Si no fuera porque entraron en la manifestación donde había tantos miles de inocentes, enmascarados con sus trajes y la luctuosa corte de personal armado, la manifestación en París del domingo 11 de enero en París no hubiera tenido tantas víctimas. Arrojaron sus habituales balas con sólo su presencia, apoderándose de esa inexplicable necesidad de misa laica que precisa el pueblo compungido y zaherido. En esa mala hora, hicieron de maestros de ceremonias, y ofrecieron al populacho convertirse a su fe nepotista so pena de caer en el caos que allí los había llevado. Guardaron las armas con las que acribillaron en días precedentes voces y voluntades, y procedieron a enfundar las navajas de la risa oculta mientras sonaba la sinfonía del dolor colectivo. François miraba de reojo; como avezado profesional, no se fiaba de las masas. Mariano al cielo, abrazado a un Cameron sin té que pensaba si iba a aumentar los 33 millones de libras destinados a espiar a periodistas en las islas britanísimas. Disfrutaban todos en cada medida de ese silencio tan divino del París alejado de aquél que hace 47 años los hubiera bañado como a potolones muñequitos de trapo en las modosas aguas del Sena. A Netanyahu le rozaba un aire de incredulidad, convertido en un personaje de Aristófanes: el benjamín de plomo fundido tiene en su conciencia kosher a la libertad de expresión menos aprecio que al cerdo agridulce. François y Mariano, Mariano y François, Mariano y Cameron, Netanyahu y Merkel hacían el loco a su manera, extraviados, con su Ibex electoral por los mismísimos subsuelos, envueltos en una vorágine de ilegitimidad cruenta, temerosos de que la turbia masa que los rodeaba percibiera su crimen. Todos son Charlie, cierto. Una compañía Charlie adentrándose en el bosque de lo ajeno, buscando medallas a cualquier precio y de la que van a resultar muchos cadáveres amén de todas las libertades.
Son las tantas de la noche este obtuso domingo 11 de enero. La progresía parisina busca desolada en el oráculo de plasma de sus televisores y tablets un consuelo de sus vedettes gauche divine. Se trata, como yonkis de clase media, de un tranquimazin político para no tener que leer en el atestado metro en la prensa de mañana que el contrato social se ha desquebrajado como un papel a balazos. Quién puede reprocharles a estos miles de consuetudinarios su pavor: puede desde ahora que un día un artefacto, otro un enloquecido, al lanzar una bomba o al albur de ráfagas de una Kalashnikov o un simple lumpen coctel molotov manche su camisa cachemir o el bolso de Vuittom al ir a yoga o a un simple drugstore kosher. Calamidad de ciudad!.
La expresión oh la lá
La libertad de expresión tiene un timbre sonoro como el Do mayor de un clavecín. Suena tan aterciopelado unas veces, metálico otras, pronunciarlo en cualquier tertulia de ático… unos dibujantes abatidos como animales en una granja peletera. Oh la lá, qué horror. Una falla tectónica común del bien pensamiento y el conservadurismo occidental se ha movido. Al descubierto ha quedado si el derecho a ofender, molestar, incordiar mediante el símbolo – que no el hecho – es o no un ápice de nuestra sociedad. Pero muchas cosas más han aflorado aunque todos comulguen en su silencio. La censura es ejercida por quienes esgrimen una lucha contra ella. La ejercen, como los estados, en su ámbito interior mientras lo reclaman de puertas afuera. Es el caso de Charlie Hebdo. Dirigido hace años por Philippe Val, intimísimo de Carla Bruni, pareja del entonces plenipotenciario Sarkozy, el semanario censuró una viñeta de Siné ironizando sobre la conversión al judaísmo del hijo de Sarkozy como previo paso para la boda con la hija de un prominente magnate judío de París. El semanario anatemizando la viñeta como antisemitismo echó al mensajero y al mensaje con una misma bala. Aquella censura no valió siquiera una misa de sorpresa. No hubo obispos bienpensantes que la oficiaran.
En estado de shock canicular en pleno invierno, la realidad roquefort francesa se derrite al calor abrasivo de los hechos que salen de la olla: los fanáticos religiosos son una especie palurda de robespierres; los bienpensantes parisinos de pro ansían una Pimpinela escarlata que les saque de esta ofuscación decapitante. Y se echan por cientos en manos de unos pirómanos guiñolescos con corbata, gabán y chaleco antibalas. Más fatalité imposible.
Pio Baroja : Lo decían en 1904 y también lo podrían decir hoy
Eternamente vigente… En cualquier país.
Corría el año 1904 y aquella tertulia, que había abierto el gallego Ramón María del Valle-Inclán en el Nuevo Café de Levante, hervía por las noches con la flor y nata de los intelectuales de la Generación del 98 y los artistas más significados, entre ellos Ignacio Zuloaga, Gutiérrez Solana, Santiago Rusiñol, Mateo Inurria, Chicharro, Beltrán Masses o Rafael Penagos.
Y aquella tarde noche del 13 de mayo de 1904 el que sorprendió a todos los presentes fue Pío Baroja. Porque cuando se estaba hablando de los españoles y de las distintas clases de españoles, el novelista vasco sorprendió a todos y dijo:
La verdad es que en España hay siete clases de españoles… , Sí, como los siete pecados capitales. A saber:
1. Los que no saben;
2. Los que no quieren saber;
3. Los que odian el saber;
4. Los que sufren por no saber;
5. Los que aparentan que saben;
6. Los que triunfan sin saber, y
7. Los que viven gracias a que los demás no saben.
Estos últimos se llaman a sí mismos políticos, y a veces, hasta intelectuales.
¡SENCILLAMENTE GENIAL!