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 › a las letras › En carrusel › La luz lisboeta de Maria Judite De Carvalho.

La luz lisboeta de Maria Judite De Carvalho.

Revista Hincapié 13 mayo, 2021     Comment Closed    

He llegado hace un momento y me acuerdo muy vagamente de haber venido. Con nitidez sólo consigo recordar al hombre que ha estado a punto de ser atropellado y también las manos del conductor que me ha traído, blancas, grandes, de dedos cortos y casi sin uñas, desparramadas en el volante como estrellas de mar olvidadas en la arena. Dos manos exangües. Y, sin embargo, su dueño, el dueño de aquellas manos, estaba vivo y coleando. Incluso insultó al anciano cuando éste se detuvo delante de las ruedas. Como yo. Hace tanto tiempo… «¡Póngase gafas! ¡Hijo de puta!». El anciano tenía un aire extraviado, los ojos desvaídos sin mirada en su interior. Era como si estuviera muy lejos de aquella calle por la que se paseaba su cuerpo y donde ahora estaba detenido, recibiendo, sin oírlos, los insultos del hombre y la risa de los viandantes que se habían parado sólo para eso, para reírse. «Míralo, ¡si no dice ni pío! ¿Qué pasa, abuelete, nos hemos trincado una copita de más?». ¡Qué solo estaba aquel pobre anciano, qué solo!…

¿Será verdad que he ido al médico? ¿Habré salido de casa? Pero, sí, todo eso ha pasado. Tengo todavía a mi lado el bolso y en el regazo el sombrero de hace seis años que —hasta hoy no me había dado cuenta— luce dos agujeros de polilla y una pluma ridícula en el lado derecho. Un sombrero que me sienta mal y al que yo siento mal. Como no podría ser de otro modo.

De repente, el mundo es un cúmulo de cosas extrañas que veo por primera vez y que existen con una fuerza inusitada. El melocotonero del jardín que se prepara para la oración, la vieja silla destripada donde acostumbro sen-arme, la cama con solera, que perteneció a la madre de doña Gloria. Imágenes trémulas que acaban zambulléndose en el mar de mis lágrimas.

¡Hay tantas cosas en las que nunca pensábamos por falta de tiempo! La esperanza, por ejemplo. ¿Quién va a perder cinco o diez minutos pensando en la esperanza, cuando puede emplearlos en algo mucho más provecho-so, como leer una novela o hablar por teléfono con una amiga, ir al cine o redactar cartas en el trabajo? Pensar en la esperanza, ¡valiente estupidez! Resulta hasta cómico. En la esperanza… Hay gente para todo… Y ella ahí, escondida como arena en los pliegues y dobladillos del alma. Pasan años, pasan vidas, llega el último día y la última hora y el último minuto y entonces aparece y torna inesperado aquello que esperábamos, vuelve lo que ya de por sí era amargo aún más amargo. Pone las cosas más difíciles.

El especialista me preguntó si tenía familia. Le contesté que no. Pareció algo decepcionado, como si mi situación personal fuese en el fondo el detalle más grave de todo cuanto allí iba a ocurrir y decirse, la primera piedra en el sencillo camino de mi caso. Me observaba con los análisis en la mano. Pero ¿nadie, nadie?, insistió, como queriendo estimular mi buena voluntad. Negué con la cabeza y sonreí con ojos serios en un espejo con moldura beis que colgaba detrás de su nuca enrojecida. La pluma de mi sombrero se movía de derecha a izquierda. Sentí entonces, no sé por qué, una gran vergüenza de aquella pluma. Él dijo: «Bien…». Se puso a leer de nuevo los análisis. Todo aquel teatrillo ¿para qué? Quizá porque no sabía cómo empezar… ¡Cómo no lo iba a saber! Y la práctica ¿no sirve? Pero, entonces, ¿a qué tantas contemplaciones? Quizá para estar conmigo unos minutos más… Era posible. Yo había pagado quinientos escudos nada más entrar —¡ay, lo que me había costado reunir esos quinientos escudos!— a la chica guapa de rostro en tecnicolor, bata inmaculada y sonrisa muy convencional, que se encendía y con las mismas se apagaba, igual que una llama que alguien hubiese soplado. Se apagaba porque ya no era necesaria. «El doctor aún no ha llegado, tenga la amabilidad de sentarse…». Quizá no fuera tan grave como había dado a entender el otro médico con sus silencios, con sus medias palabras tan alentadoras, con su risa demasiado abierta y satisfecha, que sonaba más falsa que Judas. ¿Quién sabe? Quizá…

Ya estaba ahí la esperanza.

Otra vez la sonrisa colorada y blanca, los ojos grandes ribeteados de rímel de la empleada.

—Doña Mariana Toledo.

Allí lo tenía ahora, f rente a mí, el gran Cardénio Santos, estudiando una vez más aquellas complicadas esdrújulas, aquellos números misteriosos sólo para iniciados que eran una suerte de código de la muerte. Me sorprendí escudriñando su semblante con detenimiento, como si eso fuera lo más importante de todo, más aún que las palabras que él mismo se disponía a extender como un velo sobre la verdad. Una cara rosada y lunar, dos ojillos penetrantes incrustados en carnes 3ácidas. Nada más, aparte de ser la cara de un buen médico, de uno de aquellos raros genios que nunca en la vida ha errado en un diagnóstico. Nunca. Que se sepa, naturalmente.

Dijo:

—Bien, su caso no es desesperado, nada más lejos… Lo que necesita…

Pero lo único que yo necesitaba era saber. Conseguí arrancarme otra sonrisa y le tendí la trampa que traía preparada de casa.

—Menos mal, lo tengo todo dispuesto para salir de viaje. Me falta sólo el billete y no quería comprarlo antes de venir.

Lo noté perplejo. Descubrí que, incluso sin mirarme, aquel hombre estaba evaluando mi abrigo raído, la pluma de mi sombrero, mi ropa interior zurcida, mi aire de abandono.

—No me parece lo más indicado —dijo por fín, a pesar de todo.

—Soy una mujer valiente, doctor. ¿Cuánto tiempo de vida me queda? Sin que me ingresen, claro. Si lo que tengo no es contagioso, deseo morir en mi casa; bueno, en la casa donde estoy viviendo.

Acusó de lleno el golpe, pues lo había pillado desprevenido. Todavía se resistió un poco, por supuesto. Se echó a reír y sentí una gran admiración hacia él, porque su risa parecía auténtica.

—No se anda con medias tintas. Conque cree que va a morir…

—Por favor, doctor. Es muy, muy importante. No se imagina cuánto. No voy a hacer ningún viaje. No hay más que verme… ¿Le parece que tengo pinta de viajera? Es sólo que… cuando una está sola, como lo estoy yo, sin nadie, no puede permitirse el lujo de dejarse engañar. Hay que saber a qué atenerse.

Al principio refunfuñó…

— Bien…

Luego me dijo una verdad pomposa, cargada de palabras complicadas, muy técnicas. Cuando la deshojé, me encontré cara a cara con la muerte.

Y la esperanza que persiste a pesar de todo, que me grita que no es posible. Quizá el médico se haya confundido, ¿quién sabe? Todo el mundo se equivoca, hasta los profesores de la facultad de Medicina. Qué ocurrencia, cómo iba a confundirse si los números estaban ahí, cristalinos, en los análisis. ¿Y los del laboratorio? No sería la primera vez… Recuerdo haber leído hace mucho en un periódico… Pero ¡qué digo! Todo es cierto, lo que ha dicho el médico y lo que está escrito. Y la esperanza que no cede, que se aferra a cualquier junco, por muy frágil, por muy inconsistente que sea.

Pero hoy es veinte de enero y dentro de tres o cuatro meses empezaré a esperar la muerte.

Me siento sola, más que nunca, aunque siempre lo haya estado.

Siempre.

Una noche, tenía yo quince años, me sorprendí llorando. No recuerdo ya cuál fue el camino que me llevó a las lágrimas, todo queda tan lejano, todo se ha perdido en la cinta blanca del pasado. Sólo me acuerdo de que mi padre me oyó y se levantó. Se sentó con delicadeza en el borde de mi cama, empezó a acariciarme el pelo, quiso saber qué me pasaba.

— Estoy sola, papá. Nada más que eso. Me he dado cuenta de que estaba sola y me ha parecido… Qué bobada, ¿verdad? ¡Sola, yo! ¿Y tú, entonces?

Intenté reírme para disimular, arrepentida ya de mi franqueza, pero él no me siguió la corriente, y eso lo salvó del rencor que le habría guardado por la mañana. No rio conmigo, y su voz, cuando habló, sonó muy dulce, casi triste.

— Tú también lo has entendido —dijo suavemente—. Tú también lo has entendido. Hay gente que vive setenta u ochenta años, más incluso, sin darse cuenta jamás. Y tú, con quince… Todos estamos solos, Mariana. Solos con mucha gente alrededor. ¡Tanta gente, Mariana! Y nadie va a hacer nada por nosotros. Nadie puede. Nadie querría, aunque pudiera. No hay esperanza.

— Pero tú, papá…

— Yo… Las personas que llenan tu mundo son diferentes de las del mío… En el fondo es muy probable que algunas de ellas sean las mismas, pero, fíjate, si pudieran encontrarse, no se reconocerían ni siquiera físicamente… ¿Cómo vamos a ayudarnos? Nadie puede, hija mía, nadie puede…

Nadie pudo.

Ni mi padre, que, pobre, murió pocos meses después, ni más adelante António ni después Luís Gonzaga. Mi vida es como un tronco al que se le han ido secando todas las hojas y luego, una detrás de otra, todas las ramas. Ni una sola ha quedado. Y ahora caerá por falta de savia.

 La criada, Augusta, se pasa el día exhalando suspiros inmensos, redondos. Después, exclama: ¡Ojalá pudiera morirme! Pero Augusta es una mujer gorda y sana, muy risueña, con un gusto pronunciado, que ella no esconde, por los agentes de policía. Las palabras de sus suspiros carecen de sentido. Ella no padece, como yo, pesadillas de oscuridad y de tierra pesada. No sabe —y, aunque lo sepa…

Maria Judite de Carvalho goza de la cualidad de la «fiebre lúcida». Su libro Tanta gente, Mariana publicado ahora en castellano por errananaturae desprende desde luego una luz iridiscente. Publicada en originalmente en 1959, en esta obra despliega una abrumadora capacidad observadora que recuerda al mismísimo Pessoa captando la vida cotidiana de Lisboa, pero a través de un filtro particularmente solitario y desesperado. .

A pesar de que los relatos que componen Tanta gente, Mariana puedan parecer fijados a un tiempo y lugar concretos, en realidad trascienden su época porque abordan el tiempo latente, el amor, el desamor, el deseo, la espera y la ruina privada sumergiéndose en las profundidades de sus protagonistas, personajes a la deriva en el día a día en Lisboa o en París.

Tanta gente, Mariana. Maria Judite de Carvalho. Ediciones erratanaturae. Mayo de 2021. 156 páginas. 18 euros.

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Autor: Revista Hincapié

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