Ni el gobierno, sus ministros o los altos funcionarios de España pueden decir si hubo espionaje a rivales políticos mediante el programa israelí Pegasus bajo el gobierno PSOE-Podemos, porque es secreto de Estado. Al mismo tiempo tranquilizan de que esas escuchas que se realizaron a mas de 60 líderes catalanistas, fueron supervisadas por un juez. Y por último, exigen los portavoces del gobierno de España a quienes sostienen que esas escuchas se han realizado, que lo demuestren. Es decir, que muestren evidencia de lo que está prohibido hacer evidente. Pero, dado que el propio gobierno asegura que hubo tutela judicial, debe deducirse que tales escuchas, en consecuencia, existieron. Para cerrar, aunque no del todo el círculo del vodevil, la ministra portavoz Isabel Rodríguez García oficiaba en la Cadena Ser, la oscura y jocosa noche del 28 de abril, un mantra que más sonaba a réquiem: en España, el Estado de derecho “ha funcionado y funciona”. Por lo que a esas horas se sabía, es que por lo menos, el Estado de derecho sí escucha
Pese al retorcimiento y la doblez, causa más sorpresa la aviesa defensa del gobierno que la misma abyecta práctica del espionaje. Es decir, el Estado de derecho descansa en garantes que recurren con sutil tendencia a violentarlo en favor de intereses de tribus políticas o de estado. Y de ahí, como de una espiral, se deduce que el derecho es violado por el propio Estado en aras de erigirse en su garante.
Y tal es así, que a la enfurecida ministra de defensa Margarita Robles le sale una respuesta en el mismísimo Congreso de los diputados más propia del camarada Beria en sus más resplandecientes años: a algunos de los independentistas espiados más les valdría no hacer mucho ruido porque si se publicara lo que les ha sido grabado, quedarían en muy mal lugar (*).
Hablemos ahora de los desaparecidos, por el momento. Son ese juez o jueces que tutelaron en nombre del Estado de derecho las grabaciones realizadas por el Centro de Inteligencia. Y cerremos el círculo con el argumento posibilista que sostienen numerosos panpatrióticos en los medios de comunicación: espiar a separatistas y proetarras no está de más. Al enemigo, aunque haya sido votado por todos los españoles, agua envenenada. Ergo, al enemigo, todo el peso del Estado. La resultante perfila un dibujo muy peligroso de la actual democracia: el Estado somos nosotros. Al que se añade una circunstancia muy de Ortega y Gasset: y nuestras conspicuas circunstancias. El pecado original está en el edén en donde los partidos políticos comieron la fruta de su sentido, que no era otro que constituirse como proyectos de Estado – incluidos los políticos catalanes espiados –.
El vendaje de lo sucedido en España no tapa su herida natural. Es decir, la posible crisis de gobierno, de darse, no modificaría la naturaleza del Estado ni la de los servicios de inteligencia al servicio político de este y del gobierno de una nación – y en algunas ocasiones al partido en el poder, o al líder absoluto de ese partido –. Los hechos hablan por sí mismos a fuerza de repetirse. Recuerden el escándalo de las escuchas del CESID a principios de los años 90 del siglo XX, que acabaron con la dimisión del vicepresidente socialista y ministro de defensa, Narcís Serra. Entonces, una parte del Estado y del partido en el poder, espiaba a las otras partes, en una encarnizada lucha de clanes. Así que el enunciado de la ecuación es la paradoja misma: el Estado transcribe con renglones torcidos las grabaciones ilegales que se hace a parte de sí mismo, así que cabe sospechar que no hará con los insignificantes ciudadanos carnes de cañón democrático.
(*) Si las escuchas se hicieron bajo tutela judicial, ¿Cómo es posible que la ministra de defensa las haya escuchado para saber que no les conviene a los escuchados que se hagan públicas? ¿No será que las ha recibido casualmente porque como ministra es mandataria del órgano que las realizó, el Centro Nacional de Inteligencia?