
Los cascotes de luz mortecina se arremolinan en la densidad del aire del noroeste. Hay llamas vaporosas densas como la noche, danzando sin lugar al que atenerse. He leído muchas veces esta carta desde que llegó. Es igual de oscura, impenetrable. De repente se apoderó de mí un temor inasible: verme imposibilitado de comprender qué significaban aquellas palabras en esa carta. Era un temor que según pasaba el tiempo, se hacía atroz, no solo sobrepasándome, sino envolviéndome, devorándome en una violencia sangrante. Me sangraban los ojos, y el paladar y el aliento exhausto exhalaba un mohoso y mortecino malestar. En el delirio desconcertante, el dolor iba dando puntadas como queriendo orientarme. A mi acudían voces inconexas, sintagmas desgarrados, verbos sin tiempo.
Por qué, me preguntaba, era yo quien había recibido esa carta. ¿Era la hermenéutica del azar o el envite de una venganza concreta y pendiente? ¿Y por qué en la segunda hoja había borbotones de sangre diseminados obnubilando los últimos párrafos ilegibles?
Con el atrevimiento de la culpa o de la ingenua incertidumbre, pensé mucho después, si aquello no era ya el espejo en el que yo miraba sin alcanzar a comprender. Como si fuera un furioso cuadro de Mark Rothko pudiera ser que esa sangre fuera mía. Pues a través de ella comenzaba yo ya a sangrar, sin saber por qué. O si. Pues el por qué del dolor más extremo no se queda en el cuerpo que lo padece. Se expande como los cascotes de esta luz mortecina en los más atroces rincones del ahora. Y la sangre del ahora, reseca pero regurgitando en mis manos, busca el puñal altivo y criminal, vladimiéndose atroz.