Humberto Eco ha fallecido recientemente. Siempre que un escritor muere, aprovecho para leerlo. El libro elegido ha sido Apocalípticos e Integrados. Es un libro cargado, gravitacional, en el sentido de fuerza que atrae. Es un libro equilibrado, que sustenta en la balanza de sus páginas todas las manifestaciones de la cultura de masas. Y como el mismo autor dice, es un libro que se resiste a ser condensado en una frase como “este libro dice que…”.
Apocalípticos e Integrados es uno de esos libros que los compras para leer, pero no lo lees. Te atrae el autor de moda, el título. Lo empiezas, subrayas párrafos y lo dejas apenas comenzado. Vuelves a leer algo del mismo autor, El nombre de la rosa, no puedes terminarlo, te abruma tanto detalle, tanta descripción historiográfica y cultural del medievo. A quien te pregunta dices que lo has terminado. Has visto la película y esa sí que no se te atraganta. Puedes hacer una sinopsis extensa a cualquiera que te lo demanda. Quedas bien, casi juegas sobre seguro, tu interlocutor probamente tampoco lo habrá leído entero. Es lo que tiene lo que está en boga durante un tiempo. Sirve para que el trago largo que te tomas tenga una graduación retórica ascendente que te nimba de cierto prestigio culturoso. Por eso mi costumbre antropofágica lo ha rescatado de una balda y sin la presión de la tontería que se escondía en las referencias cultas, que por cierto escondían otras biológicas con la chica que compartía contigo el espacio de la barra de un pub, vuelvo a abrir las pastas duras de la editorial Lumen, que guardan todavía mis huellas dactilares impresas en la octava edición de 1985.
Y encuentro la actitud de dos modos de afrontar el hecho cultural: la de los integrados, y la de los apocalípticos. Para los segundos, la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es monstruosa. “Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada la multitud” Heráclito. Sí, estamos ante la cultura como un hecho aristocrático. En contraste, tenemos la reacción optimista del integrado, dice Eco: “dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular, ponen hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos viendo una ampliación del campo cultural. Para ello tiene que adecuar el gusto y el lenguaje a la capacidad receptiva de las masas”. Estamos hablando de la banalidad, de una cultura balbuciente y sonante. De la existencia de una categoría de operadores culturales que producen para las masas, utilizando a estas para fines de propio lucro en lugar de ofrecer realizaciones de experiencia crítica.
Así queda delimitado el asunto: buscar en la base de todo acto de intolerancia hacia la cultura de masas una raíz aristocrática. Pero, de nuevo, lo taxativo se rompe y agrieta el hilo del argumento, porque el modo de divertirse de las masas, de pensar, de imaginar, no nace de ellas, todo ello le viene propuesto en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica. Todo queda colocado, como ya he dicho, en una balanza donde la defensa de la cultura de masas y la critica a esta cultura tiene su peso cada una en un plato exhaustivo que declara, interpreta, explica las dos posiciones hasta límites que agota y apura por completo.
De paso, y para comprender estos aspectos de la comunicación de la muchedumbre, expone Eco con orden en el capítulo “estructura del mal gusto” cómo en el terreno de la narrativa, diversos autores presentan su proyecto en relatos y novelas. Para unos, el interés fundamentalno es “involucrar al lector en una aventura de descubrimiento activo, sino, simplemente, obligarlo con fuerza a advertir determinados efectos”. Por estas páginas pasan Hemingway, Dante, Proust, Salgari, o en el plano cinematográfico, Stanley Kubrick. Por si fuera poco, continúa analizando mensajes del cómic. Esquirlas que se desprenden de la incapacidad de los mass media para expresar lo que no sea ya evidente y asimilado.
Sumergidos en una sociedad donde el exceso de información produce desinformación, es difícil discernir, pero es imprescindible apagar el televisor o pasar las páginas de los periódicos, y detenerse ante lo que no es redundante o de importancia mínima. Leyendo este libro, podemos entender algo más sobre la relación hipnótica de la pantalla, la confianza casi religiosa de los rating por parte de los empresarios que regulan así su participación financiera en determinados programas. Porque en lugar de ser el espectador el que modifica el gusto del programa, es una programación determinada la que fija los gustos del espectador.
No obstante, advierte Eco que el mayor riesgo es el rechazo indiscriminado de los nuevos medios de comunicación e información (todavía no había aparecido el internet masivo de hoy)
Como no lo puedo resistir, diré que hoy hay un público cada vez más interesado en el entretenimiento que en la información
Aun sabiendo que no lo van a hacer, les diría que leyeran este libro. Lo siento por mi propensión aristocrática, mi madre nació en Neguri.