Todas las citas electorales son la escenificación formal de la ausencia de democracia sobre la que se sustentan las sociedades contemporáneas.
El ritual del voto, ejercido con espíritu cívico y responsable, es una afirmación de irresponsabilidad individual ante el chantaje social que propone delegar libertad y autonomía a cambio de seguridad y certidumbre. El ritual del voto, ejercido como un «mal menor», tapándose con dos dedos la nariz, es la afirmación de la impotencia por parte de aquellos que, aun siendo conscientes de la farsa, siguen pensando, en el fondo, que «algo podría ir mal» si no lo hicieran.
Así, la lógica de lo menos malo encubre, aunque sea por un momento, la sospecha de formar parte de lo peor.
Pero lo peor del voto del miedo no es el miedo —que puede tener sus razones, fundadas o no—, sino el voto mismo. La idea subyacente de que una representación mejor, o menos mala, supondrá algún grado de mejora, o de freno en la degradación, de la situación social contemporánea. La aceptación del argumento implícito que señala que las democracias parlamentarias del capitalismo son democracias incompletas, y que una participación distanciada, táctica, no es más que la utilización de un medio imperfecto para un fin legítimo.
Como en toda producción ideológica, aquí, la verdad está puesta cabeza abajo. Las democracias parlamentarias, sustentadas en el sufragio universal y la elección de representantes políticos, se organizaron, precisamente, para eliminar cualquier tipo de democracia directa, no para ir conquistándola «voto a voto»; para dar una pátina de participación igualitaria al proceso de brutal explotación y desposesión que el mundo de la producción y el consumo industrial viene desarrollando desde hace más de dos siglos.
David Van Reybrouck lo ha explicado bien en Contra las elecciones. Para salvar la democracia (2017). Aunque su propuesta de extender el sorteo como forma alternativa a las elecciones vuelve a recaer en la ingenuidad de pensar la vida política como una esfera separada y autónoma de la vida material de quienes la sufren o participan de ella. Y da por sentado que la economía capitalista se ha desbocado, y provocado un deterioro social inédito, únicamente por una gestión inadecuada del poder político que surge de unas determinadas formas de producción y distribución, de un modo histórico de satisfacer —y a su vez crear— diferentes necesidades sociales.
Ese poder, surgido de la diferenciación en clases, de la separación violenta del ser humano respecto a su naturaleza social, no puede ser utilizado estratégicamente sin contribuir a reproducirlo. Pero tampoco puede ser reformado, como desde fuera, mediante una innovación metodológica (reforma de la ley electoral), o la aplicación paralela de métodos de participación alternativos, como los sorteos, que supuestamente distribuirían mejor ese poder entre todos aquellos que se encuentran sometidos a él. En cualquier caso, la escala inmensa en la que ese poder debería ser distribuido y aplicado es inseparable de la inmensidad de las fuerzas de producción y la organización técnica que requiere el entramado de las sociedades industriales, cuya naturaleza es intrínsecamente anti democrática.
Los llamamientos a la participación electoral, y los lamentos por la enésima «crisis de la democracia», son la mejor prueba de la mentira social que, cuanto más invoca la participación formal, más hace por culminar el proceso de desposesión real; cuanto más proclama un cierre de filas para salvar la democracia, más evidencia que el proceso de acumulación capitalista la necesita cada vez menos. Cuanto más proclama la defensa de las «libertades conquistadas», más medios utiliza para reducir a una existencia servil a la mercancía humana excedentaria.
El lema de «no nos representan» olvidaba a menudo señalar que la representación política surgida de la farsa electoral sí representa algo: la aceptación mayoritaria del proceso de explotación y dominación creciente que el mundo industrial necesita para seguir reproduciéndose, y que muy pocos están dispuestos a cuestionar hasta sus últimas consecuencias. En muchos casos, para algunos tan solo se trataba de encontrar una representación mejor o, como en el caso de Van Reybrouck, de modificar los métodos de elección de los representantes para que sean más equitativos, sin llegar a plantear que la representación política no es en ningún caso la solución sino parte del problema.
No se trata, por tanto, de encontrar la marca electoral que mejor represente nuestros intereses en un momento dado —por parciales y tácticos que estos sean—, sino de hacer visible, mediante la práctica social, que la vida es algo más que la lógica del interés, y que quienes digan lo contrario son los enemigos más directos de la libertad, aun cuando hablen en su nombre, y precisamente por ello.
II
El voto del miedo ha funcionado porque el miedo era real. La deriva de las sociedades contemporáneas, la incertidumbre, ansiedad y temor a la exclusión definitiva de los procesos de reproducción social, no puede más que despertar inquietud incluso en aquellos más integrados, por no hablar de aquellos con una posición más incierta, y aquellos otros que, directamente, han estado siempre relegados a los márgenes de la sociedad, y que en la última década han visto como su número crecía exponencialmente.
Pero una de las cualidades del miedo es que siempre proyecta sobre un objeto más o menos reconocible, tangible, lo que surge en realidad de una sensación indefinida de aprehensión y vacío. Por eso, también, es una sensación muy propensa a la manipulación. Porque en ese vacío, si las condiciones son propicias y los medios adecuados, se puede situar cualquier significante —un símbolo, un grupo, una ideología—, favoreciendo así el paso de la parálisis normalmente asociada al miedo, a la acción desesperada cuando el peligro se encarna en una amenaza «real» e inminente. Suspender el juicio y salvar el pellejo, esa es la lógica del miedo.
Así ha funcionado el espantajo de Vox, al que se ha pretendido neutralizar electoralmente mediante el mismo recurso a la manipulación del miedo que le permitió aglutinar descontento y malestar en torno a lo que se presentaba como una fuerza de choque. Un dique de contención frente a la amenaza de descomposición social, que es bien cierta, pero proyectada sobre objetos falsos; es decir, construidos ideológicamente desde una práctica partidaria y electoral.
Ante las acusaciones de ser una formación de «extrema derecha» o directamente «fascista», Vox insistía en presentarse como un partido —o, como han comenzado a decir, un movimiento de resistencia— de «extrema necesidad». Lo que, además de un eslogan de campaña, pretendía ser una declaración de intenciones: estar del lado de los marginados y expulsados, y señalarles claramente quiénes eran sus verdaderos enemigos: el independentismo catalán, la inmigración ilegal, la ideología de género y la izquierda cultural. Explotar la sensación de incertidumbre y degradación social para orientarla hacia grupos e ideas claramente reconocibles. Así, todos aquellos que temiesen ser, o se sintiesen ya, relegados a la irrelevancia social, podían ver en Vox a alguien que no les decía que la culpa era suya por no haberse esforzado lo suficiente —o que la culpa era de entes tan poco abarcables desde lo cotidiano como los bancos, la casta, la troika, o el Ibex35—. Vox les decía: la culpa es de gente concreta que os desprecia por lo que sois. Y lo hacía en un lenguaje en el que muchos se podían reconocer, recurriendo a la marrullería, la fanfarronada, el bulo y la mentira, la simplificación falaz y el maniqueísmo más pueril. Virtudes retóricas, todas ellas, que las llamadas redes sociales llevan fomentando desde hace más o menos una década.
Nicholas Carr, en su último libro La pesadilla tecnológica, en un artículo titulado «El candidato de Snapchat», cuenta cómo la narrativa electoral clásica en EEUU se vio alterada por la irrupción de las redes sociales durante la campaña de 2016, y contribuyó al ascenso de Donald Trump. Carr señala que no es tanto la información y el debate político sino la provocación y la descalificación lo que mejor funciona en los entornos digitales creadores de «opinión». Y quienes mejor han entendido esto han sido los partidos y organizaciones que se agrupan en lo que se ha denominado «derecha radical». No es casual, por tanto, que Steve Bannon, artífice del ascenso de Trump, y alentador del Tea Party, esté apoyando ahora a Vox y a otros partidos similares en toda Europa, y que haya lanzado recientemente la plataforma The Movement para tratar de aglutinarlos en un frente común de populistas y euroescépticos.
Pero el mensaje de Vox no solo llegaba por la naturaleza de los medios que utilizaba, hacía falta quien le prestase oídos a lo que tenía que decir, y ese caldo de cultivo se había estado cocinando a fuego lento desde los inicios de la recesión económica en 2008 y, sobre todo, con la llamada «cuestión catalana».
La mayor inquietud para el espectro progresista era, precisamente, ese componente transversal del voto a Vox. Es decir, que los más temerosos sobre su posición social, los marginados y desesperados, se echasen en brazos de esa mezcolanza de nostálgicos autoritarios, ultra liberales y conservadores identitarios, como ya está sucediendo de hecho en gran parte de Europa.
Los perfiles demoscópicos del «votante medio de Vox», que empezaron a publicarse desde principios de año, desconcertaban la opinión común que describía a Vox como un partido residual, abrazado y alentado exclusivamente por algunos privilegiados extremadamente ideologizados y cuatro gatos nostálgicos. Tanto por la edad media, como por la situación laboral y educativa y el arraigo territorial, el perfil del votante de Vox reflejaba que una parte de trabajadores —mayoritariamente hombres—, pequeños empresarios, y jóvenes precarios, con un nivel educativo medio y que vivían en ciudades de tamaño mediano, se podían sumar al voto del miedo. No por estar totalmente excluidos, sino por su temor a caer en la espiral de un proceso de empobrecimiento e inestabilidad que cada vez afectaba a más grupos de la descompuesta clase media.
Desde ahí se lanzó la contra ofensiva electoral del ala progresista, advirtiendo de los peligros para la democracia, la involución de las libertades arduamente conquistadas, etcétera. De nuevo, la estrategia del miedo. Se trataba de señalar el riesgo de que una parte importante de aquellos que hace tan solo ocho años podrían haberse integrado en las filas de la indignación, diesen el paso a formar una alianza con la radicalidad de derechas.
Desde 2008, el descontento social había pasado por la indignación, las asambleas de barrio, las mareas, y las marchas por la dignidad, hasta llegar al ascenso electoral de Podemos. La marca electoral se presentó, desde sus inicios, como el instrumento de «los de abajo» para recuperar la soberanía arrebatada al pueblo por los poderes fácticos, un nuevo populismo que venía a cambiar el tablero de juego, apelando al «verdadero patriotismo», haciendo guiños constantes a las fuerzas armadas, y evitando —al menos en un principio— identificarse con una izquierda institucional desgastada y abocada a tener un papel testimonial. Supuestamente, se trataba de construir una herramienta de transformación social para una mayoría, «ni de izquierdas ni de derechas», que quería recuperar su vida, previa a la crisis. Un instrumento de ruptura con el «régimen del 78» que venía para cambiarlo todo. La deriva posterior de Podemos, cuya institucionalización —y participación entusiasta en las labores de Estado junto a «la casta» frente a la que había construido su discurso político— fue fulgurante, acabó llevándolos a asumir como programa político de mínimos, durante la pasada campaña electoral, la Constitución de 1978; piedra angular del régimen que decían combatir. Un cierre del círculo perfecto.
De modo que, para cuando Vox ocupó posiciones en el espacio del nuevo nacional-populismo, Podemos ya se había convertido en representante de una socialdemocracia 2.0 que solo podía aspirar a facilitar la recomposición del PSOE. Por lo que su «alerta anti fascista» acabaría haciendo el juego a un discurso del miedo que estaban lejos de poder capitalizar y convertir en escaños.
III
La estrategia, sin embargo, ha funcionado solo a medias, porque Vox no ha desaparecido del mapa político, sino todo lo contrario. Llamarlos fascistas pudo ser útil dentro de la farsa electoral para dar alas al «que viene el lobo», pero, más allá de que muchos fascistoides se agrupen en Vox, la cosa parece que puede tener mucho más recorrido, y lo iremos viendo en los próximos años.
La quiebra de las condiciones de vida bajo lo que algunos han llamado «capitalismo terminal» (Corsino Vela, 2018), puede llevar muy lejos la descomposición social en curso. En los años de la indignación y la spanish revolution, algunos ya sostuvieron que parte de los indignados podrían aspirar a respaldar la figura de un «hombre fuerte», del clásico salva patrias, que se presentaría bajo un traje nuevo (Colectivo Cul de Sac, 2012). Papel que, en parte, Podemos intentó cumplir sin éxito, y que Vox sí podría estar en condiciones de representar de ahora en adelante. Sobre todo, porque no tendrá que formar parte de un gobierno tripartito que lo hubiese obligado a plegarse a las reglas del juego, y podrá crecer a sus anchas en futuros escenarios de estancamiento económico y descomposición social.
Frente a ellos tendrán un progresismo cultural cuyos gestos serán impotentes para contener el declive de las sociedades industriales. Declive que hasta los más miopes saben que se trata de un proceso global, relacionado fundamentalmente con la incapacidad para producir valor de la economía capitalista en su etapa crepuscular, y del acceso a unos recursos energéticos menguantes y por ello cada vez más caros. Un proceso muchísimo más complejo que las aritméticas electorales con las que nos tienen entretenidos durante estos días contertulios y periodistas. Un proceso que pasa también por la descomposición acelerada de la UE, donde Vox, y otros como ellos que llegaron antes, aspiran, en unos cuantos años, a dar la puntilla definitiva a la utopía de la «integración europea».
El radicalismo de derechas o nacional populismo, que se está consolidando en el seno de la sociedad industrial globalizada, tiene el aspecto de un fenómeno de largo recorrido. Mucho más relacionado con la deriva autoritaria en la que las relaciones sociales capitalistas llevan inmersas desde hace prácticamente medio siglo, que con sus expresiones electorales más recientes.
Responder a estos fenómenos mediante la participación electoral, movidos por el miedo a «que llegue el fascismo», es una muestra más de la victoria ideológica del Estado y el Mercado frente a la sociedad. Como me comentaba hace unos días David Watson (En el camino a ninguna parte. Civilización, tecnología y barbarie, 2018), mientras discutíamos sobre estos asuntos: parece como si, en pleno hundimiento del Titanic, nos apresurásemos a salir corriendo para apagar un fuego que se ha declarado en sus cocinas.