La joven estudiante Cassandra Vera hizo entre 2013 y 2016 varios chistes en twitter sobre el almirante Carrero Blanco, presidente del gobierno franquista muerto en 1973 tras un atentado.
La Jefatura de Información de la Guardia Civil, encargada de “investigar” el contenido público de webs y blogs, detectó los mensajes de Cassandra. Algunos de carácter satírico, otros simplones, ciertos carentes de enjundia humorística.
La Audiencia Nacional ha condenado a Cassandra a un año de cárcel. Sus comentarios son, a juicio de tres magistrados, “humillantes” a terceros: las víctimas del terrorismo. Cabe decir que ni los descendientes del almirante franquista ni las víctimas del terrorismo se personaron contra Cassandra. La nieta de Carrero Blanco pidió su total absolución. Los magistrados consideran que el humor de los tuits de Cassandra “enaltecen” el terrorismo. Y bajo esta mácula acusatoria – desde 2016 han sido condenadas 30 personas por enaltecimiento del terrorismo en España -, Cassandra pasa a ser la condenada número 31.
Con su ejemplar celo de Tribunal de orden público que fuera bajo el régimen fascista, la audiencia nacional saca al estrado a una España y su intrincado sistema ya escuálido de libertades. El humor, y la libertad de expresión que lo ampara, están desde hace bastante tiempo siendo objeto de una persecución pertinaz, tanto desde la izquierda como desde la derecha en este país. No son malos tiempos para la lírica. Está sucediendo algo significativamente peor. Por un lado, un sopor de corrección política que se ciñe sobre el lenguaje. De otro, un siberiano aire de gulag represivo contra los contornos de la expresión como son el humor o la sátira y que por ende se extiende a toda posible y minoritaria disidencia del lenguaje y en consecuencia del pensamiento.
Estos vientos heladores vienen de lejanas tormentas. La fiscalía general del estado, al mando del hierático Javier Zaragoza pretendió en 2007 emplumar a dos periodistas del diario Deia y al filósofo portugalujo Nicola Lococo por la carta que este escribiera del osito Yogi al oso Mitrofán: Las tribulaciones del oso Yogi. El rey de España, Juan Carlos I había cazado en Rumanía un viejo oso, al parecer medio ciego y emborrachado para su mejor diana de nombre Mitrofán. En la Audiencia nacional, el juez Vázquez Honrubia hubo de juzgar a Nicola Lococo que se defendió a sí mismo. “Señoría, desde mi infancia me siento un oso”.
«No han traspasado por muy poco los límites de la libertad de expresión», dictó condescendiente el juez Vázquez Honrubia. Ese por muy poco, reflejaba en toda su extensión el viscoso margen que fiscales generales y jueces conceden a la propia libertad de expresión. Previamente a la absolución de los dos viñetistas de Deia y Nicola Lococo, la revista El Jueves había recibido una condena por una viñeta del entonces príncipe heredero y hoy monarca.
No hay idea, ni declaración, ni creencia que tenga que librarse de la crítica, del escarnio, del ridículo, del humor, de la imitación, de la caricatura. Llevado al extremo del anatema o la sacralización (el honor de las víctimas del terrorismo), todo desemboca en lo que Raoul Vaneigem denomina una tiranía: «la sacralización mata. La execración surge de la adoración. Sacralizados, el niño es un tirano, la mujer un objeto, la vida una abtracción desencarnada«.
La condena ha parecido escandalizar a cierta y casi toda la izquierda que no duda en proponer que otras expresiones no tengan capacidad de expresión y sean consideradas punibles. En España recientemente, derecha, izquierda y jueces han coincidido en impedir que un autobús saliese de gira por ciudades con lemas que expresaban ideas ultraconservadoras sobre la identidad sexualidad. Se dio, de repente una rección represiva, no de actos, sino de expresión. ¿Tiene cabida la expresión de ideas y pensamientos por muy aberrantes que estos sean? A juicio de un sector mayoritariamente bienpensante, no. Así que la condena de Cassandra es el contra espejo de un progresismo que ha caído en su propia actitud censora. De mientras, prosigue el cuentagotas de los arrestados y condenados por expresarse en España.
Para ir más lejos:
Nada es sagrado, todo se puede decir. Raoul Vaneigem. Editorial Melusina, 2003.
«No hay un uso bueno o malo de la libertad de expresión, tan sólo un uso insuficiente.». Ésta es la premisa de este fascinante alegato en contra de cualquier clase de censura. Un texto provocador y de gran calidad literaria que no hace concesiones y defiende a ultranza el empleo de la palabra frente a cualquier limitación política, jurídica o religiosa. No existe un buen o mal uso de la libertad de expresión, sino siempre un uso insuficiente. En un mundo vivido como espectáculo y consumo, nada es más subversivo que la libertad, que todavía se sitúa más allá de lo que somos capaces de decir sobre ella, y que escapará siempre a la irrefrenable mercantilización a la que todo acaba sometido.
Por qué es necesario Orwell. Christopher Hitchens. Página Indómita, 2016.
Christopher Hitchens analiza la enorme vigencia de Orwell. Mediante la reinterpretación de su legado y su relación con la izquierda, la derecha, el nacionalismo, el feminismo, el posmodernismo y otras modalidades del pensamiento gregario, Hitchens ofrece una reivindicación de la libertad y la responsabilidad individual, así como de la importancia de los principios y el valor de defenderlos. Frente a la corrección política y el uso de su neolenguaje.
« Se enfrentó a las distintas ortodoxias y despotismos de su época con poco más que una destartalada máquina de escribir y una personalidad tenaz.»