«Al rato dejamos atrás el Valle de Henry Fork; pequeños y prósperos ranchos salteaban la vista, el grano crujía con gusto mientras maduraba a la luz cálida de la mañana, y los campos de alfalfa recién segada se distinguían como manchas brillantes en medio del paisaje pardusco. Los álamos temblones comenzaban a tornarse amarillos; por todas partes se extendían espectaculares mantos de áster morado, menos donde crecían matas de chamisa, ondeando sus dorados plumeros. Y planeando por encima de todo, un cielo de azul intenso, con alguna que otra nubecilla liviana y blanca vagando perezosa. Cada brisa traía perfumes de cedro, pino y salvia».
Elinore Pruitt Stewart dió testimonio en 1909 de su aventura vital, como colona venida de muy lejos, en las altas y tempestuosas tierras de Wyoming. Sus cartas, dirigidas a la señora Coney, su antigua patrona, son a la vez un relato cargado de sentido cotidiano y sobre todo un canto a la fiesta de la vida. Elinore Pruitt está más que a la altura de Stevenson y London juntos. Tal es su destreza a la hora de contarnos las muchas historias de quienes moran alrededor de ella y el arollador vitalismo de su prosa.
El conjunto de cartas de Elinore Pruitt publicado por Hoja de Lata impresiona porque como si estuviera en la cima de una cresta, por ella se despeñan varios mitos: que el buen narrador ha de ser erudito; que el colono norteamericano hecho a sí mismo, origen del indivualismo americano, nace en estas tierras. Elinore no pisó una escuela en su vida. Su prosa posee un poder de atracción salvaje, como el de las escarpadas cimas y los profundos bosques. Su relato describe que el apoyo mutuo entre todos los colonos que vivían a 30 millas a la redonda fue esencial para sobrevivir. Así que mientras se construía un mito que justificase la competencia mercantil, sabemos que por debajo subsistió en el nacimiento de la mal llamada nación norteamericana una verdadera cultura de solidaridad, de vida sin mediación burocrática o tecnológica, de simbiosis con el entorno natural. Frente a la crítica urbanita que considera lo rural un universo paleto alejado del arte, Elinore Pruitt nos describe la riqueza oral que al refugio de la hoguera nocturna corre con la narración de historias y venturas. Lejos, a cientos de millas queda la cultura de hollín mercantilizada que se ha impuesto a riesgo de estar fosilizada.
Thoreau se retiró a los bosques a vivir hacia sí mismo. Elinore Pruitt se retira para vivir con todo. Su vitalismo de mujer inasequible al desaliento en una región de mojigatos y toscos mormones, la convierte en militante por carácter de una hospitalidad hacia el peregrino, peregrina en constante vivencia hacia los demás. Cuánto hay que aprender a vivir del testimonio crepitante de Elinore Pruitt.