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La crónica «Un niño manchado de petróleo» ganadora del premio García Márquez

Revista Hincapié 7 octubre, 2018     Comment Closed    

Balde lleno de petróleo en el poblado de Nazareth con el que trabajaron para Petroperú los pobladores de Nazareth sin protección alguna. Fotografía: Omar Lucas

La crónica de Joseph Zárate «Un niño manchado de petróleo«, publicada en la Revista 5W, es la ganadora en la categoría texto del Premio Gabo 2018 que convoca la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.

El jurado ha escogido esta crónica entre las 1.714 historias presentadas «por su interés informativo, su capacidad para desengañar, su excelente construcción, y su audacia formal». El periodista Joseph Zárate fue editor de Etiqueta Negra y ganador del Premio Ortega y Gasset 2016 en la categoría de mejor historia o investigación periodística. Su crónica premiada ha sido publicada en uno de los infrecuentes reductos para la crónica en español como es la revista 5W.

 

La tarde en que se manchó con petróleo en el poblado peruano de Nazareth, Osman Cuñachí jugaba al balón con un amigo cuando dos ingenieros de Petroperú, la compañía estatal más rentable del país, llegaron en una camioneta blanca 4×4. Desde temprano un vapor ácido se expandía desde la ribera del río Chiriaco y se colaba en las cabañas de madera como una nube invisible de gasolina. Una fisura de once centímetros en un tramo deteriorado del Oleoducto Norperuano —una serpiente de acero de más de 800 kilómetros que transporta el petróleo de la selva a la costa— había derramado en una quebrada cercana cantidad suficiente para llenar casi media piscina olímpica. Nativos contratados por Petroperú improvisaron una barrera de troncos y lonas de plástico. Contuvo el petróleo unos días, pero nadie calculó que la violencia de una tormenta durante la madrugada desbordaría el crudo río abajo y lo esparciría como una flema negra y aceitosa que tragaba a su paso insectos, raíces de árboles, canoas, cultivos de plátano, cacao y maní. Los animales huían de la corriente, las madres se lamentaban junto a sus chacras arruinadas. Cadáveres de peces flotaban sobre el agua oscura. Trece derrames de petróleo —casi uno por mes— tuvieron lugar en la selva peruana en 2016 debido a esa serpiente de acero que se desangraba. Nazareth sería el primer eslabón de una cadena de estropicios.

En su libro de ciencias de sexto grado, Osman Cuñachí había leído que el petróleo es una sustancia prehistórica, hecha de la misma materia que los fósiles de dinosaurio. Y en algún episodio de Tom y Jerry lo había visto brotar de las profundidades de la tierra como un chorro negro e incontenible que hacía saltar de alegría al suertudo que lo hallara. Recién supo que el petróleo valía dinero la tarde del derrame, cuando los ingenieros de Petroperú llegaron en su todoterreno para anunciar a las familias que pagarían a quienes ayudaran a recoger el combustible del río. Si un agricultor de plátano ganaba al día unos 20 soles (5,30 euros), por juntar crudo en un balde podía ganar hasta siete veces más: el doble del salario de un médico de la región Amazonas. En una zona donde siete de cada diez personas son pobres, donde no hay agua potable ni retretes, donde las mujeres enferman de anemia por la desnutrición crónica, donde es más frecuente que un niño menor de cinco años muera de malaria que por la mordedura de una víbora, donde ventarrones fríos y sequías inesperadas hacen más difícil hallar tierra fértil para cultivar, el pago de Petroperú era más de lo que un awajún había tenido o imaginado jamás. Los ingenieros no advirtieron de que sería peligroso; no dieron trajes especiales ni dijeron quién sí podía hacerlo. Esa tarde hubo familias que por necesidad fueron al río Chiriaco a recoger todo el petróleo posible.

Cuando Osman Cuñachí y sus tres hermanos llegaron al río contaminado vieron niños, madres embarazadas, abuelas y muchachos sumergidos en el agua o montados en canoas juntando el petróleo en baldes y botellas de plástico. El mismo río donde solían bañarse y construir castillos de barro en sus orillas, donde habían aprendido a nadar y a pescar zúngaros y boquichicos, ahora emanaba un olor metálico que les daba náuseas. Les picaba la garganta. Los ojos les lloraban. Roycer, su hermano de cuatro años, se rindió primero. Luego Omar, de siete, y Naith, su hermana de catorce. Sumergido en la corriente, Osman decidió quedarse hasta llenar su balde, ignorando que ese líquido inflamable que se pegaba a sus manos es el que permite que las ciudades funcionen.

A la mañana siguiente, los ingenieros de Petroperú volvieron a Nazareth en su 4×4. El aire seguía apestando a gasolina. Una treintena de nativos esperaban con sus baldes llenos de petróleo al lado de la carretera. Les habían ofrecido 150 soles (casi 40 euros) por cada recipiente. Pero al final, y a pesar de los reclamos de la gente, los ingenieros solo pagaron unos 20 soles (5,27 euros). Osman Cuñachí recuerda que un ingeniero le preguntó su edad, anotó su nombre en una libreta y le pagó 2 soles (52 céntimos de euro) por el balde que había juntado: el recipiente tenía más agua que petróleo, le dijo el ingeniero. Osman, cuyo nombre significa “el que es dócil como un pichón”, no protestó como otros niños. Cuando volvió a casa, le dio una moneda a su mamá y con la otra se fue con sus amigos a comprar una Pepsi y unas galletas de animalitos.

En Nazareth, algunos ancianos awajún conocían el petróleo de tiempos pasados. Respetados por su carácter guerrero —los primeros cronistas los llamaban “reductores de cabezas”—, fueron una de las tantas naciones amazónicas que ni los incas ni los soldados españoles pudieron conquistar. Permanecieron aislados durante siglos hasta que las industrias extractivas y los apach muun, los hombres blancos, llegaron con sus máquinas gigantes para perforar el subsuelo.

El señor Cuñachí era un niño que no sabía castellano cuando llegó el Oleoducto. Nazareth era entonces un puñado de chozas de palos y hojas desperdigadas entre el bosque y un río marrón que se precipitaba por un lecho arcilloso de piedras enormes y pulidas. Los awajún se vestían con túnicas marrones de algodón y collares de semillas. Se pintaban la cara de rojo con achiote. Tomaban ayahuasca para comunicarse con los espíritus de la selva. Un día unos ingenieros llegaron con sus familias y levantaron un campamento para construir un tramo del Oleoducto.

La cónica de Joseph Zárate fija su mirada en el olvido: olvidados habitantes en olvidados lugares; y la mortal paradoja de la modernidad voraz y mortal para las gentes olvidadas por la propia modernidad.

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Autor: Revista Hincapié

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