Son las nueve de la noche en Filadelfia, Estados Unidos, de un diez de septiembre de 2014. Para el resto del mundo, el tiempo se ha contraído a la velocidad de la luz hacia el estado de la más absoluta irrealidad. Un hombre y una mujer que aspiran a dirigir el estado más poderoso del mundo, acaban desnudando la esencia mínima del poder; no los átomos que lo componen y sostienen, sino los quarks primigenios desde los que ese poder sale de la antimateria para hacerse poco a poco realidad absoluta. Kamala Harris y Donald Trump fueron esa noche dos aminoácidos esenciales. Dos partículas con cargas opuestas, pero que cohabitan: el cínico posibilismo frente a la descarada y totalitaria manipulación; la vaguedad ante la injusticia dentro y fuera de Estados Unidos frente al narcisismo megalomaníaco; la contingente e interesada llamada a las clases media y trabajadora sin el quid pro quo del compromiso frente a los tambores de guerra y prisión para los que persiguen el sueño americano.
El debate entre Harris y Trump fue una sinfonía de estereotipos. Harris fracasó en presentarse como parte de una esperanza. Pertenece al status quo. No hay en su discurso siquiera un asomo de reflexión acerca de las fallas del sistema que generan injusticia y desigualdad. Si tiene fuerza como candidata se debe únicamente a que frente a su calculado posibilismo se encuentra la barbarie despótica en la que el sistema democrático puede convertirse: Donald Trump. La náusea frente a la barbarie. La necesidad del mal menor se transforma en ilusión colectiva forzada. Y la rueda de Tocqueville gira de nuevo. Aunque puede ir hacia atrás.
El 8 de agosto pasado, se cumplieron 50 años de la dimisión de Richard Nixon. Proto arquetipo de Trump, la doctrina nixoniana era todo lo absolutista que el propio sistema permite. Los contrapoderes son diques rebasados hace medio siglo. Trump se presenta como el outsider que va a corregir no el autoritarismo sino el autoritarismo en las manos de los detestables liberales de la élite. Pocos hay en la élite como él. Y porque pertenece a ella, es candidato a gobernar un país, a cuyos ciudadanos – como Nixon – desprecia. Al igual que, quizá en un par de grados menos, Kamala Harris.
La demoscopia crea ilusiones, a veces fatuas. En el debate de la noche del 10 de septiembre, los embustes mal artesanados de Trump rompieron sus costuras. Pero nada más. De momento. No hay un giro cualitativo hacia un debate sobre los problemas del país y lo que significa, y es, el poder que tienen el estado y en su cúspide el presidente. He ahí el quid del que nadie preguntó en el metaforseado monólogo de los dos candidatos. ¿Delenda est Norteamérica?