El general ha muerto. Ni el país, ni el gobierno van a rendirle los honores que hace tantos años no merece pese a tener incólume su chaqueta enarbolada de las más altas condecoraciones. En pocos cuarteles y en aún más reducidos cenáculos ensalzarán su figura como el más fiel servidor en la lucha contra los enemigos de la patria. A la sombra de esa escasez, la muerte del general deja en su funesto simbolismo una tenebrosa sensación de agonía patria.
En noviembre, cuando el aire vaporoso de la ciudad tomaba la forma del vidrio, el general se embriagaba con los túmulos que en el pétreo cielo gris tallaba la inmortalidad. Los presidentes de gobierno y hasta el monarca veían en sus ojos atónitos un aura mortecina. Estrechaban sus manos cetrinas como si fueran las de un funesto líder tribal acuartelado defendiendo los reductos de la patria cercada.
Los ministros visitaban el cuartel atrincherado del general en un viaje espectral a un lugar envuelto en cenizas. Las luces mortecinas se arremolinaban en las esquinas del patio de armas. En las callejas próximas se juntaban los hijos de los guardias que a veces perseguían a algún detenido encapuchado. En los llorosos edificios se adivinaban tras tristes celosías de un rojizo desconchado los tendederos ropa. Sobre aquella penumbra se alzaba altiva una gran bandera española, que remolona se agitaba sin gracia al viento. En la cantina del cuartel se abotargaba el tiempo entre banderitas patrias incandescentes cubiertas por una mohosa oscuridad de penumbra.
No adivinaban los presos que la voz reseca y trémula del general que a veces escuchaban podía ser la antesala de su muerte. En los calabozos del cuartel y en los despachos para los interrogatorios se desmembraban gritos rasgados por las más variadas tormentas infringidas por los hombres del general. Los desaparecidos apagaban sus vidas con la rapidez con la que se fugaban del cuartel sus cuerpos mancillados de abuso y crueldad.
En las oficinas ubicadas en los angostos pisos martilleaba una actividad febril. Una decena de subordinados repasaban angostas y colosales listas de subversivos. En los despachos contiguos, los hombres del general bajo su mirada entrecortada resumían los operativos de cada madrugada.
Las aspiraciones del general Enrique Rodríguez Galindo fueron siempre modestas. Fue cabal en la vida a fuerza de comprender que, para salir de la pobreza del destino en una tierra, la suya, la de Granada en la feroz posguerra española, gobernada por el hambre y la penuria, el ingreso en la temida Guardia Civil era un salvoconducto para al menos comer caliente.
Enrique Rodríguez Galindo iba para guardia de tráfico. El profético apego al código viario encarnaba para el joven Rodríguez una cábala de directa interpretación. Las oscuridades del pensamiento, aún con la sencillez de su pensar, no fueron con él en la academia militar. Y sucedió así como su vida fue la contumaz repetición de un silogismo.
Se ha escrito muy poco del destino en perspectiva de Rodríguez Galindo. Su pasado en la colonia española de Guinea es una neblina de misterio. Pidió destino allí en 1965. Y solo tres años después, cuando los insurrectos obligaron a terratenientes, gobernadores y militares españoles a salir, el entonces teniente Rodríguez Galindo abandonó la última colonia que le quedaba aquel año de 1968 a España.
Los restos de aquellos muros que el país veía desmoronarse corrían con el mismo dolor ventero de la agonía del caudillo Franco, en el equinoccio final de la vida del dictador y la de su régimen.
El recién llegado teniente Rodríguez Galindo se sumió pertinaz y voluntarioso en las labores de tráfico con las que soñó. En 1971 es, con treinta y dos años, subdirector de Tráfico de la rebelde provincia de Gipuzkoa. Será entre las neblinosas montañas y ondulados valles de esta región hosca y desdeñosa, donde el teniente Rodríguez ascienda por los vericuetos tenebrosos del mando militar de la Guardia Civil.
Las circunstancias de su ascenso tienen salpicaduras pretéritas que recuerdan a cómo el general Franco se hizo con el liderazgo en la sedición que organizaron otros generales aquel 18 de julio de 1936. Para Rodríguez Galindo la fecha es el 25 de mayo de 1980. El alto mando le requiere si desea ocupar una vacante en el cuartel de la 513 comandancia en San Sebastián, la capital de la levantisca provincia de Gipuzkoa.
En esas horas alquímicas, Enrique responde afirmativamente. No ha consultado siquiera a su esposa sino horas después. Sobre su pechera ya luce el distintivo de comandante.
Enrique Rodríguez Galindo se incorporó en la 513 comandancia de San Sebastián como tercer jefe de la misma, haciéndose cargo de las jefaturas de Automovilismo y Armamento, y desempeñando accidentalmente, en ausencia del segundo jefe, labores de jefatura de Información.
Y es en ese abrasador momento, en el que el condescendiente Enrique sabe que ante los retos de aplacar a los enemigos de la patria en las regiones díscolas incluso en la democracia decretada que era aquella España, súbitamente sus dos superiores en el cuartel declinan sus puestos. Y el recién teniente Rodríguez luce en el patio de armas el fajín del lider insulario del cuartel de Intxaurrondo.
Conoce a tientas la agonía de la patria. En las regiones vascongadas, a la que pertenece Gipuzkoa, se agita violenta una subversión cobriza. Una banda armada, nacida hace décadas, desafía con un mesianismo militar implacable y encarnizado la unidad de España. Y en el corazón de las tinieblas en las que queda enclavado el cuartel de la 513 comandancia, el teniente coronel Rodríguez Galindo será el cid fantasmagórico en la espesura de los infieles.
Con el rutilar eficaz y tenebroso de las razias nocturnas contra subversivos y terroristas, el teniente coronel enarbola un éxito de prisioneros sin igual.
Sin haber leído el mercader de Venecia de Shakespeare, el teniente ya coronel ha convertido el ruinoso cuartel en una judería comercial. Los políticos en Madrid necesitan éxitos frente al terrorismo. Enrique Rodríguez Galindo va a ser el prestamista que, otorgando un sinfín de células terroristas desarticuladas y detenidos, cobrará para él y los suyos las onzas más oscuras que se cobran en los aledaños del negocio del estado.
Las noches vomitan los aullidos de las confesiones. Y los desaparecidos visitan al teniente coronel en las noches de escarcha rojiza. Las mariposas de púas azules revolotean en los alfeizares del cuartel. Las mujeres de los hombres del ya ascendido a general se conjuran ante el mal agüero.
Pero el general sabía que tarde o temprano habría de hacer frente al estertor de los muertos, al fín y al cabo sus muertos. Estaba acostumbrado a sus visitas y a sus voces espectrales. No se engañaba cuando repetía para sí frente a aquellas voces que la victoria de la patria era un triunfo que superaba cualquier condena que sobre él cayera. En sus necesidades mundanas, el general dio cumplida cuenta de las ocho propiedades que puso a nombre de su devota y paciente esposa.
En un silencio lapidario España no se acuerda del general Rodríguez Galindo sino para despedirlo siquiera con una significancia de media asta. En el desolado patio de armas del cuartel de Intxaurrondo revolotean con el viento castañero fardos de polvo. Ni una bandera a media asta, ni un solo crespón en los balcones o ventanas. Ni un retrato en el interior de las dependencias. Ningún recuerdo de ningún político, ministro o presidente. El mismo silencio en el que se ahogan los calabozos del cuartel cuando irrumpía la voz tenue del general. Enrique Rodríguez Galindo murió el 13 de febrero a los 81 años.