En tiempos de guerra no duermo. Me mantengo todo el tiempo vigilante, junto a Ali, Karam y Adam, con sus pequeños cuerpos extendidos, con las extremidades entrelazadas, junto a su madre Safa sobre dos colchonetas de espuma. De este modo, cuando la estruendosa explosión que acompaña la destrucción de un edificio cercano les arranque del sueño, su Baba (Padre) ya estará a su lado, dispuesto a consolarles sin demora. Mis hijos no se van a sentir nunca solos. Ni siquiera por una fracción de segundo.
Mientras escribo estamos ya en el décimo día consecutivo en el que Gaza continua bajo el bombardeo de los aviones de guerra israelíes. La actual escalada comenzó en el barrio de Sheikh Jarrah en Jerusalén Este, allí varias familias palestinas tenían que comparecer ante un tribunal israelí que ratificaría que fueran expulsados de sus hogares. La crisis se agudizó el lunes 10 de mayo, cuando, en respuesta a las protestas, la policía israelí irrumpió en la mezquita de Al Aqsa, hiriendo a cientos de fieles palestinos. Fue entonces cuando los militantes de Hamás en Gaza decidieron tomar represalias lanzando cohetes contra Israel. Los ataques aéreos israelíes sobre Gaza los siguieron y desde entonces continúan. En los últimos diez días han perecido al menos 219 palestinos, entre ellos 63 niños y 12 israelíes. El miedo impregna cada centímetro de la Franja de Gaza.
No es la primera vez que Safa y yo somos padres durante un bombardeo. Alí, de tan solo 10 años, está viviendo su tercera guerra. Es la segunda para Karam de 7 años. Sólo Adam, de 3 años, es nuevo en esta experiencia. En cada embate al que nos enfrentamos, utilizo las lecciones aprendidas en los anteriores ataques para ayudar a mi familia a sobrevivir.
Cuando el 10 de mayo los primeros misiles israelíes empezaron a golpear la ciudad de Gaza, Safa y yo entramos en acción. Ella sacó las botellas de Coca-Cola vacías que teníamos guardadas, unas 25 en total para que las llenara de agua. En caso de que la metralla o el fuego de los tanques perfore el depósito de agua de plástico del tejado de nuestro edificio de apartamentos, al menos tendríamos agua para beber y cocinar durante unos días.
Al mudarnos el año pasado al nuevo apartamento, Safa y yo ya determinamos cual era el lugar más seguro para sobrevivir a un bombardeo. Queremos mantener a los niños alejados de las ventanas, dado que pueden romperse y los fragmentos cortar su piel. También tenerlos a una distancia prudencial de la pesada puerta principal, que llegado el caso se desgajaría de sus bisagras y los aplastaría. Sin embargo, el único lugar sin ventanas de nuestro apartamento está frente a la puerta. Safa y yo los instalamos en la sala de estar, en la esquina más alejada de su única ventana, más resguardados al menos que en los dormitorios que tienen dos ventanas.
Nuestras camas no caben en el salón, así que Safa y yo preparamos dos colchonetas de espuma, las colocamos una al lado de la otra y cogimos las almohadas de los niños y las mantas de Bob Esponja. Safa metió su bata de rezar bajo su propia almohada. De esta forma, si en mitad de la noche tenemos que evacuar, «Habibti (amada) tu vida es más importante que preocuparte por la modestia” intento decirle, de tal forma que podrá ponerse la bata por encima del camisón antes de salir a la calle, pero ella se limita a levantar las cejas con una media sonrisa indulgente que dice: mi marido, el no creyente.
Por la mañana, después de desayunar, mis hijos, normalmente alborotados, saben hablar en voz baja mientras su Baba se estira en las colchonetas. Llega el momento en el que me toca a mí dormir unas horas. El resto del día, lo pasamos sentados juntos en la sala de estar, los niños demasiado asustados para jugar, Safa y yo asegurando a los chicos que si uno de nosotros tuviera que salir de la habitación para ir al baño, el otro continuaría estando a su lado. Si comienzan los ataques con misiles, a menudo trato de llevar a mi familia a la planta baja, uniéndome a nuestros vecinos en esa planta del edificio de apartamentos, conociendo como conocemos, que cuando las bombas israelíes caen sobre los edificios altos, los únicos supervivientes (si los hay) suelen ser los de la planta baja. Esta es nuestra rutina de bombardeo.
Estaba vigilando a mi familia dormida de esta manera a las 6 de la mañana del jueves pasado cuando las explosiones empezaron a sacudir la ciudad de Gaza; los ataques de misiles llegaron con rapidez y furia durante el asalto de aproximadamente tres minutos, que no nos dio tiempo para correr a la planta baja. He vivido tres guerras anteriores y criado a mis hijos en esos aterradores momentos, pero jamás había vivido un bombardeo como éste.
Una hora después, ya me encontraba cargando en mi coche a toda la familia para conducirles a nuestro apartamento en Kan Younis, una ciudad en el sur de Gaza, donde al menos estarían más seguros que en la ciudad de Gaza. Agarraba el volante con más fuerza cada vez que debía pasar por delante de edificios gubernamentales o comisarías de policía, lugares que en cualquier momento podían ser potenciales objetivos y siempre resistiendo mi instinto de acelerar por las calles inquietantemente desiertas, sabiendo que el propio exceso de velocidad podía convertir a mi familia en un objetivo. Unas horas más tarde, estaba de vuelta en la ciudad de Gaza, donde tengo acceso a un mejor servicio de electricidad e internet de los que depende mi trabajo y respondiendo a una llamada de Safa que me comunica con alivio: «Fadi, los niños están jugando».
Pero antes, tenía que conseguir que mis hijos pasaran esos tres interminables minutos.
Cuando los primeros misiles explotaron, sacudiendo nuestro apartamento, Karam gritó inmediatamente y rompió a llorar. El rostro de Alí se ensombreció de rabia; le vi reprimir su impulso de llorar. Adam miró a su alrededor, confundido para después aferrarse a Safa y comenzar a llorar. Nos acurrucamos juntos, Safa y yo abrazando a los chicos mientras un misil tras otro se estrellaban implacablemente contra los edificios que nos rodeaban.
«¡Grita, grita!» les decía a los chicos, esperando que pudieran oírme por encima del estruendo causado por las explosiones. «¡Malditos sean los aviones, los pilotos!» Si conseguía que mis hijos gritaran, tendrían alguna forma de liberar su miedo. Y lo que es más importante, gritar les aseguraría que se acordaran de respirar, y que la presión de los bombardeos no se acumulara dentro de sus cabezas. Pero Alí, Karam y Adam estaban demasiado aterrorizados para gritar. Se limitaron a mirarme con ojos de súplica para que todo parara y esperando que hiciera algo para detener el bombardeo, para protegerlos.
Más difícil que pensar en cómo satisfacer las necesidades físicas de mis hijos, peor incluso que tener que tomar la decisión en una fracción de segundo, dudo sobre si ¿nos quedamos en un edificio que puede ser bombardeado en cualquier momento o saco a mis hijos a la calle, donde también nos pueden matar?
«Eres nuestro héroe, Baba», decían sus ojos. «Sabemos que puedes hacer que esto se detenga».
Baba puede llenar botellas de agua, pasar la noche en vela junto a ellos, arropar a Adam con una manta de Bob Esponja cuando se desprende de ella en su inquieto sueño, llevarlos a otra ciudad (que bien podría ser el próximo lugar de ataque), intentar disimular el temblor de su voz para que sus hijos no se den cuenta de lo aterrorizado que él también está.
Incluso puedo implorar a los padres de Estados Unidos para que pidan a sus representantes electos que dejen de financiar incondicionalmente al país que está lanzando esos misiles.
Pero por mucho que haya aprendido a través de asalto tras asalto a la Franja de Gaza, la verdad agonizante queda al descubierto en sus ojos suplicantes: Baba no puede hacer que esto se detenga. No puedo hacer nada para mantener a mis hijos a salvo.
Crónica de Fadi Abu Shammala publicada en la revista TIME el 20 de mayo de 2021.