Una vez, hace mucho, tumbado en la hierba de un parque quiso besar con aquella nube a la chica tendida a su lado. Ella le dijo que prefería que lo hiciera con algo más corriente, que los labios son también muy esponjosos.
Entonces él clavó la nube en la tabla del cielo y allí quedó, cargada como un cuerpo afectado por alguna pasión.
Aquella felicidad del parque se estrelló contra el muro de piedra que su cabeza encontró cuando bajaba en bici, a gran velocidad, por la cuesta del puerto viejo. Pareciera que su incipiente mala suerte hubiera colocado un mojón para indicar la dirección de su vida. Aquella chica no le esperó los dos años que pasaron desde que ingresó en el sanatorio hasta su vuelta a casa.
Años después se casó con una que besaba como los pájaros, dando saltitos en todos los matices del azul.
Eran tiempos en que tocaba sacar el carnet de conducir a los dieciocho años.
Eran tiempos en que tocaba casarse cuando volvías del servicio militar.
Tener el primer hijo al correr del poco tiempo.
Eran dispositivos movidos automáticamente para transportarte por el tiempo.
Eran signos de puntuación.
Eran reglas que marcaban la extensión de la edad.
Los pájaros que le besaban se llamaba Yolanda.
Se fue con su hija recién nacida a seiscientos kilómetros de distancia.
Vivió solo, sin apenas salir, como ese cómico que veía en la tele y decía con gracejo: de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Cuando sentía algo por una mujer comenzaba a temblar.
Era un terremoto leve que presagiaba otro más fuerte.
Eran sedimentos depositados en el fondo de su corazón. Se decía cuando se ponía cursi.
Era la señal para no verla más.
Ahora oye el reloj de la cocina como un accidente orográfico que tiene días en pendiente montañosa y otros en llanuras escalonadas.
Como un derecho y como un tributo.
Cuando el cielo raso del techo de su casa desprende refriegas de reproches.
Cuando las puertas se abren en su pecho.
Cuando su pecho añora el pájaro que se escapó de su jaula, hay días que vuelve al parque. Se queda mirando unas plantas que terminan en punta aguda por un extremo y apéndice largo por el otro. Al separarse hacen ruiditos de minutero.
Los niños las llaman relojes, se las clavan en la ropa diciendo que las espiras que se van formando marcan las horas, y cuando se aburren patean a las palomas.
Ahora ha alzado la cabeza. En el cielo se abren rendijas claras. Muy dentro escucha la voz de su tía que dice: este niño parece tonto, anda siempre por las nubes.