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El tren La Robla Bilbao revisitado

Txefe Martinez Aristín 14 octubre, 2013     Comment Closed    

La pregrinación hoy es otra: extranjeros que vienen de recorrer el camino de Santiago. El ferrocarril de La Robla a Bilbao está lleno de ellos. A principios del siglo XX, miles de leoneses emigraban a los Molochs que engullían mano de obra para el próspero Leviatán industrial que hoy muere de si mismo ¿Qué fue de aquellos pueblos? ¿Quienes recorren ese perdido tránsito del que urbes como Bilbao o Barcelona deben tanto? Eternos bosques de espigados robles engullen como gargantúas el tren. La sierra leonesa con sus laderas pardas descienden sinuosas  próximos a los raíles.

Matallana. Estación de luz limón. Hemos de llegar aquí. Igual que en La Robla, simplicidad primigenia: una calle central en torno a la estación; otra transversal que la complementa. Matallana supera hoy a La Robla por mor de la autoridad ferroviaria correspondiente; La Robla en la que cruzamos andenes desquebrajados y hangares roídos, hace sólo medio siglo partieron de sus andenes miles de anónimos soñadores.  Hoy de aquí sólo parten y llegan mercancías.

Matallana es la estación de la comarca. Varias vías incrustadas en polvorientos caminos adyacentes a la calle principal se pierden en la lejanía. Sin duda pertenecen a ramales que bajaban a esta estación procedentes de las minas. Hoy son caminos para andarines. Desde 1890 cuando terminó de levantarse esta línea, hasta bien entrado los años 60, los montes leoneses fueron horadados por generaciones de mineros que mezclaron su sangre con esta tierra radiantemente rojiza. Tiempos de explotación del hombre por el hombre, de revueltas, revoluciones, utopías.  Matallana no recuerda hoy a Buenaventura Durruti, el mítico anarquista, que en este pueblo trabajó en las hoy ignotas minas de las lomas, y en donde organizó revueltas antes de emigrar perseguido. De estos valles, siendo unos críos, tomaron  viaje a lo desconocido otros como Buenaventura,  que luego serían históricos líderes anarquistas, Angel Pestaña o Diego Abad de Santillán. Abandonaron el campo yermo y la explotación mortuoria de las minas leonesas. El tren de La Robla era el animal mitológico a lomos del que huir.

Minas y sotobosques

El carbón tiene sus días contados. La Robla rebosa carteles y pancartas, y Matallana luce alguno también. Las tolbas de carbón se apiñan vacías, aunque robustas, en las vías de las estaciones.  Despojos de hangares.

Los pasajeros del tren que debe llegar a las 21:25 a Bilbao este 24 de septiembre no huyen al Moloch industrial. Tienen sus ordenados portátiles y sus tablets. La mayoría no habla siquiera español. El campo leonés que observan por la ventana es una sucesión de pueblos de ojos vacíos. El inglés enjuto de rostro, pelo cano, nariz teutona y sonrosada, lleva en su camiseta no just travel, explore ! ¿Explora el origen de este ferrocarril? Es el guía de un nutrido grupo de 15 ingleses que vienen de Santiago de Compostela, vía León, hasta Bilbao.

Inmenso pantano de Arija

Experimentar la lentitud. Probarla en tiempos veloces. Vagar por la inacción. Montarse en este  tren La Robla-Bilbao es engañar el paso de la tortuga. Siete horas en un tren articulado por tres vagones unidos y premisos, como un paquidermo que respira el traqueteo antiguo urdido por el pulmón del motor de gasóleo

Tren construido en 1890 para transportar carbón y llevar emigrantes de las comarcas leonesas a Bilbao. Traqueteo de  sensaciones. Echamos los pasajeros carbón al motor de la empatía. Utilizando el mismo transporte – mejorado que los antecesores. Pasear su alma por otro cuerpo que se acompasa con el movimiento rotatorio del pasado y del presente.

En el presente yo reflexiono y me adormezco en el feudo de la modorra. Sueño, olores de chorizo y queso, alubias y potajes, mientras oigo el rasgueo del cuchillo en la hogaza. Abro los ojos. Los asientos de madera, ensamblados en tiras de encina, barnizados y ennegrecidos por el enredo de los culos, ahora son asientos tapizados por tela de cretona.

Miro por la ventana. Lo que se mantiene incólume al paso del tiempo son las nubes otoñales, estriadas como huesos mondos lirondos del esternón de un gran animal. Un otoño que empieza con los días por delante, acotándose y extendiéndose en el calendario igual que los raíles del tren y las cincuenta y una estaciones hasta el destino.

Mientras tanto, grandes vaguadas repletas de frondosos árboles – para uno de ciudad, los árboles no tienen nombre que les diferencie – bosques en los que ahora el pequeño tren parece un bicho más perteneciente a la innumerable vida que se oculta en los sotobosques. Un gusano metálico que abre los ojos reticulares a la belleza del inmenso pantano de Arija, que desde muy cerca del trazado ferroviario, casi a bocajarro, me muestra las comisuras anchas de su boca extendida.

Más cerca en el interior del vagón, tres mulatas quieren estar diez centímetros más cerca del cielo subidas a sus tacones. Una se baja en Cistierna, otra en Guardo, otra sigue. Vuelvo a caer en el duermevela. Un hombre bajito y enjuto, con una boina calada en su cabeza de alfiler, camisa arremangada hasta los codos, achispado, toca una esquirla cerca de mis orejas. Sobresaltado despierto, y veo unas manos menudas que me extienden una bota de vino. Oigo risas, y algarabía de hombres y mujeres que van a un lugar que no conocen.

El tren se para. Estamos a pocos metros de la estación de Pedrosa. Los pocos pasajeros que se han montado en los pueblos cercanos y los extranjeros se impacientan. La vía está bloqueada por dos postes del tendido eléctrico – pensamos – caídos. «La otra vez, un burro muerto en la vía». ¿Habrá sido así desde 1890? En mitad del todo, Abedules y chopos miran con ramas asustadas. El protocolo burocrático se suma a nuestro viaje: llamada al mando, del mando a la autoridad, retén de retirada, levantamiento de los postes. En 1890, sería de otro modo: los pasajeros bajarían para levantar los postes. Tras 45 minutos, el pasaje es evacuado. En las vías observamos los postes caídos: su base está carcomída. Un inglés le señala a otro pasajero: «It´s like the country«. Enseguida percibimos lo sucedido: un camión junto al paso a nivel que se halla a treinta metros ha tocado el tendido derribando los postes. En el paso a nivel no hay indicación alguna de la altura a la que se encuentra el tendido. Al otro lado del paso, en el horizonte de la línea ferroviaria hay más postes tendidos. Seis. Todos ellos presentan un aspecto muy parecido al primero.

El autobús que ha de llevarnos hasta nuestro destino viene de Villarcayo. Sortea a toda velocidad posible y con pericia las sinuosas curvas por carretera: Espinosa de los Monteros, Valle de Mena. Algunos pasajeros llevan esperando un buen rato: una hora. Un rugido como tísico emana del motor. El guía de los ingleses intenta arreglar el respaldo de su asiento; se lamenta después de que no dispone de wifi. Typical; llama a su hotel pidiendo una furgoneta para recoger los equipajes. El resto sortea los bandazos con silenciosa resignación. En esto comulgan con las generaciones que hicieron este trayecto hace 100 años. Resignación.

Cuando parece que el autobús va a echar sus pulmones, estamos en Balmaseda. El revisor ordena apearse e incorporarse al tren de cercanías con Bilbao. El guía protesta que los viajeros no han sido informados. Nosotros reclamamos que el autobús prosiga hasta Bilbao. Y a las 22:05 de la noche, entablamos una lisérgica conversación con el revisor

El revisor es un cartesiano

Le hechamos en cara la decisión unilateral de él o de su superior de no proseguir en autobús. ¿A qué hora llegaremos a Bilbao? En 50 minutos. Imposible, entonces, coger enlaces a esa hora. Le enseñamos las fotos de los postes carcoídos sobre las vías.

– Que están carcoídos lo dice usted. Para usted lo estará, para mi quizá no lo estén.

Le advertimos que los 50 minutos de trayecto desde Balmaseda hasta Bilbao perjudican a los viajeros que necesiten coger enlaces o metro.

– Ponga, si lo prefiere, una reclamación. Le responderán.

Los pasajeros permanecen en silencio escrutando la discusión. Es el silencio de este y del país del que proceden los peregrinos extranjeros, también en silencio.  La cartesiana refutación  del locuaz revisor nos ha hecho dudar incluso de si estamos en un tren o en un avión, que pudiera ser, según se mire al tren sin alas ni propulsores. Pero pudiera ser que estamos en un avión, a tenor de la velocidad con la que pasamos estaciones. Las quejas, la presión, han surtido el efecto de batir récord, a costa de convertir el modesto tren en una coctelera en las curvas. Llegamos en 24 minutos a la estación del hospital de Basurto, levantado cuando el ferrocarril La Robla – Bilbao cumplía su mayoría de edad. Los pabellones militares de Garellano, contiguos al hospital, son hoy pasto de rascacielos esqueléticos, producto de una fructífera recalificación urbana que pone plusvalías donde antes hubo memoria. Son las 22:25 horas de un 24 de septiembre, aunque no sabemos de qué año porque hemos hecho un viaje a muchos años entre La Robla y Bilbao.

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Autor: Txefe Martinez Aristín

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