Entre columnas de humo y negras nubes, en la metrópoli de Paris, prende fuego un hartazgo detrás de decenas de barricadas. “Aquí no hay jefes. Somos el pueblo”. “Estamos contra la mundialización y el capitalismo”. Los chalecos amarillos, – todo usuario de automóvil debe tener un chaleco de ese color en caso de emergencia – se han alzado contra el aumento del precio del gasoil. Son los currelas que han de desplazarse todos los días decenas de kilómetros a la urbe desde las barriadas de la periferia. Y han puesto París al borde de estado de sitio. La subida del carburante diésel oculta la fractura social que sociólogos, periodistas y estadistas no querían ver hasta ahora. Si la clase media urbanita sí puede hacer frente a la penalización del diésel y adquirir coches híbridos menos contaminantes pero mucho más caros, la clase proletarizada que usa vehículos diesel para trasladarse o trabajar, no puede permitírselo. La marea de miles de chalecos amarillos con sus tres muertos en los enfrentamientos con la policía, demuestra que bajo los adoquines en París habita la rabia del desarraigo social.
Recuerdan esos miles y miles de airados hoy a los campesinos del siglo XVIII, obligados a abandonar el campo para engrosar las filas del ejército de reserva del salariado industrial. Recuerda Alèssi Dell’Umbria que los incendios de los suburbios franceses en 2005, «no planteaban una cuestión de derechos, sino las cuestiones de la lucha social real, porque los jóvenes parados-de-por-vida y precarios que nacen y crecen en estas áreas de marginación no son el resultado de una injusticia particular, sino la condición de funcionamiento de un país capitalista avanzado».
La Francia de Macron tiene los pies de papel. La revuelta va dirigida contra las élites y refleja, como lo describe un corresponsal el enfrentamiento entre dos Francias «la de los ringards y los beaufs —los horteras y los cuñados, en jerga popular— y la “los tipos que fuman pitillos y van con diésel”, como les llamó el portavoz del Gobierno, Benjamin Griveaux«.
En el último año y medio, la cesta de la compra se ha encarecido. Las legumbres, mantequillas, aceites y patatas han aumentado su precio casi un 12%. Junto a todo ello, Macron tras una reforma laboral para ferroviarios y trabajadores públicos, prosigue el plan de «flexibilidad».
El gobierno, los estadistas y sociólogos no preveían la irrupción de este movimiento de la ira. Su propia composición, sin líderes y no constituído para conseguir medidas concretas, hace al gobierno más difícil aplacarlo con una «negociación».