
A Gabriela Alt le visitan las fuerzas de los astros en su cocina. Cree a pies juntillas que son fuerzas vivas. Los martes y los jueves. Puede que, en la otoñal alternancia de los vientos, también algún lunes. Cierra la cocina de su balcón con la renqueante puerta corredera de pvc. Cómo es posible que a las mañanas encuentre pirámides de polvo y acaso migas que creía haber limpiado arremolinadas con un mimo de duna en una orilla de la cocina. Pensó de inmediato en la inteligencia de las aves. Hacía tiempo que no entraban para hurtar materias, desechos, comida, frutas espirituales cuando la puerta corredera dejaba apenas un hueco. El andamio de la fachada las obligó a desanidar y huir. Adiós, Gabriela. O hasta cuándo. Entonces, ¿quién? o ¿Quiénes? Al no encontrar pistas a estas preguntas, Gabriela decide cambiar la dirección de sus interrogantes. ¿Son mensajes de algún tipo? ¿las primarias formas de un lenguaje a tejer en común?
Desde luego a Gabriela no se le ocurrió dejar señal alguna en espera de respuesta. La noche del cuatro de marzo de 2025 desapareció un pelapatatas. Era un salto cualitativo. Los objetos habían pasado de ordenarse misteriosamente a desaparecer. ¿Estaban cogiendo vida propia o una vida ajena los manejaba a su antojo?
Gabriela llora con una sinuosidad sin peso. Cree flotar también, desaparecer. Como el pelapatatas. ¿Una premonición? ¿un acto de comunión con el ser que vaga por la cocina?
La noche del seis de marzo, el fusible de la nevera se fundió. Al abrirla por la mañana Grabiela descubrió que las baldas en el interior estaban vacías. La cocina limpia, el salón con sábanas cubriendo el sofá y el sillón. Alguien abrió la puerta de la casa. Eran sus hijos. Mamá, decía uno de ellos mientras pasaba a su lado sin verla, no hubiera querido que vendamos esta casa. Qué más da, decía el otro, ella ya no está aquí.