
En el entierro del Papa Francisco en la Basílica de Santa María La Mayor hay un contenido suspiro literario. Es una metáfora envuelta en un suspense, o un simple nudo de una narración prefijada. Es como si dos realidades convivieran: como el aceite y el agua. El agua, la realidad del convulso mundo y la de los católicos en él; el aceite, el Estado del Vaticano con su engrasado mecanismo tan lleno aún de rémoras y oscuridades. Los Papas mueren; el Estado Vaticano, permanece. Aunque el Papa Bergoglio no convocó un Concilio, decidió llevarlo a cabo sottovoce. Y al ritmo de la posibilidad en Roma. Su antecesor tenía ya ese plan en su inesperado retiro hace nada menos que doce años.
En este tiempo la Iglesia y el Estado del Vaticano han afrontado como han podido o querido sus más eminentes problemas. ¿Y los católicos? Los problemas del mundo, es decir, de los habitantes del mundo, caben en el enunciado de una encíclica: crueldad y holocaustos sobre la población en Oriente, invasiones atroces, hambre y guerras; deportaciones de los más débiles, injusticia, supremacismos ideológicos teñidos de populismos de guardarropía, y atroz mercantilización de la vida. El mundo está segmentado por estos vectores, pero quizá todos ellos sean meras variantes de dos antagonismos en la vida cotidiana: el poder y el sinpoder. Todos los poderosos estatistas del mundo con su tenebroso poder a cuestas estaban en el funeral del Papa Francisco. ¿Y los católicos? ¿Y el espíritu santo?
San Pedro exhorta a obrar “como verdaderos hombres libres, que no emplean la libertad como velo de la malicia, sino que están al servicio de Dios”. Estas palabras excluyen el “poder” y exigen una autoridad promotora de libertad. La cúspide de la Iglesia que habrá de elegir en cónclave al siguiente Papa. ¿Dónde estará el espíritu de los católicos?