Antes de la estrategia empresarial empleada por muchas empresas, llamada “obsolescencia programada”, todos sabíamos que los objetos estaban hechos para durar. Las cosas, en su amplia acepción desde enseres a edificios miraban imperturbables cómo nos movíamos por esa pista resbaladiza que son los calendarios. Las calles de los pueblos, con sus empedrados y sus casas, eran pisadas y habitadas por generaciones de las mismas familias. Nosotros pasábamos, y las cosas se quedaban.
Igual lo entendió el catalán Jesús Moncada Estruga en 1998 cuando escribió su novela Camino de Sirga, contando los avatares de los habitantes de un pueblo y su comarca entre los ríos Ebro y Segre.
Elvira Valgañón también emplea la misma composición: junta historias de distintas épocas hasta formar un cuerpo narrativo que ordena y repara lo desordenado por el tiempo. En Invierno van entrando las vivencias y los sucesos de unos personajes – incluso una huerta guardada por un espantapájaros lo es – a lo largo de siglo y medio. Voces que con su memoria episódica dan saltos en el tiempo como las ranas en un estanque – 1809, 1942, 1957, 1965 -, comenzando el tránsito en las guerras napoleónicas donde unos soldados desertan porque “una guerra no es matar a los labradores para quitarles el grano y la vaca”, y ampliándose en unos años de la posguerra española llenos de gente que se ha ido y de otros que vuelven. El miedo y la crueldad de esta época está presente, como no puede ser de otra manera, con una escritura ribeteada en negro como carta escueta que describe, porque los hechos en sí tienen la fuerza de lo tremendo. También, salvada otra distancia, nos sentamos en el poyo de la cabaña de un viejo pastor que nos cuenta otra guerra, la de Filipinas. Y en todo momento sentimos la mirada de ese ser mágico que es el espantapájaros, en cuyos bolsillos de su vieja chaqueta almacena experiencias, conductas y saberes de todos, nombrando un mundo con palabras – faetón, bargueño, dalle – que ya no existe, pero que a mí me estremece reconociéndome en ese hombre que “antes era niño y jugaba a cazar grillos con una pajita”, porque en la geografía de la memoria quedan episodios que la lectura de este libro aviva.