Nasser Abu Srour, está desde 1993 recluido en una prisión israelí. Un tribunal militar le sentenció a cadena perpetua por su presunta participación en la muerte de un oficial de inteligencia israelí. Su existencia ha cristalizado en una metáfora. Su testimonio diario es escuchado, con la paciencia del escriba o la del joven notario, por el muro de su celda. : sus rutinas carcelarias, sus miedos, las visitas familiares, la religión, los frecuentes traslados –desde la cárcel de Ascalón hasta la del desierto de Néguev–, la falta de horizonte o los acontecimientos políticos que han conducido a la fractura de la sociedad palestina y a su resistencia; y también el amor que siente por Nanna, su abogada, que, desde un principio, parece un amor condenado al fracaso. Escrito en un lenguaje ágil y poético, Srour ha erigido un testimonio profundo acerca del sufrimiento y la resistencia del ser humano, al tiempo que desgrana una denuncia estremecedora de la tragedia actual de la población palestina. Ofrecemos un extracto de La historia de un muro, traducida por Eduardo Iriarte Goñi y publicada por Galaxia Gutenberg. .
Rechazar y retener
Hace dos semanas, tras un largo periodo de apatía, decidí leer un libro de Kierkegaard, en el que afirma que la mejor manera de preservar el amor es rechazar al ser amado y reprimir todo instinto de posesión, es decir, la pulsión de crear dependencia y de actuar en beneficio del propio egoísmo. Kierkegaard sostiene también que esta renuncia sólo es posible por medio de la irracionalidad de la fe.
No fue una lectura fácil. La celda tuvo que expandirse para dejar paso a las numerosas preguntas que acudieron a mi mente. Raras veces ocurre, pero esa vez ocurrió, y, aún hoy, no sabría decir si fue por mi bien o por el suyo. De hecho, mi celda se llenó de repente de toda una serie de: «¿cómo es posible?», «¿cómo se hace?», «¿cómo puede ser?». Y sólo una hora más tarde, cuando nuestras puertas seguían cerradas con llave, me quedó claro que aquella irrupción de preguntas me colocó frente a opciones inimaginables. Y así fue como mi reclusión se convirtió en una invitación a buscar posibles respuestas.
Puesto que toda certeza surge de una duda, creo que todo parte de esta pregunta: ¿Cómo puede una renuncia voluntaria generar satisfacción, aceptación, resignación? ¿Cómo es posible que aferrarse a un muro sea el camino más corto para saltar al otro lado? ¿Podemos liberarnos nosotros solos de nuestras propias cadenas? ¿Y puede llenarse el corazón de un amor que no tiene destinatario? Las líneas que aquí he escrito son mi respuesta a estas y otras muchas preguntas que me han planteado los largos años de reclusión, y también son mi confirmación del amplio margen de maniobra que se genera cuando mediante una renuncia se contrarresta la prevaricación, la dictadura de la dependencia y el instinto de poseer lo que no puede poseerse.
El viaje empieza cuando renuncias a todo aquello en lo que creías: tú, que has adoptado miles de yoes, y a cada uno le has dado la facultad de hablar; tú que terminaste por creerte todas y cada una de sus innumerables narrativas, para cambiar de opinión y poder ir más allá; tú que unas veces tuviste fe y otras te sacudías de encima el legado religioso que te oprimía; tú que a veces luchaste por la libertad y otras fuiste esclavo de una realidad que considerabas un regalo del cielo, aunque te desmoronaras en sus pliegues; tú que lo has santificado todo sin santificarte nunca a ti mismo; tú que por un tiempo fuiste dueño de los espacios en blanco, que llenaste con tus propias palabras y significados, y en otros fuiste rehén de un vocabulario escrito en tiempos que no eran los tuyos por manos expertas en el arte de politizar textos, de crear modelos y de dar respuestas admirables a las preguntas del momento y a otras que estaban por venir, hasta que, finalmente, cuando cada pregunta entra en tus entrañas y tus preguntas se convierten en dudas, y tus dudas en errores y tus errores en una llama de la que no puedes salvarte, ya estás perdido en la oscuridad de tiempos que se niegan a concluir, encerrado dentro de espacios culturales que ningún sol ilumina y ninguna luna embellece.
Así pues, ¿adónde escapas? Para huir de ti mismo sólo puedes refugiarte en tu interior, pues sólo llegas a ser tú cuando rechazas tus «yoes» insignificantes y te aferras al único que eres de verdad, sólo si eres tú quien decide qué nombres, qué características y qué significados debes dar a los elementos fundacionales de tu existencia. Sólo si te metes tu «tú» en tu interior, que ya no necesita defenderse porque se ha librado de los escollos religiosos, sociales y políticos que lo inhibían. Sólo los frenos inhibidores que, a fuerza de violarte y juzgarte con su propia vara de medir, te obligaron a defenderte, hasta el punto que, cuando tus barreras protectoras se derrumbaron, fuiste el primero en declararse culpable. Tú, sin embargo, los rechazaste y, después, lograste reconciliarte con el «tú» que realmente eres, el que habías creído que era una mala copia de ti mismo. Sólo entonces pudiste volver a armarte con un muro que te representa y que contiene todo tu «yo».
En ese muro encontraste un lugar en tu geografía interior, un lugar donde no hay competitividad ni rivalidad, porque ninguno de tus «yoes» reniega de los demás ni los juzga. Ninguno pretende hablar por ti, ser todo lo que eres, todo lo que dices, todo lo que callas, todo lo que cuentas, todo lo que estás obligado a ocultar.
Cuanto más aumentaban las preguntas, más temía que mi celda no pudiera soportar el exceso de ellas, pero eso no me disuadió. Recordé el invierno de 1993, la celda número 24 en el módulo de interrogatorios de la cárcel al-Khalil, en Hebrón, y las dos palabras que había grabado en el muro. «¡Adiós, mundo!» En aquel entonces yo no había leído a Kierkegaard y su renuncia, pero sabía desde el principio que tenía que renunciar a la posibilidad de ser libre y abrazar ese muro si lo que quería era sobrevivir. Era muy consciente de que se trataba de una reacción defensiva dictada por el instinto de supervivencia, pero no tenía ni idea de que al hacerlo estaba llevando la libertad al amplio campo de la imaginación y renunciando a considerarla una pregunta urgente que exige una respuesta, y, sin embargo, la retenía firmemente creyendo que era un sueño que sigue siendo hermoso, aunque no se haga realidad, igual que como cualquier palestino que, siendo consciente de su propia esclavitud y de la limitación de sus propias opciones, tiene que perder la libertad para poder ser libre, tiene que morir para poder vivir.
Mi flirteo con el muro empezó pronto. Durante todos los años de una reclusión que daba vueltas inútilmente, y que temía que se desvaneciera si se detenía un instante, el muro siguió siendo mi única constante. Lo convertí en mi punto de referencia, concreto y estable, que me permite definir la posición, la velocidad y la distancia de cualquier presencia que me rodea. Y, sin embargo, no, no me convertí en el centro de ese universo, al contrario, encontré mi lugar dentro de él. Y es que cuando uno se asienta en la estabilidad es cuando adquiere la capacidad de percibir su entorno, la posición de las estrellas, la cantidad de granos de azúcar que lleva el primer café de la mañana, el número de rayos de sol que se cuelan por una ventana que no da a ninguna parte, o el traslúcido tejido del vestido de una mujer que viene a hacernos compañía al caer la noche.
Y así mi muro, en el momento en que me aferré a él, renunció a su consistencia física y asumió todas las intenciones y aspiraciones de quien lo diseminaba. Estaba confuso, pues ¿Cómo iba un muro a restringir la libertad de alguien que ha renunciado a su libertad? ¿Alguien que se había aferrado a él con tanta fuerza que casi lo ahoga?, ¿que coqueteaba con él como si fuera su amante y reanudaba sus costumbres, incluso las más íntimas, bajo su protección? ¿Alguien que le contaba hazañas increíbles con la esperanza de que, fuera ya por ignorancia o por desatención, el muro acabara creyéndole? ¿Alguien que le explicó el noúmeno de Kant, argumentándole que la realidad de las cosas no es externa a nuestras sensaciones y percepciones, y si no lograba convencerlo, desparramaba las piezas del tablero y las volvía a colocar en su sitio porque las cosas son lo que queremos que sean?
Creí que cuando acabara la lectura de Kierkegaard, escaparía de todas las preguntas que me había planteado, pero de pronto, despreocupándose de mí, propulsó mis pensamientos hacia un viaje a través del tiempo, tan lejos que pensé que no habría modo de regresar. A través de luminosas lejanías, contemplé las diversas etapas de mi vida, con todos sus pormenores, sucesos y personajes, unos reales y otros ficticios, meros productos de mi imaginación. Pensé que no volvería atrás, que permanecería suspendido entre dos momentos distintos: el presente en el que vivía y otra época en la que contaba una historia familiar y en la que todos los rostros se parecían al mío. Permanecí así durante días, suspendido, ingrávido, durante días, sin percepciones sensoriales o físicas que llevaran las cosas a su definición primigenia. Impulsado por un febril instinto de supervivencia, decidí dejarme caer, junto con todo aquello que llevaba encima o a lo que me había aferrado a lo largo de medio siglo de vida; y pensé en la escritura como una herramienta para deslizarme sobre el papel y, tal vez, para encontrar mi zona de seguridad.
Todos los acontecimientos de mi vida –pasados, pero también presentes– se alinearían, hombro con hombro, para organizar mi encuentro con aquel muro en aquella celda. O eso creía yo.
En el comienzo.
Nadie elige su comienzo, sino que, tras un breve tiempo de vida y un cierto esfuerzo por descubrir y luego ampliar los confines de nuestro entorno inmediato, todos empezamos a hacernos preguntas acerca de cuándo, cómo y dónde. Y así nos damos cuenta de que los inicios de nuestra existencia han salido, de un salto, por la puerta grande, y que el prólogo y los primeros capítulos de nuestras hazañas sólo pueden escribirse si se tienen en cuenta no sólo el entorno que nos rodea, sino también los sistemas morales, las estructuras sociales y las interacciones primarias y posprimarias que determinan nuestro ambiente. De hecho, algunas de las personas que nos rodean, nos tratan como un objeto de tutela, y ejercen diversas formas de autoritarismo, control y opresión sobre nosotros. A medida que crecemos, las distintas formas de tutela –patriarcal, familiar y social– se multiplican y obstruyen nuestro camino interior con normas, instrucciones interminables y listas contradictorias acerca de lo que está prohibido, lo que es deshonroso o de lo que, por el contrario, es meritorio. En definitiva, en un contexto en que el imperativo es el único y esencial modo del verbo, los comienzos son siempre complicados y hacen que todas nuestras tentativas por desembarazarnos de las ancestrales cadenas que se interponen en nuestro camino sean inútiles.
Nací en un campo de refugiados cerca de un lugar que sigue llamándose la «Ciudad de la Paz», aunque todo lo que Belén ha conocido de la paz es su ausencia. Cuando el profeta del amor se marchó de esa ciudad con todas sus buenas nuevas, la ciudad se hundió en un bosque de lanzas. Mi padre no sabía nada de la historia de esa ciudad, y de haber sabido algo, no creo que le hubiera preocupado mucho. Para mi padre, el Mesías era como todos los demás profetas, que decían muchas cosas que él no entendía. Y de haberlas entendido, no creo que les hubiera prestado demasiada atención. Mi padre tenía otras cosas de las que preocuparse, y los únicos profetas a los que daba crédito eran sus paisanos, que dos horas antes de que llegasen los invasores, predijeron cómo iban a acabar las cosas y abandonaron apresuradamente sus casas; ese fue el comienzo de una huida, a pie, que, en cuestión de veinticuatro horas, le había obligado a dejar atrás todo lo que había conocido en su vida, salvo la ingenua esperanza de que el cielo cuidaría de él.
Belén, la ciudad que acogió a mi padre, acababa de ingerir la última cena, y ya no quedaba nada en la mesa para un joven de veintitantos años que, hasta la víspera, estaba acostumbrado a alimentarse con los frutos de su propio trabajo y el sudor de su frente. Ese joven no había dedicado mucho esfuerzo a entender la psicología de la tierra ni a analizar el caos de las estaciones y sus rotaciones. De niño, había aprendido a aceptar lo que cayera del cielo, igual que los profetas, y le parecía inútil quejarse. En pocos meses, la ciudad del Mesías le había levantado una tienda, financiada por las iniciativas conjuntas de reyes, sultanes y presidentes, gente que, hasta entonces, mi padre había creído que eran personajes imaginarios que formaban parte de las historias de mi abuelo.
Durante unos años, mi padre desempeñó diversos empleos, trabajó para gente que hablaba una lengua que él no entendía, y también en la construcción de casas de arquitectura singular, y al final consiguió ahorrar el dinero suficiente para prometerse. Mi madre no había cumplido los catorce años cuando se casaron, y fue mi padre quien la ayudó a adquirir los conocimientos suficientes para desempeñar las tareas domésticas. Con los cinco sentidos a flor de piel debido a la dureza de la vida en el campo de refugiados, esa chica de pueblo se convirtió enseguida en la señora de la tienda y en adquirir la destreza y las aptitudes necesarias para abordar su difícil tarea.
Mi padre, por su parte, desempeñó muy bien su papel de «hombre de la casa», y yo fui la quinta –no la última– prueba de su hombría; de hecho, entre la primera Nakba* en 1948, y la segunda en 1967, mi padre se apuntó ocho victorias, todas ellas recibidas con gritos de júbilo que atestiguaban su instinto de supervivencia y un deseo de resarcirse de las pérdidas que él sabía que nunca podría recuperar. Y así, en virtud de esa conciencia previsora, mi padre delegó en nosotros la carga de compensarle por todo lo pasado y lo presente que se le había arrebatado: por su tierra y por todas las criaturas que vagaban por ella, por sus pequeños sueños –y por aquellos algo más grandes–, y por muchas otras cosas que ni siquiera se le pasaron por la cabeza; sobrepasado por el esfuerzo de mantener, además de mis abuelos, a una familia que, en cuanto al número de miembros, estaba muy por encima de sus escasas posibilidades. Habría sido aplastado por el peso de la propia vida de no ser por la delicada intuición femenina de mi madre, que procedía de una larga estirpe de mujeres que percibían la incapacidad y la frustración de sus maridos y habían salido a buscar trabajo, haciendo caso omiso de la desaprobación social que suscitaba su pequeña rebelión. En la década de 1980, debido a la nueva recesión económica, nuestra familia entró en una nueva etapa, la del matriarcado y el matrimonio.
Mi padre ejercía su autoridad y aspiraba a dirigir nuestras vidas según sus propios instintos y los métodos que había heredado de un atávico e inamovible orden social, que no mostraba signos de fragilidad y lo mantenía a raya con sus leyes, siendo aún más rígidas por la inquietud y el temor de la Ocupación y las repercusiones que podría tener en el tejido social, tanto fuera como dentro del campo. Vi con mis propios ojos el efecto que esos métodos tuvieron en mis hermanos y hermanas mayores. A medida que crecía me di cuenta de que la pobreza iba poco a poco atenuando el lado viril y socavando la autoridad paterna; de hecho, mi padre aceptó el traspaso en favor de mi madre sin mostrar resistencia ante la progresiva pérdida de una hegemonía que, pocos meses antes, le había pertenecido por derecho. El traspaso de poderes se produjo finalmente de manera pacífica, y él enseguida encontró roles alternativos de los que se beneficiaron mis hermanos y hermanas más jóvenes. El hecho de no tener cadenas económicas hizo que estuviera más próximo a nosotros, ya no nos miraba con el miedo en los ojos, y descubrió de nuevo la capacidad de escuchar y de sorprenderse. Yo fui el más afortunado. Por la noche su pecho se convertía en el campo de juego en el que practicaba mis rituales infantiles y, a la larga, me convertí en la «niña mimada de papá», como solía decir mi hermano mayor cada vez que tocábamos este tema.
Mi padre, consciente de la dinámica familiar, asumió sus nuevos roles con la sabiduría de quien no tiene otra alternativa, y siguió con interés las iniciativas de su esposa y las nuevas políticas educativas y financieras que ella aplicaba. Mi madre, por su parte, tras ser consciente de cómo había cambiado su forma de ver las cosas, y debido al cambio de las condiciones socioeconómicas, asumió, de la noche a la mañana, el rol de cabeza de familia, asumió la responsabilidad y se convirtió en la destinataria de todas nuestras peticiones. Sin conocimientos ni una preparación previa, pero bien dotada de una intuición maternal, desarrolló enseguida la capacidad para tomar decisiones y una verdadera destreza a la hora de gestionar los recursos familiares. En contra del aforismo marxista de que la libertad no es más que un concepto burgués, mi madre se dispuso a expandir el alcance de su libertad hacia nuevos dominios, convencida de que sus hijos serían capaces de aprovechar del mejor modo posible el espacio que les proporcionaba.
Por segunda vez, tuve la buena fortuna de ser el principal beneficiario de la atmósfera de libertad que se respiraba en nuestra casita. Ese periodo coincidió con el inicio de mi adolescencia, con toda la carga de enérgica rebeldía que esta conlleva. Así que aproveché todas las oportunidades para romper las ataduras que aún me oprimían. Incluso me atrevería a decir que exprimí al máximo cada centímetro cuadrado de ese espacio, hasta el más infinitesimal. El nuevo horizonte colmado de posibilidades no era, sin embargo, el único privilegio que mi madre ofrecía a un muchacho, cuyos afanes superaban con creces las estrictas restricciones impuestas por las leyes que regían la vida en un campo de refugiados. También difundió y diversificó la comida que traía a la mesa, lo que a su vez nos permitió desarrollar el sentido del gusto y enriquecer gradualmente nuestro vocabulario gastronómico, empezando por las variedades de fruta que coloreaban la cesta que estaba en un rincón de la cocina, una cesta que casi cantaba, inspirada por los intensos colores y olores que transitaban por ella, para terminar con la carne que se incorporó a nuestra mesa un día más a la semana: el almuerzo del viernes dejó de limitarse a una sola ración de maqluba.
Mi padre seguía con su modesto empleo como vendedor de ropa usada, que, antes de que llegara a sus manos, ya había tenido tres o más dueños. Todos los sábados, me despertaba por la mañana temprano para que le ayudara a cargar de ropa su carro metálico y lo llevara al mercado de la ciudad, donde mi padre se había adelantado para escoger un buen puesto donde mostrar sus artículos. Nunca entendía por qué yo llegaba siempre tarde, y, en un determinado momento, dejó de pedirme explicaciones. Para llegar al mercado con el carro tenía dos opciones: un camino corto que le habría ahorrado a mi padre algunos angustiosos minutos de espera de aquel hijo suyo que se paseaba con su mercancía, que él había conseguido reunir para contribuir al sustento familiar, y otra, más larga, que habría prolongado sus temores y angustias, pero que daba 24 un amplio rodeo a mi escuela, algo que, como consecuencia, reducía el riesgo de encontrarme con mis compañeros de clase. Eso solía ahorrarme fútiles intentos de ocultar las lágrimas de vergüenza que me humedecían la cara cada vez que me encontraba con alguno de ellos, o con dos o tres si ese día tenía especial mala suerte. No sé qué me avergonzaba más: si el carro de mi padre lleno de falsas promesas, o mi padre en sí, cuyas manos impotentes carecían de los medios y de las herramientas para cumplirlas.
El campo
Alrededor del campo de refugiados hay estructuras arquitectónicas que casi podrían recordarnos a una ciudad si se hubiera hecho un pequeño esfuerzo por organizar las diversas zonas y eliminar sus incongruencias. De hecho, aquí, cada casa cuenta a su manera la historia de la ciudad. Aquella de allí, por ejemplo, construida en los años setenta, parece inclinarse hacia adelante para captar la atención de los transeúntes y así ser la primera en hablar de la historia antigua de esta ciudad sagrada, al exhibir, pintada en su fachada, una puesta en escena surrealista que muestra, de lado a lado, símbolos religiosos y representaciones profanas. Y no hay nada malo en ello, si uno decide extrapolar una sola época de las muchas que ha vivido este lugar y centrarse en su primer mártir, en su salvador que permanece allí, suspendido en el aire, con los clavos que sangran en manos y pies, rezando para salvarse y no morir. Otra, sin embargo, la casa que hay enfrente, fue construida en los años cincuenta y tiene las paredes intactas, desprovistas de todo simbolismo. Evita mostrar sus deidades o los nombres de sus profetas como si estuviéramos todavía en los primeros tiempos del Islam y temiera que una palabra –o un símbolo– la relegase a ella y a todos sus hermanos a la ira de la tribu Quraish, los gobernantes politeístas de la Meca; o, al menos eso es lo que supones hasta que no te acercas un poco más y descubres, en el centro de la fachada, una escena de agradecimiento al Único Dios, junto al que no se puede adorar a un segundo o a un tercero.
Y finalmente cuando creías que habías descifrado las sucesivas identidades de la ciudad con la elocuencia de un erudito, te llama la atención un tercer elemento, y de nuevo te asalta la confusión que habías percibido al entrar en la ciudad. Pues la siguiente casa –o algo que se parece a una casa– apela a los peregrinos que regresan de su visita a Jerusalén y les invita a recibir la bendición que desciende sobre cualquiera que toque o bese la roca sobre la que Raquel, esposa del profeta Jacob, apoyó la cabeza cuando se tendió a descansar de camino a Hebrón.
En 1948, justo cuando Belén se hubo convencido a sí misma de que estaba saturada de múltiples identidades y se detuvo para sintonizar su respiración con el tañido de las campanas que llamaban a la oración y al canto de sus cánticos, justo entonces, mi padre llegó junto con una caravana de gente que, como él, ni siquiera tenían un hogar. Y justo en medio de la ciudad levantaron una tienda que, en poco tiempo, se convirtió en su mísera vivienda y, más tarde, en un campo de refugiados. A pesar de su céntrica ubicación, el campamento vivía en los márgenes de la ciudad, y aquella pobre gente sólo se sentía aceptada, segura y a veces incluso en deuda por el espacio vital que aquella marginalidad les concedía.
El campo pasó por sucesivas fases, primero la de las telas y el viento que, cuando soplaba fuerte, no tenía piedad con aquellos desdichados que no habían aprendido a agarrarse a algo y por eso acababan zarandeados a diestro y siniestro. Luego vino la fase de los ladrillos y de la generosidad internacional que cubrió la desnudez e ineptitud de los donantes, así como la connivencia de algunas personas del campo, que comprendieron que ningún regreso inminente iba a liberarlos, y que, por lo tanto, se acostumbrarían a vivir para siempre de esa manera. La última fue la fase del hormigón y de las viviendas construidas con la mano de obra barata de gente que decidió –después de perder su propia tierra– dejarse rescatar por quienes los desplazaron. Así pues, sobre las ruinas de sus propias casas, trabajaron para los invasores, gente que llegó en busca de una patria, creyendo una promesa que les hizo su Señor.
Yo entré en escena durante la fase de impotencia y connivencia, nacido en el seno de una familia marginal, que vivía en un lugar marginal, lleno de gente marginal, en el cual sólo hablaban personas que nadie escuchaba o que no tenían voz. Como cualquier niño marginal, empecé a explorar los límites de mi marginalidad, sin prisas, poco a poco. Cada hora era tan larga como toda una vida, y el número de casas en nuestras inmediaciones no superaba el de los cinco dedos de uno de mis pies descalzos, pies agrietados y secos, que se fortalecieron con el tiempo y me llevaron, raudos, por las callejas y a merodear por los angostos barrios que, a medida que pasaban los años, se constreñían cada vez más, mientras mi cuerpo crecía sin importarle lo más mínimo cómo aquel lugar era incapaz de expandirse; incapaz de dejar espacio a los niños que crecían, a sus piernas y brazos que se robustecían, a sus pies, cansados de dar los mismos pasos, incapaz de despertar en ellos una cierta curiosidad por la naturaleza y por lo que sucedía ante nosotros y también por todo lo que sucedía más allá de los distintos barrios del campo, un campo cada vez más asfixiante hasta el punto de dejarte sin respiro.
Todo en cualquier otra parte parecía más grande: el sol, las nubes, las estrellas. Allí, fuera del campo, la gente parecía más atractiva, tanto que, cuando la veía de lejos con su ropa nueva, imaginaba que celebraban una festividad en sus hogares que no iba a finalizar nunca, pero no se lo reprochaba, la verdad, porque las casas tenían bonitas fachadas blancas, con balcones que daban a pequeños jardines en la parte de atrás y un pequeño patio en la de delante. Casi podía oler lo limpias que estaban. Y comprendí entonces por qué queríamos que las festividades se marcharan tan deprisa por la mañana: los regalos que traían eran escasos, y profunda la decepción que nos causaban, y también por los muchos sueños que atesoraban nuestros niños bajo la almohada antes de dormir.
Mi yo adolescente no soportaba estar en los límites del campo durante mucho rato, vacilaba, pensaba en cruzarlos y acercarme a escuchar qué historias se contaban en aquellas casas. Estaba convencido de que serían mejores que las que contaba mi madre, tan aburridas, llenas de detalles que me confundían y finales felices que deberían de haberme garantizado un sueño reparador. Así que salté al otro lado. Lo primero que me llamó la atención fueron las hileras ordenadas de las casas. Estaban de espaldas al campo, y yo no sabía si estaban dispuestas así a propósito o por motivos que no atinaba a entender. Y sin embargo, aquellas hileras ordenadas me producían una sensación de hostilidad, sensación que luego se me confirmaría por las miradas de la gente que vivía allí, que habían acogido a la festividad en sus hogares y echado el cerrojo a sus puertas y ventanas. Y así la escenografía romántica que prevalecía en las casas, perpetuamente festivas, se convirtió en un thriller en el que un niño intruso, espoleado por la curiosidad, salta furtivamente una valla, se pone a cubierto tras un muro, se oculta en una zona sombría y, por último, encuentra el camino de regreso al campo.
Mi primer encuentro con el otro lado no me intimidó lo suficiente como para disuadirme de volver a intentarlo, al contrario, no hizo más que avivar mi curiosidad. El camino me parecía ahora más cercano, y todo incitaba a mis pies a intentarlo de nuevo. Pero esta segunda vez, me sorprendió mucho ver que las casas habían abierto sus puertas de par en par. Las calles estaban atestadas de gente que celebraba la festividad. Nada en mi primera visita me había preparado para este nuevo escenario. No había muro que disimulara mi tensión y mis pasos errantes, ni rincones donde esconderme para huir de los ojos que me miraban atentos y recelosos, una actitud que consideraba del todo injustificada. Pero ¿qué es lo que temía aquel lugar al otro lado del muro de un chico afligido con una curiosidad desbordada de origen divino? ¿De un joven de adolescencia precoz? ¿O de un campo de refugiados tan angosto que dejaba sin respiración a sus habitantes?
Esa especie de ciudad que rodeaba el campo por los cuatro lados cerraba sus puertas para bloquear el acceso. Nuestras 29 casas y barrios estaban atestados de recién nacidos, el campo había intentado ganar un poco de espacio para albergarlos, hasta que se dio por vencido y los acomodó como podía. Esos niños heredaron las costumbres marginales del campo, porque no hubo ninguna acción ni discurso nuestro capaz de marcar la diferencia, de incidir en la historia o la geografía de la ciudad, una ciudad que se desvinculó de nuestra narrativa y tachó de mentiroso a cualquiera que hablase de expulsión o de exilio forzoso, que arrojó sobre el campo un diluvio de acusaciones, que minimizó sus sufrimientos, lo despojó de sus múltiples identidades y utilizó todos los sinónimos del diccionario para expresar conceptos como traidor, fugitivo, emigrante, refugiado, forastero, desterrado y extranjero. Una ciudad que, por fi n, vinculó el campo de refugiados en un tiempo y lugar paralelos, donde, lenta y metódicamente, comenzó a tejer los hilos de su propio distanciamiento, donde los acontecimientos históricos se ordenaron de acuerdo con un nuevo guion, cuyo inicio empezaba con la expulsión durante la Nakba, sin que hubiera nada antes ni nada después. Ningún tiempo preislámico capaz de justificar el uso de las tiendas, nada del profeta emigrante que llegó a ser dueño y señor de Medina, nada de los cruzados ni de Saladino. La historia del campo quedó desprovista de leyendas. No teníamos héroes que cabalgaran a lomos de las nubes, martillo en mano, ninguna generación poblada por dioses, ningún mortal que hablara con su Señor, ningún sabio que caminara sobre las aguas, ningún profeta que hiciera manar agua de una piedra.
Y así, el campo circunscrito forzosamente a un perímetro angosto y un vocabulario asfixiante, tuvo que elaborar su propio mito, y lo hizo con símbolos, héroes y acontecimientos, algunos reales y otros ficticios, además de realidades alternativas. La gente se vio obligada a inventar herramientas e instrumentos para escribir, por si sus recuerdos envejecían y la visión se volvía menos clara y la memoria más confusa. En el campo no había ninguna élite que escribiera su leyenda, que pudiera 30 formular un discurso, para reconstruir las casas en ruinas o reabrir las puertas de los que se quedaron como estaban. No había ninguna élite capaz de aglutinar una visión que reuniera lo que los padecimientos del camino y la magnitud de la pérdida habían hecho pedazos.
Como resultado, el campo estaba solo y aislado, rodeado, de una historia que lo despreciaba, que lo excluía de la totalidad de sus textos, que nada decía sobre la pérdida de su patrimonio, una historia que había levantado muros demasiado altos para treparlos, para garantizar la pureza de su raza. Así que el campo recurrió a los niños que crecían en él, niños que ya no aceptaban el campo como su identidad ni tenían la sensación de pertenecer a él. Esos niños rechazaban los confines del campo como límites de su imaginación y repudiaban las políticas de marginalización.
La segunda generación de la Nakba esperó veinte años para poder sacudirse el pesado y opresivo legado de derrotas que no eran suyas. En 1987, anunció la revolución y utilizó piedras para escribir las primeras páginas de su leyenda. Torsos desnudos, brazos extendidos, ídolos destrozados, techos de cristal hechos añicos y vacas sagradas que fueron llevadas al matadero. Los padres recularon mientras sus hijos daban un paso adelante para escribir su propia historia. Un campo de refugiados, un pueblo y una especie de ciudad…, una liberación, un retorno, una victoria, una espera, grandes sueños y pequeños héroes… otro campo, una playa y una montaña de fuego: todos los elementos de una épica que se había hecho realidad, una leyenda escrita en un muro. Una generación que hasta ayer había estado encaramada a las barreras de su campo, llena de dudas, ahora se convertía en la dueña del lugar y en la narradora de la historia. Ojos que antes habían velado por ella, ahora empezaron a verla con respeto. Los balcones renunciaron a sus antiguas fiestas, para festejar el cambio. En las paredes de las casas colgaban carteles de los que habían sido asesinados la víspera y de quienes alcanzarían la victoria más sensacional al día 31 siguiente. La leyenda renovó la historia de ese territorio, devolvió el sentido del tiempo y del espacio, tendió puentes y derribó muros, cambió las máscaras de la huida y la supervivencia por un trozo de tela para envolverse el rostro antes de la batalla; rechazó las palabras bonitas por hechos, vació los discursos proféticos de sus padres y los llenó de huesos rotos y de cadáveres para enterrar.
Nuestro campo nunca hubiera hecho las paces con cualquier entidad que lo rodeaba, nunca lo hubiera hecho, ni bajo cualquier árbol ni sobre cualquier tierra, nunca se habría reconciliado con un pasado que ahora estaba enterrado en las profundidades de una tierra que antaño había sido suya. Cuando una nueva generación ocupó el lugar de la élite anterior, adoptó el espíritu del regreso y configuró una imaginación colectiva capaz de minimizar las divergencias. Su imaginación logró que los sueños fueran posibles otra vez. Por medio de esa leyenda, el campo recuperó un vocabulario que se había desvanecido. Y a partir de entonces, pese a carecer de los medios y los instrumentos, nunca han dejado de escribir su historia con letras que llegan hasta el cielo.
Toda historia se compone de tres elementos –tiempo, lugar y personajes–, así como algunas cuestiones por añadidura. Sin embargo, la narrativa del campo no tenía ni tiempo ni lugar. Largas décadas de Ocupación habían interrumpido la conexión entre tiempo y lugar, que se alejaron en direcciones opuestas. Para aquellos que habían tenido que abandonar sus casas, bien en la primera Nakba o bien en la segunda, las manecillas del tiempo se habían detenido. Colgaron los relojes cual llaves sobre la puerta de la tienda por si el cielo los enviaba una segunda Pascua al anochecer, un segundo Éxodo que los liberara de su desdichado deambular por el desierto del exilio. Había que poner en orden los acontecimientos, restablecer un antes y un después de la Nakba. Todo lo que habían sembrado, la mitad de lo que habían cosechado, cualquier semilla que había quedado en la tierra y que se comieron los pájaros, todo eso era 32 anterior a la Nakba. En cambio, todo lo que fueron incapaces de plantar, todo aquello que no pudieron cosechar y lo que negaron a los pájaros: eso era la época posterior a la Nakba. Cuando el lugar deja de moverse definitivamente a través del tiempo, lo que se ve son sólo almas jóvenes que llevan a las abuelas sobre sus hombros, junto con todo lo que son capaces de cargar a la espalda, y el lugar, mientras los ve cruzar las puertas del tiempo, se asusta y se clava en el suelo, aterrorizado por la posibilidad de que una explosión planetaria lo reduzca a polvo sin posibilidad alguna de resurrección.
Jacques Derrida dijo: «No hay fuera del texto». La historia del campo es un texto sin un tiempo ni un lugar, y esto lo ha convertido en polvo del tiempo y del lugar. Lo que escribe es una narración propia, prescindiendo de tantos hijos e hijas como sea posible con tal de llegar, no importa cuándo, a un cambio de ruta, un punto de inflexión que permita encontrar todos los elementos de la historia, un punto de intersección en el que puedan lograr un equilibrio. Desde el primer momento en que me di cuenta de que el campo estaba escribiendo su historia, supe que un texto me estaba esperando. Unas veces, era yo quien lo escribía, otras, me escribía él a mí. Aun así, nunca hice nada que probablemente fuera a salvarme, ni que me garantizara una vida futura similar a la de quienes me rodeaban. Qué va. Hice justo lo contrario.
La historia de un muro. Nasser Abu Srour. Traducido por Eduardo Iriarte Goñi. Galaxia Gutenberg, 2024. 320 páginas. 20,90 euros.