Javier Reverte nació en un tiempo extraño, hambriento y oscuro, de cárceles y patíbulos en la cetrina España de un 16 de julio de 1944, en Madrid, casi en la esquina con la calle Galileo, frontera de los distritos Chamberí y Argüelles.
Reverte destaca en el glosario ya de su vida, es decir en 2021, los dos valores máximos atesorados: la dicha del amor manifestada, por ejemplo, en el nacimiento de sus hijos, y la camaradería como expresión de la amistad esencial. Al maduro Reverte le aviene de diario el recuerdo de su padre, inmerso en dos guerras, risueño y socarrón cotidiano. Es escritor consagrado, sí, pero no reconocido en el pomposo canon de autores “de referencia”. Le caracteriza la palabra poética y, en el carácter, su valentía, desde bien joven, para hacer frente a lo injusto. El gran reportero Kapucinski aseguraba con tino que los cínicos no sirven para el oficio del periodismo, queriendo decir que el cinismo es el Tánatos del periodismo. Por eso Javier Reverte ha sido un gran reportero. Sus memorias, editadas en 2021 por Plaza y Janés un año después de su muerte, evidencian que la profesión sufre de metástasis en sus extremidades, por el extendido cinismo canceroso del que se libran apenas unas reducidas células esenciales, generalmente purgadas del oficio o exiliadas en los archipiélagos de la literatura. El oficio y sus marismas y su lejano ecosistema, la literatura, libran un ambiente oscuro de mezquindades y pleitesías, semejantes a las que viviera en su tiempo de oscurantista juventud en el franquismo el joven Reverte.
El periodismo en el que desembarca el joven Reverte, Javier, está colado de truhanería. Son escasos los periodistas que saben escribir, y casi todos ellos, viven de varios empleos para poder sobrevivir.
Y es aquí donde Javier Reverte rememora a figuras que años después se entronizaron como demócratas de toda la vida. Circulan Jaime Campmany, director de la agencia falangista Pyresa que pide al joven Reverte los nombres de alborotadores universitarios para pasarlos a la brigada Político Social. De los escritores falangistas o del régimen, Reverte solo destaca con destellos de talento, a Luis Rosales, Camilo José Cela y Torrente Ballester.
No es baladí que Reverte sitúe en las postrimerías de la Transición española una quiebra del periodismo español, donde el reportaje, la crónica – radial, televisiva e impresa – predominaban sobre el artículo de opinión y los articulistas. El descubrimiento y su experiencia aún predominaban sobre el eslogan y las ideologías. Plá sentenció: “describir es muchísimo más difícil que opinar. En vista de lo cual [en España], todo el mundo opina”. Reverte añade que el reportaje se ha pagado mal, mientras que el comentario muy bien. Por esa tubería gélida y roída se han perdido generaciones de buenos cronistas.
Le esclarecen los colmillos a Reverte cuando compara al falangista Emilio Romero con el igualmente artero Pedro J. Ramírez. Genuflexos con los arcanos del poder y serradores de los altivos que perdieron su favor; urdidores de oscuros negocios propios a cambio de pleitesías informativas; adláteres de tiranos vestidos con la seda de las loas más abyectas.
Es Reverte, Javier, un caso habitual en un oficio aún no académico en la España de mediados los años 60, cuando aún no hay titulaciones y facultades que se convertirán en granjas industriales de tristes titulados en serie.
“Hemos arrinconado nuestros valores éticos, despreciado el impulso cultural, desdeñado la ciencia, maniatado la libertad, y nos hemos resignado a aceptar el dominio de los poderosos y el papel primordial en nuestras vidas del dinero y el consumo desaforado (…) no nos queda otro remedio que reconstruirnos, y hacerlo desde el coraje y la imaginación, desde la generosidad y el sueño, desde la rebeldía y la ambición, que son las fuerzas en las que se forjan los espíritus superiores”. Por las páginas voraces de Queridos camaradas. Una vida. caminan de la mano una exclamación ética, una obra de arte literaria, un manifiesto, una crónica espiritual y social de un creador y de un ciudadano que es al mismo tiempo hijo, novio y padre después. Esta aparente autobiografía es también un ajuste de cuentas, un desenmascaramiento de cínicos, tóxicos o cortesanos periodistas, críticos o editores que pululan en el mundo de la cultura moderna española.
“Yo he entendido la escritura como un universo de pasiones, de aventura vital, de riesgo y desafío entre la locura y la razón. Y lo que me encontraba era, por lo general, una sociedad satisfecha de sí misma en la que primaban la fama, el dinero, la corrección política y los intereses de las capillitas. Publicar era difícil si no formabas parte de un grupo de carácter algo mafioso”.
Reverte, Javier, no es un escritor del canon. Para empezar, está empadronado por los eruditos y críticos como un autor de “literatura de viajes”, cuando tal género no existe. Cualquier libro “de viajes” de Reverte puede contener más información política y social que el resumen de los artículos periodísticos durante décadas. Si Reverte no ha sido denostado a algún gueto aún peor, es porque ha recibido el aval de poquísimos editores, Mario Muchnik el primero y más importante, y el de sus decenas de miles de lectores. Y la ecuación no termina en una simple relación de ventas o de público. La cuestión radica en que Javier Reverte es un escritor con voz propia. Es su primer libro, El Sueño de África, el destello de ese hallazgo. En 1994 la totalidad de la cúspide de editores españoles desdeñaron el manuscrito. Mario Muchnik, no. Síntoma del baldío editorial, a su vez reflejo de los otros páramos culturales del país. Baste citar los premios literarios de pompa pero que se urden a periodistas, que casi siempre son thrillers, que tienen miles de seguidores en Twitter. El secarral literario se amplía por esa latitud, mientras que afortunadamente reverdece por otros puntos cardinales donde renacen o nacen nuevas editoriales independientes o aún se mantienen algunas pocas de las de antes que publican a escritores como Javier Reverte.
Reverte destaca a muy pocos escritores contemporáneos de valía: Julio Llamazares, Juan Marsé, Luis Landero e Ignacio Martínez de Pisón.
Queridos camaradas. Una vida es, también, la biografía de la modernidad en España. Reverte rescata una confidencia que le hizo el político Fernández Ordoñez: “a cierta edad, un político debe pensar en hacer dinero”. El fracaso de la Transición como oportunidad catárquica en las artes, las humanidades y las ciencias, anegó la vida moral cotidiana del país. Es aquí donde Reverte coincide con Carlos Barral, el gran editor, que también en sus memorias ejemplifica la decadencia con el desarrollismo urbanizador y totalitario que sufren los pueblos reconvertidos en pústulas turísticas. Reverte narra la necrosis de asfalto y hormigón que canceró Garrucha, pueblo almeriense a donde se retiraba en busca de descanso y paz.
La crónica testamentaria de Javier Reverte es también su gran coda literaria. Una obra plagada de contenidos metaliterarios, un ensayo sobre la creación literaria y el valor de la comunicación como oficio. Es preciso leer a este último Reverte para tener presente que si los escritores y periodistas caen de lleno en el depredador cinismo de nuestra época postmoderna, no es menor el riesgo de que los lectores mimeticen el gusto de una lectura igualmente cínica. Porque el arte, y la obra de Javier Reverte tiene, como parte de la literatura que son, la oculta misión de hacernos mejores personas.
Queridos camaradas. Una vida. Plaza y Janés, 2021. 416 páginas. 22,90 euros.