
El viento de abril nunca se ha cargado de esta pesadez luminiscente en Bilbao. La luz es de un limón plomizo. La atmósfera se licua con una densidad expulsada de una impresionante coreografía humana. Son un millón de personas entregándose. Han dejado sus trabajos los que trabajan. Han cerrado las persianas comerciantes que no las cerraron ni en el día de su boda. Los pequeños abandonan las aulas para conferirse con sus padres en un éxodo del color de la exultación. Los ancianos y sus hijos, desdeñosos de ir juntos la mitad del año, emprenden de la mano el camino al punto de ofrenda concertado. Los ejecutivos cabalgan en la circunstancia estulta comulgando en sus vítores con los subalternos, borrachos, los desheredados, harapientos, los parias africanos vendedores de camisetas del Athletic trabajando al sol como nunca a 25 euros cada ejemplar. Los tribunos y los patricios beben de la desmesura plebeya e inconmensurable, sin agria condescendencia, sino en una plácida comunión.
Este millón de almas, de todo el Gran Bilbao y buena parte de Bizkaia celebra congregado por cientos de millares en cada rincón y barranco, paseo, muelle, acera, metro cuadrado de carretera. Cientos de millares. Están aquí y allí, y en cada hueco `posible por encima de la desdicha o la retahíla contumaz de los días; frente a la adversidad de la maligna economía que todo lo impregna con tu tiránica precariedad. Están todos comulgando el sentimiento áureo de la victoria que los azarosos dioses han conferido a su equipo, el Athletic, con el trofeo de la copa del Rey.
El club, azaroso como el cuasimodo de Notre Dame, y ávido, está también exhausto. Ha cobrado por beber a los 60.000 fieles que se trasladaron a la final en Sevilla. Ha cobrado por las camisetas que todo ellos portaron y los que ahora portan en esta millonaria celebración litúrgica; ha cobrado por ver la final a sus socios; está cobrando a los miles de embarcaciones que acompañan la gabarra por la ría de Bilbao, pese a no tener jurisdicción sobre las aguas de esa ría; ha cobrado a las decenas de miles de personas, familias, que hicieron una foto con la copa en San Mamés. La desmesura de su trofeo económico, salido de las costillas y los bolsillos de los aficionados, puede rondar los cuatro millones de euros. En Sevilla, la barra del Athletic cobraba 7 euros la caña y 10 el mini cachi de cerveza. Calculen 60.000 aficionados haciendo al menos cuatro o cinco rondas.
Esta exultación ha dejado dos planos bien definidos: en uno, la plantilla del club y sus directivos; en otro muy superior, en donde se congrega esta afición, penitente y pagante, sin igual. La metáfora ha ganado al mito como Prometeo a Hefesto. Solo que el Prometeo de esta afición se rinde a su dios el club, sin saber, o sabiéndolo, pero sin orgullo, que el club no sería nada sin él.
A esta legión prometeica castiga el Zeus de su propia desmesura. Hay una iracunda necesidad de gratificación interior en cada aficionado. Una justificación de cada utopía por antigua y olvidada que sea, la unidad nacional o la supremacía yaciente. De otro lado, las causa perdidas de cada cual o cada colectivo: ahí estaba la fotografía del joven Iñigo Cabacas Liceranzu, muerto por la Ertzaintza tras un partido en 2012, en la bandera que cubría la cubierta de un remolcador.
Escena la altura de la salida del bote en Las Arenas. Las ambulancias apostadas de la DYA provienen de Extremadura y lucen su pegatina de la Junta de esa región. Cada vizcaíno y vasco espera remendando puntadas a la resignación, una media de siete meses para una resonancia, una ecografía; para una operación solo algo más. Los dolientes pacientes pendientes de cita, de prueba u operación, dejan sus lamentos e incluso se convierten en Lázaros por un día. Las banderas, camisolas, gorras y los somáticos rostros rojillos y blancuzcos, solo tienen un diagnóstico en estas horas, el de un frenesí purificador, salvífico. Los candidatos a lehendakari prometen en estos días de campaña miles de doctores nuevos – ¿salidos y formados de dónde? –. Yo me pregunto si esa ambulancia, matrícula 7889 LFR, la pagó el pueblo extremeño a la DYA y ahora, como en un viaje lisérgico de la paradoja, los ciudadanos tan orgullosamente vizcaínos nos beneficiamos de su amortización.
El viento de abril manzanea la conciencia. Hay elecciones en Euskadi. La campaña languidece en una anorexia terminal siquiera de eslóganes manidos. Hay una sensación de extenuación moral, como en la antesala de los monzones que traen un cambio de más humedad. El onanismo de los partidos se ha vuelto de un puritanismo soporífero. Sus candidatos parecen salidos de un club de repelentes niñatas empollones. La diafanidad incluso en los timbres de voz, no permite distinguir – ¿así lo han perseguido los spin doctors de ambas formaciones? – a los candidatos de PNV y Bildu. Es el sueño eterno. Toda realidad se ha vuelto únicamente demoscópica. Lo cierto y lo acertado está en el mercado de votos, y por tanto de las constantes encuestas. Cada partido es una agencia de fondos de inversión de votos a futuro. El dios mercantilismo con eusko label flota también sobre esta multitud que ya se recoge después de que la gabarra y sus dos mil embarcaciones que la acompañan hayan pasado en dirección, aguas adentro, hacia Bilbao.
Ha sido una victoria. Un eco de lo que hace 40 años, y de los que lo recuerdan siendo niños y hoy con hijos ocupando los lugares que entonces ocuparon. Es esta una celebración eucarística de pueblo llano. Entonces celebraba haberse impuesto a Real Madrid Y Barcelona, dos de los clubs más grandes de Europa. Ahora una victoria sufrida ante el Mallorca.
Pasada la resaca celebratoria, la campaña electoral en Euskadi ha llegado tan a su detritus, que en los debates televisados la candidata Gorrotxategi, profesora de derecho constitucional, parca, liviana y atuendada de cómodos lugares comunes progresistas, ha ganado a los puntos al resto de candidatos. Rebajas o mercado de saldo. Su marca, pues es poco más que eso, tiene la categoría de bono basura. El resto del mercadillo político, vende plastiquerías como si fueran alhajas de segunda mano. Todo lo contrario que el Athletic. Factura como nunca. Pernada simbólica. Todo lo demás, la apatía y la exultación, el espejismo hegeliano y el remolino nietzscheano de eternidad, siguen su imprevisto de tesis y antítesis: patria y apatriotismo, precariedad vital y sublimación en rojo y blanco.