
Todo el mundo conocía los desmanes y delitos del ministro. Antes que el juez instructor. Este ha tardado ocho años en hacer público las imputaciones al ministro y a 27 altos cargos de su ministerio. El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, habría creado una red para el cobro de comisiones, al menos entre 2014 y 2018, a cambio de diseñar leyes y reglamentos acordes a los intereses de empresas gasísticas y energéticas “clientes” de su bufete. Los medios, abierta la veda, relatan ahora coacciones a empresarios y periodistas, soslayos críticos con el entonces todopoderoso ministro. Desgranan detalles del grueso proceder del señor Cristóbal, descubridor de las ínsulas gestaponianas. Nada dijeron. Menos aún protestaron. Algunos, como el periodista Federico Quevedo, reconocen que tenían problemas con Hacienda. Pensó en suicidarse. ¿No es un suicidio el silencio en quienes se reivindican firmes enemigos del totalitarismo “venga de donde venga”?
El ministro y su personaje emergen surreales. El uno y el otro no estaban en el mismo lugar cuando su taimada voz de Cuasimodo lanzaba al aire insinuaciones y advertencias. Dejaba caer en el mismísimo Congreso que periodistas en RTVE cobraban demasiado; que actores y profesionales liberales pleitesanos de la progresía no pagaban impuestos.
Investigó y filtró datos fiscales de sus más letales enemigos, sus compañeros de partido. De momento se conocen dos: Rodrigo Rato y Esperanza Aguirre. Se trataba de una shakesperiana lucha en las torres podridas de la Dinamarca del gobierno.
Que la instrucción se haya hecho pública ahora, cuando sobre el gobierno de coalición progresista arrecia un halo de ilegitimidad por corrupción, ensombrece aún más no la causa, sino el sistema. Devuelve a la ciudadanía su rostro de guiñol que repite en bucle: “la democracia va bien”. En la torre hamletiana del sistema el destino no sólo sostiene la calavera de los partidos políticos. Su marea negra llega a los muelles del propio Estado, e inunda las marismas sin diques de control y separación de su misma Dinamarca. La instrucción judicial es una causa contra un Estado, no el español sino el Estado, cuyas costuras y columnas separadas se desvertebran por metástasis compulsivo. Hay una crisis de alternancia. Otra de regeneración política y ética. Esta infección bacteriana, a pesar de la insistencia en su carácter únicamente viral, apoca la vida cotidiana. La mengua en un manto de cinismo del “esto es lo que hay, solo queda escoger entre corruptos de ambos bandos”.
Los aminoácidos de este ADN corrupto se ven en el microscopio que nadie mira. Cerca del 40% del PIB en España son contrataciones del Estado. Con ese desorbitado montante de dinero, ¿Qué empresa no está dispuesta a hacer “lo necesario” para garantizarse una adjudicación o un contrato? ¿Cómo es posible que los partidos, órganos del Estado vivientes de sus generales presupuestos, necesiten financiarse aún con mayor denuedo que hace décadas de mordidas para mantener su red clientelar y kafkiana?
Esta mafia se asienta en la ley puesta a su servicio. Desde la plusvalística ley vasca del suelo y su aplicación delictivo urbanística en ayuntamientos de Euskadi hasta los Reglamentos y Directrices de Ordenación del territorio en los confines provinciales más inhóspitos de la Península ibérica. La depredación urbanística y la planificación territorial son el torrente leucémico del estado de derecho en España y sus autonomías.
La compartida transversalidad política zurce a todos, todos, los partidos con representación en parlamentos y ayuntamientos. Allí se ungüenta el mismo remiendo que tiene lugar en el Congreso de los Diputados estos días.
Si los Ábalos, Santos Cerdanes, Garcías, Bárcenas y Montoros – y antes que ellos los Alfredos De Miguel del PNV, los del 3% en Catalunya, los EREs en Andalucía – representan ese totalitarismo grumoso, hay otro disparado con las balas del lenguaje escolástico de ciertos medios progresistas. Su consigna inquisitorial es: entre los partidos cogidos en flagrante corrupción, no todos son iguales; los que tal cosa sostengan, son de la antipolítica, es decir, hacen el juego a la extrema derecha. Esta es la verdadera victoria de la corrupción y el totalitarismo: el latrocinio con atenuante si lo ejercen los nuestros. Por lo demás tiene esta consigna una coda de corte fascista: a quien tome distancia ética y política con el sistema, responsabilizarle de que ganen los otros, que son un poco más corruptos y además fascistas.
Este discurso de filas prietas y glúteos duros tiene como último fin el legitimar como grande e indivisible al sistema de partidos existente y único capaz de articular la participación y ejercicio político de la sociedad. Esta no estaría legitimada a superarlos bien creando nuevos o mediante movimientos populares, sino solo a elegir entre ellos.
La llegada desde el más tenebroso allá de Cristóbal Montoro acerca los sucesivos achaques naturales del poder en los últimos treinta años. El fin agónico del felipismo, el de la aznaridad de patria en la cartera, la del marianismo rajoyista con sentencia de organización criminal. Le toca ahora a Sánchez y su gobierno y al partido que se ofrece como regenerador. Alguien dirá: es el Estado, idiotas. Montesquieu lo sabía. Por eso también a él lo matan aún un poco más cada día. Y Cristóbal Montoro se ríe como el señor Burns en Los Simpson.



