De todas las anomalías en estos días de virus bamboleantes, hay una que se ha convertido en regla, al menos para mi. Los hechos han tomado la forma de su máscara grotesca. Y los protagonistas de la nueva realidad que sigue siendo igual de obtusa llevan tiempo bailando al son de su propia mascarada. Unos permanecen y otros desaparecen o incluso optan por exiliarse, primero de si mismos o de la figura grotesca que les dio forma, después del otoño caduco de su propia consistencia. Al rey emérito del país que fue España nadie le profesa con orgullo el antaño amor embelesado. Las salamandras y las lagartijas se han hecho las dueñas de la piscina del patriarca. La hacienda en la que se retiraba respira un cansancio inaudito. Sus paredes se inclinan como bajando los brazos. Los rastrojos y las japónicas siempre trémulas se han hecho con el dominio de ese silencio abandonado.
Lo cierto es que el monarca Juan Carlos I había abandonado mucho tiempo antes su propio país. En las cocheras del palacio y las antesalas de las residencias en las que alternaba sus encuentros con las amistades más íntimas, un ambiente de tierra seca impregnaba hasta el ánimo de los hujieres y la guardia secreta. Cada crujir de los cuartos adornados con el parqué de hace dos siglos emitía una letanía de réquiem continuo. El patriarca apenas posaba su mirada en los retratos que se le aparecían balanceándose en las paredes de las escaleras y salones. Sus ancestros, impávidos y deliberadamente oblicuos en su luz decadente, se le presentaban ahora por primera y esclarecedora vez como el presagio de un fin tortuoso. Por fin, al igual que ellos, había entrado en la boca devoradora de la historia.
Nada hay tan angosto y premonitorio como la mano condescendiente de un heredero. Si algo tuvo claro el patriarca Juan Carlos I fue esa máxima convertida en principio categórico. Hay una traición heredada en cada gesto de renovación. Esa es la verdadera y única historia, ahora murmura Juan Carlos I para los interlocutores que se esconden en los cuadros donde se ríen de él todos los que a su vez traicionaron y fueron traicionados. Los despojos que dejó esa batalla sin fin cayeron sobre el pueblo como el aguacero de la inquina.
Los generales de botas relucientes como el alba, los notarios atribulados, los prefectos con una obediencia atroz, los historiadores de sonrisa de luna rota, los gacetilleros tenebrosos escondieron en una sonrisa de incienso malsano todo lo que fue el patriarca en los años adustos. Los tribuleros emprendedores y banqueros del país le obsequiaban con objetos de hartazgo excesivo. La sombría reina Sofía refería en la rutina de su distancia frases de presagio lapidario: ojalá no te odien tan de repente como ahora te aman.
Y todos los designios de tormenta iracunda que se conjuraron para hacer de un hombre el patriarca de un país tronaron fuego y trompetas con la sordina de un olvido ponderoso. Y los notarios atribulados, y los prefectos antaño de obediencia atroz, y los historiadores de sonrisa de luna rota, y los gacetilleros tenebrosos se agitan ahora de sus jorobas el polvo de tanta pleitesía. Solo algunos generales de botas relucientes como el alba, ven en la partida del patriarca a un lejano país un ocaso de hogueras donde lo que arde es la patria en sus ascuas tenebrosas.
En los cuartos del palacio donde los pájaros saltean y placen victoriosos, quedan esparcidos cheques y vales de los tesoros en moneda y cuentas que tuvo el patriarca. Permanecen ya no en su memoria como antaño. Ahora se aproxima a su riqueza tanteando su posible equivalente que al cambio de la historia es una exigua miseria.
Las tribulaciones del heredero Felipe VI se acomodan en nubes negras. Es el hijo que vio con ojos de salamandra la calma tensa que impregnó su estancia en las horas de príncipe relegado. En su despacho quedan hoy al resguardo documentos inapropiados para este tiempo de guillotinas simbólicas. Son los leales quienes desertan, le advierte la reina doña letizia. Son ellos los que enlucen la noche irrelevante y la convierten en un ascua de mitos calcinados.
Y mientras, por las ventanas cedidas por el viento se cuelan los papeles y órdenes y memorandos que con letra de niño viejo y desdeñoso escribiera el patriarca a banqueros y testaferros leales. En la huida toda cantidad es imprescindible.