
Pepe, Rafa, señores generales, Gracias por lo que hicieron por España.
Felipe González, presidente del Gobierno español, 15 de julio de 1997. Hotel Miguel Ángel de Madrid, en la presentación del libro 2001 días en Interior del ex ministro de Interior José Barrionuevo (Pepe) que sería condenado junto a (Rafa) vera ese mismo año a causa de los crímenes de Estado cometidos por los GAL y bajo su amparo y mandato.
Las efemérides también se escriben con sangre, pululan en el éter de la historia y lloran sin tiempo. El señor que ganó hace cuarenta y un años las elecciones en España copa las últimas portadas de periódicos y revistas. Felipe González Márquez vivió con alfileres de acupuntura aquella noche en carne propia como la más feliz de su vida. Fue justo un año antes de que a Felipa Artano Sagastume le mataran su hijo. El socialismo, o una idea muy moderna y bizarramente actualizada a la modernidad española, había ganado las elecciones. El dilema se suscitó de inmediato: si lo nuevo, aquel joven gobernante, aquel gobierno menos joven, aquellos otros partidos, llevaban en sí algo más nuevo que el añejo timón que había guiado el país hasta entonces. El país se desenvolvía en una ansiedad cotidiana de beneficios a bocajarro, de amaños a través de influencias, de ulteriores plusvalías inmediatas. El escritor Francisco Umbral pronto perfilaría un rasgo anguloso y determinante de la nueva clase gobernante, cuando desde las columnas del diario El País describía a los nuevos mandarines socialistas como los nuevos nacionalistas. A Felipa Artaño Sagastume, nada de esto le importaba. Bastante tenía con las vicisitudes de su hijo. Joven, jovencísimo, de 19 años, iluso e ilusionado, asustado, y militante del independentismo vasco. A ese hijo de Felipa aún no se le ha atribuido delito alguno. La policía tenía un testimonio de amigos en los que él y un tal Juan Antonio habrían colaborado en el atraco de un banco. Pero aquel 16 de octubre de 1983, no recuerda Felipa que el amanecer supuraba un aquieto plomo de nubes tenebrosas. Lo cierto es que el hijo de Felipa, a sus 19 años y Juan Antonio habían obtenido el permiso de refugiados en el País Vasco Francés.
Felipa no volvió a ver a su hijo con vida. Tampoco su hermana, Pilar. Felipa ha querido que su recuerdo formara parte de la constelación nubosa en la que el estado reconoce a las víctimas del terrorismo.
José Ignacio Zabala Artano, el hijo de Felipa, estaba acostumbrado al aroma trepidante y húmedo de las madrugadas. El significado interno de su vida, ese misterio de la juventud en volátil transformación quizá ocupaba los pensamientos mezclados con una Euskadi viviendo en utópicas colectivizaciones, o quizá bajo un fibroso gobierno celoso de la ortodoxia emancipatoria. Pero quizá no. Porque el hijo de Felipa era un joven de pocas abstracciones.
Fue capturado porque suponían sus captores que ocupaba, por una supuesta participación en un atraco a un banco, un papel importante en ETA. Sus captores querían obtener información con la que poder liberar al capitán de farmacia Martín Barrios, secuestrado por otra rama de ETA, ETA PM.
La vida de José Ignacio Zabala Artano y José Antonio Lasa Aróstegui, capturados al mismo tiempo esa noche enjardinada de tenebrosidad el 16 de octubre de 1983, fue breve pero atroz. Sus captores les infringieron todo tipo de torturas. Atrozmente inútil. Atroz su esencia posible. Atroz el silencio cómplice, atroces los protagonistas, los guardias civiles Felipe Bayo Leal y Enrique Dorado Villalobos bajo el no menos atroz teniente coronel Enrique Rodríguez Galindo. Son atroces las horas con sus minutos en las celdas del cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo. Son atroces las horas con sus minutos en la habitación del Palacio de la Cumbre, en el selecto barrio de Aiete en San Sebastián donde ambos jóvenes son sometidos a las duras torturas de su mortal periplo. Es aquí donde una noche, inconscientes y lacerados, reciben sin saberlo la morbosa visita del gobernador civil, Don Julián Elgorriaga, que disfruta como un niño arrancando las alas a una mosca indefensa.
Es la noche del 17 y Felipa habla con su hija Pilar. Les han dicho que lo peor puede haber sucedido. Nadie, sin embargo, puede ponerle contorno a lo peor. Porque lo peor no es la muerte, ni el asesinato. Es la muerte, el asesinato que no llega jamás mientras se consume poco a poco. Es la excitación hormonal de los captores y los superiores de estos lo que mantiene con vida los cuerpos absolutamente cercenados de los jóvenes capturados, convertidos ya en un amasijo de miembros dislocados y desgarrados.
Lo peor por ocurrir no va a ser el asesinato de los dos jóvenes a manos de Felipe Bayo leal en una fosa en Alicante. Será el silencio abotargado y continuo que durará doce largos años hasta descubrir los restos de sus cuerpos. Y no acabará ni aún en el sepelio, ya presentes ante su hijo y su hermano, Felipa y Pilar tengan refugiarse en el mismísimo cementerio de las balas de goma de la Ertzaintza que carga contra los familiares que quieren dar un sepelio privado a los restos. El juez de la Audiencia Nacional, desde Madrid ha dado orden expresa a la Ertzaintza de que nadie toque el féretro. Como si la Justicia, ciega de toda mesura, se arropara solo para ella el cuerpo torturado de aquel joven
Y con la orden del ertzaina al mando, los restos de José Ignacio Zalaba Artano, hijo de Felipa, descansan recibiendo sus últimos golpes violentos y sus familiares también.
Y el presidente Felipe González Márquez ve las imágenes de los porrazos en el campo santo, y su mirada parece inyectada en una distracción ensombrecida. Sabe, intuye, que, en ese féretro maltratado hasta su última hora, va también él, como así habrá de ser apenas un año después, cuando pierda las elecciones y su caída esté rodeada de ignominia.
Y Felipa Artano es aquel 21 de junio de 1995 en el camposanto de Tolosa pasadas las siete y media de la tarde la estabat mater, desgarrada por un dolor sin fin. Ahogada por el punzante olor que ha desprendido el fuego de las bocachas de la policía vasca, siente una náusea como de tiniebla.
El tiempo ha macerado poco más de 27 años después un aire de desgracia moral. En el año 2.000 un tribunal de la Audiencia nacional reconoció y sentenció que su hijo fue secuestrado, torturado y asesinado por guardias civiles al servicio del Estado. Felipa Artano recibió una indemnización del Estado de 155 euros, 25.000 ptas. En mayo de 2022 Felipa Artano Sagastume recibió una sentencia de la Audiencia Nacional. Le reclamaba 9.252,06 euros. Es el importe de las costas por un recurso que ella y su familia interpuso en el Tribunal Constitucional. El Ministerio del Interior se negaba a considerar a su hijo víctima del terrorismo, aduciendo que perteneció a ETA. La familia aducía que se vulneraba la presunción de inocencia, pues no existe sentencia que establezca la pertenencia de José Ignacio Zabala a ETA. El Tribunal Constitucional sentenció, contra el voto particular de dos de sus integrantes, que no se vulneraron los derechos del hijo de Felipa, y por tanto, procedía a no considerarle víctima del terrorismo. La jueza de la Audiencia Nacional Elena Zayas dictaminó que Felipa Artano, debía pagar 9.252 euros con seis céntimos por perder el juicio ante el Tribunal Constitucional. Así fue como, en una espiral sin fin, el último golpe que recibió el joven José Ignacio Zabala Artano fue el de su derecho a la inocencia que el Estado de derecho le garantizaba. Aunque desde las interioridades de este mismo Estado se orquestó su secuestro, sus torturas y su asesinato.