En la lujosa villa de salón rococó, Martín Villa recibe al psicoanalista con esa sonrisa distante, recta y impostada en su rostro redondo y abombado. Un hujier vestido en tonos mora les deja, con un recelo acusador, como pensando que es un huésped poco digno de sentarnos en el sofá cachemir del señor Rodolfo. O señorito, porque Martín Villa ha menguado en los últimos días. Su nombre corre como los restos de un libro deshecho al viento. La Interpol, esa agencia del proorden tendenciero del que él fue un fiero defensor, lo ha incluído ahora en su lista de buscados. Rodolfo, el señor, vive un exilio interior pesadillesco que no se acaba ni al acostarse. Las fronteras son para él ahora más difusas, y en sus sueños da con sus resentidos huesos en húmedas y ahogantes celdas; oye gritos como de perro enfurecido lacerándole el oído; la respiración se le corta por una capucha apretada a su cuello desnudo. Le piden primero, le chillan después, golpeándole, citándoles nombres, pero Adolfo no delata a sus compañeros. Resiste en un orgullo que pronto dejará de ser inmaculado, pero que surge, al menos, digno. Le sangrarán las uñas, las muñecas, más tarde las encías y los globos de los ojos. Una picana más allá de una puerta chisporrotea como una hoguera en brasas. Traspasando la mugrienta pared, un grito proveniente de la muerte entra desfallecido en los oídos de Rodolfo que se despierta al fín sin percatarse que se encuentra en el diván de cuero rojizo.
— Qué hago aquí?
— Es la sesión habitual que tenemos los miércoles, Rodolfo.
El psicoanalista le tiende un vaso de agua mientras se incorpora enjuagándose la frente fría y húmeda como la tundra.
— Hablaba de alguien, Rodolfo, quizá alguien que conoció, gente a la que trató, quizá.
— Me encontraba en un lugar en el que nunca he estado. Y no me obedecían. Era yo el que tenía que obedecer. Pero no servía de nada tampoco, el tormento seguía y seguía. No se lo va a creer, tuve ganas de morir. Sonaba un teléfono y recibían las órdenes
— ¿De quién?
— De un tal señor Rodolfo.