro de ladrillo y hormigón de los bloques de apartamentos, impidieron la renovación natural de las arenas, y el Mediterráneo, en cumplida venganza, borró las playas. Pero la Técnica posibilitó construirlas de nuevo, y a partir de entonces se puede decir que se convirtieron en playas industriales en el sentido más material del término (a parte de estar atestadas por esa otra industria del turismo); hoy son playas no formadas por la naturaleza sino por el curso natural del desarrollo industrial. Sólo algunas han sobrevivido a la urbanización masiva y a la colonización del turismo, que es la forma que la guerra económica contra la vida toma en aquellos lugares en los que la luz y el mar estaban tan presentes que no incentivaban en nada la mentalidad industriosa presa del ansia por asegurarse el futuro.
El mar que perdí sólo lo encuentro en mis recuerdos, o en esos secretos rincones de la costa donde nada nos distrae de su presencia, donde el mar es el mismo de siempre, el mismo de mi infancia y el mismo que amaba Camus. Si puedo desperdiciar varias tardes allí leyendo, nadando bajo el sol, secándome sobre piedras ardientes, sumido en esa tierna indolencia que brinda a todos sus hijos, retorno a aquellas regiones luminosas de una libertad muy sencilla. Retengo esa infantil alegría para la que el puro presente era siempre bastante. Y así, el mar dos veces perdido, por un momento es recobrado.