La tarea fundamental de la ciencia consiste en asfaltar el camino que lleva de una ignorancia a otra. Tanto si orienta su mirada hacia lo infinitamente pequeño como si lo hace hacia lo inconmensurable acaba siempre enredada con lo invisible, lo que no tiene nombre, lo que no podemos conocer. La ciencia habla el lenguaje de la fe cuando se enfrenta a sus propios límites. Por eso, un físico no tendrá ningún problema para creer, al mismo tiempo, en el bosón de Higgs y en Dios. Por eso, también, al común de la gente no le hizo falta esperar a saber si la Tierra giraba alrededor del Sol o era este el que giraba alrededor de la Tierra para seguir viviendo su vida como si tal cosa. Y al repartidor de comida a domicilio de nuestros días se la trae al pairo si el gato de Schrödinger está vivo o muerto, siempre que al abrir la caja lo que encuentre sea la pizza que debe entregar.
Que la magia, la religión y la ciencia han mantenido históricamente relaciones muy estrechas, casi incestuosas, es algo bien conocido y en lo que no merece la pena detenerse aquí. Y que cada una ha ostentado siempre una conveniente cercanía con el poder solo pueden negarlo los idealistas más incorregibles. El conocimiento mágico, el religioso y el científico se desarrollaron en planos paralelos a la vida del común de los mortales que suficiente trabajo tenían con subsistir y soportar a quienes pretendían gobernarlos como para meterse en disputas escolásticas o aprender los rudimentos del cálculo infinitesimal o de la cábala. Ni falta que les hacía. La ciencia pudo así, durante mucho tiempo, desarrollarse a espaldas de las necesidades cotidianas y coexistir con las creencias y supersticiones generalizadas que, como es sabido, sostenían incluso quienes la ejercían. Ya saben, Mendel era sacerdote, Newton practicaba la alquimia, etcétera.
Cuando las naciones modernas, surgidas de las distintas revoluciones políticas, comenzaron a afirmar que era posible organizar científicamente la sociedad y que el mejoramiento del ser humano era una tarea asumible mediante la aplicación del conocimiento científico, nadie imaginaba que entre sus memorables logros se encontrarían Auschwitz, Hiroshima y Chernóbil. Probablemente, ni Darwin ni Pasteur pensaron que llegaría el momento en el que la ciencia acabaría convertida en una religión de Estado y terminaría imponiéndose a la sociedad mediante el uso de la fuerza. Pero eso es precisamente lo que sucedió. Si no que le pregunten a Lysenko o al doctor Simón.
El caso es que, desde que la ciencia comenzó a tratar de mejorar el mundo y la vida de la gente, las cosas se han complicado un pelín, por decirlo suavemente. Si añadimos, además, que la ganancia económica, el culto a Mammón, se ha vuelto casi indisociable de la práctica científica, la cosa empeora bastante. Cuando las decisiones políticas se toman en nombre de la ciencia y, por ello, según nos dicen, no pueden ser cuestionadas, la revolución científica culmina el giro completo sobre su propio eje para dejarnos, de nuevo, ante la sumisión al dogma que pretendía combatir. Y en esas estamos.
Lo que sí podemos afirmar, tras año y medio de pandemia, es que la ciencia ha superado por fin su enorme dificultad para establecer hechos incontrovertibles y afirmar, por ejemplo, la relación causal entre una conducta y una enfermedad. Ya se sabe lo difícil que le ha resultado hasta ahora determinar, sin ningún género de duda, que miles de obreros hayan desarrollado cáncer por trabajar durante años con amianto y sin ningún tipo protección, o que el incremento de la leucemia infantil en Bielorrusia tenga algo que ver con la radiación producida tras el accidente de Chernóbil y no sea esto fruto de la casualidad. Ser concluyentes, a nivel científico, siempre ha costado mucho cuando las consecuencias afectaban a demasiada gente y el coste monetario podía dispararse. Sin embargo, hoy se ha superado esta carencia histórica y, como todo el mundo sabe, es un hecho probado que un botellón de estudiantes en Soria puede causar la muerte de varios ancianos en una residencia de tercera edad en Plasencia, o que, a partir de la una de la madrugada, si usted anda por la calle alegremente en Castro Urdiales, la incidencia acumulada se dispara automáticamente en Albolote.
La cuestión social, con la irrupción de la pandemia y sus gestores, ha culminado su conversión en un diálogo de sordos o una discusión futbolera, que vienen a ser lo mismo. Oficialistas frente a negacionistas, inoculados frente a antivacunas, responsables frente a irresponsables, enmascarados frente antimascarillas, etcétera. Cada cual puede hinchar por el equipo de sus amores: el Drosten-Fauci contra el Wodard-Bhakdi. Quienes prefieran opciones más exóticas siempre se pueden decantar por un Pàmies —por aquello de apoyar el producto local— o por el doctor Ryan Cole, de Idaho, que da sus conferencias con bata blanca y calzando botas de cowboy.
En las condiciones actuales hay que olvidarse de la ciencia como instancia para respaldar nuestros argumentos en torno al tipo de sociedad que está tomando forma. La política y Mammón, los mamones de siempre, han comprado sus servicios a perpetuidad. Y, si uno habla en nombre de ella —de la ciencia, aquella pura y desinteresada búsqueda de la verdad— mientras cobra un sobresueldo de Pfizer y proclama que hay que vacunar hasta al hámster de la niña (por si acaso), o si toma la palabra en nombre de Galeno para denunciar el genocidio perpetrado por las farmacéuticas y sus vacunas experimentales, invitado por la America’s Frontline Doctors —respaldada por el Tea Party—, al final viene dar un poco lo mismo estar de un lado o de otro. Quien sale perdiendo es el sentido común y la discusión pública necesaria en torno a las condiciones de vida y las formas autoritarias de gobierno que, en nombre de la salud universal, se nos están imponiendo.
La gente de ciencia se ha convertido en gente de fe. Pero la gente de fe también quiere ampararse en la ciencia. Así que las opciones para ejercer el libre juicio se nos están quedando más bien escuálidas. Si las respuestas de unos y otros, al final, resultan tan insatisfactorias, quizá es porque debamos comenzar a plantear preguntas diferentes.