En septiembre de 1991, durante una estancia de un año en la Universidad de Chicago, Félix Ovejero seguía por televisión la comparecencia ante el Senado del juez Clarence Thomas. Thomas era el candidato del entonces presidente George Bush a la Corte Suprema, y había sido acusado de acoso sexual por la abogada y activista Anita Hill, afroamericana como Thomas. La altura intelectual del debate sobre sexismo y racismo impresionó a Ovejero. Toda la comunidad académica seguía en el campus con interés la comparecencia. El contraste a ojos de Ovejero no podía ser más radical. El campus se enclavaba en mitad del barrio negro, uno de los más pobres y miserables de Estados Unidos, con un paisaje de desolación distópica de edificios calcinados con ventanas rotas y cañerías destripadas. Por contra la universidad se hallaba protegida por un cuerpo privado de policía, el segundo en número de Illinois. Dos mundos. La misma sociedad cuyas élites, las universitarias, eran exquisitamente sensibles a la menor señal de violación de derechos convivía con naturalidad con un desprecio cotidiano a los derechos más fundamentales de los desposeídos más allá de sus muros.
Pero había algo más. Dentro de la burbuja universitaria, las discusiones en torno a la comparecencia del juez Thomas resultaban casi ininteligibles. Una coda distorsionadora dominaba el debate. Lo evidente se difuminaba y conceptos extravagantes ocupaban su lugar. Todo era una suerte de discurso políticamente correcto. Por aquellos días asomó por allí el filósofo francés Jacques Derrida, gurú posmoderno y, a criterio de Ovejero, uno de los mayores productores de farfolla filosófica de las últimas décadas. Derrida llenó durante varios días los salones de actos. En un mismo espacio, como era el campus y su entorno, coincidían las desigualdades sociales más brutales y las reflexiones posmodernas pretendidamente revolucionarias. Era la imagen posmoderna de la izquierda, con su corrección política bajo el brazo y saltando los charcos de la realidad más inmediata. Fuera del campus se vivía en el miserable Soho decimonónico donde Marx y los disidentes proletarios establecieron sus principios de emancipación; dentro del campus los herederos correctamente burgueses establecían un nuevo discurso tópico sobre el «ser» de izquierdas.
La aportación de Félix Ovejero en su libro La deriva reaccionaria de la izquierda, va casi a contracorriente de la trayectoria de su autor, partícipe en los años recientes del partido Ciudadanos, de sesgo populista y liberal. Las contradicciones y carencias de esta opción tendrán que soportar – lo hacen ya – su particular prueba del nueve. Y todo ello no quita validez e interés a buena parte de la crítica que Ovejero hace de la «nueva» izquierda en España. Para él esta ha caído en lo «infantil», lo «reaccionaria» lo «zombi» en la «anti ilustración».
Ovejero hace un análisis comparativo de la historia reciente de la izquierda con los principios que dieron pie al socialismo. Repasa algunas propuestas de renovación ideológica, y critica las «simpatías» con el nacionalismo, especialmente el catalán, y las religiones, en lo que el autor considera la autocensura en pos de no ofender los credos, especialmente el musulmán. Es probable que las argumentaciones de Félix Ovejero tengan sus lagunas – ¿no se puede ser de izquierdas y estar a favor de una independencia de Catalunya? – pero el compendio de sus análisis parece certero: la izquierda anda mal. La imagen de la burbuja universitaria en el Chicago de 1991 que Ovejero describe en el prólogo de su libro es la vívida imagen del ensimismamiento en el que vive la izquierda en España. Su discurso bebe de autores de culto cuyo léxico es más un artilugio que una ventana a la verdad. Las propuestas de esa nueva izquierda son un barco que salió de puerto para alcanzar un nuevo continenete y se está contentando con amarrar en el mismo puerto por falta de vela y víveres – realidad que se vende aún así como rotundo éxito donde los haya -.